La novela sobre Irlanda de Michael Powell
'Juego de espera' es una inusual crónica del esclarecimiento de un crimen en la que la investigación no ocupa el primer plano de la trama
Reino de Redonda ha publicado una verdadera joya para lectores y cinéfilos, Juego de espera (1975), con traducción de Antonio Iriarte y prólogo de Miguel Marías, la única novela del escritor y cineasta inglés Michael Powell (1905-1990), a quien admira mucho Javier Marías –fundador y mentor de la editorial–, especialmente su Vida y muerte del coronel Blimp (1943), una de las diecinueve películas que el director firmó con su amigo y socio Emeric Pressburger (1902-1988), de origen húngaro, para la productora de ambos, The Archers. Otras películas del tándem, inolvidables obras maestras, fueron –duele elegir– Narciso negro (1947) y Las zapatillas rojas (1948).
Recordemos que Powell dirigió en solitario, entre otras, Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, 1960), un perturbador clásico que conserva toda su modernidad. ¿O es al revés? Y un detalle para nota: la tercera esposa de Powell fue la montadora Thelma Schoonmaker, tres veces ganadora del Oscar, quien, a sus ochenta años, ha sido nominada por novena vez al premio por su trabajo en El irlandés, de Martin Scorsese, con quien lleva cuatro décadas como editora de sus películas.
En Irlanda, precisamente, en el condado de Kerry, en 1952, transcurre la acción de Juego de espera. Lo primero de todo, un crimen. Un padre y sus dos hijos, americanos que acampaban en un calvero, fueron asesinados hará un año, circunstancia que parece interesar al joven Diarmuid O´Connell, que acaba de llegar de Canadá a la región con un empleo como guardabosques. Un manto de silencio cubre, por alguna razón, los enigmáticos asesinatos.
Por un lado, sí, Juego de espera va a ser la crónica del esclarecimiento de un crimen, pero una crónica muy inusual, pues la investigación –que deparará múltiples sorpresas– no ocupa abiertamente el primer plano de la trama.
Con una prosa riquísima, muy física, de una enorme plasticidad y sensualidad expresivas, Powell se ocupa de la extraordinaria magnificencia y también dureza del paisaje, de la naturaleza, de los bosques, ríos y lagos, de las humedades y nieblas del lugar –el agua, la lluvia–, del paso del tiempo y las estaciones, de las costumbres y la vida corriente de los lugareños –el baile, la taberna, la misa, la casa–, de los hombres que pasean, cazan y pescan con sus perras –hay dos perras co-protagonistas– y perros, de los grandes venados acechados por los cazadores legales y por los furtivos. El acecho, el acecho, y no sólo a los animales que quieren cobrarse las escopetas…
Mientras se establecen relaciones de amistad y camaradería, la novela aborda –no debo dar aquí detalles– una historia de amor, un flechazo marcado por el deseo urgente y desbordado, que supone traición y culpa, que desafía a la prudencia y a las normas dictadas por una sociedad rural muy conservadora, muy sujeta a las leyes morales de la religión católica –¡Irlanda!–, que tiene un gran peso sobre la gente y una importante presencia en la novela.
Pero el peso principal es el peso del pasado, de una historia como la irlandesa en el siglo XX, en lucha con la hegemonía británica, envuelta en la violencia por su división en torno a la independencia de Inglaterra, sacudida por el odio y la venganza, por la imposibilidad de olvidar, perdonar o acordar. Juego de espera no es, ni mucho menos, una novela histórica, pero introduce en su argumento acontecimientos como el Levantamiento de Pascua (1916) contra los ingleses y la guerra civil entre irlandeses (1922-1923), al Sinn Fein y al IRA, y evoca a figuras como Roger Casement –a quien Mario Vargas Llosa dedicó su novela El sueño del celta (2010)– y, con mayor incidencia, Michael Collins –los dos muertos de forma violenta-, cuya controvertida trayectoria fue tratada en la película homónima de Neil Jordan, protagonizada por Liam Neeson en 1996.
Esa Irlanda que pone en pie Michael Powell, con su prosa exquisita y muy elaborada, bien podría ser una especie de paraíso natural poblado por gentes nobles y rectas, pero la novela termina por dilucidar cómo, por el momento, contiene un infierno, un fuego no aplacado capaz de arrasarlo todo.
Hay varios elementos de la novela –la caza, muy especialmente– que adquieren una gran dimensión metafórica. Por ejemplo: “Pasaron dos meses y ya sólo faltaba uno para la Pascua. La temporada de frío llegó a su fin con una serie de vendavales del Atlántico. Los cielos de color plomizo que tanto tiempo habían padecido se volvieron de un azul celeste, surcados velozmente por nubes arrastradas por el viento del sudoeste. Se iban acortando las noches. Pronto llegaría el equinoccio, ese momento turbulento, cuando el día y la noche comparten idéntico dominio sobre las veinticuatro horas del día, cuando la mano de hierro del invierno y el guante de terciopelo del verano están entrelazados, cuando los cálidos vientos del Caribe se encuentran con el aire frío del Polo Norte y se forman vastos frentes de niebla, de treinta mil metros de alto y medio Atlántico de ancho. Pronto llegaría la primavera”.
El choque. El encontronazo. La mano de hierro y el guante de terciopelo entrelazados. En alta tensión. Ese momento turbulento. El crimen y el amor en pugna por forjar un futuro, un destino, sobre el convulso suelo de un pasado y un presente en llamas. Y una pregunta: “¿Es que esto no acabará nunca?”. Estupenda sorpresa, gran novela.