'Memorias fritas', punto final de José Luis Cuerda
El último libro publicado por el cineasta es imprescindible para conocer su vida, su obra y las claves de su humor
A José Luis Cuerda (Albacete, 1947-Madrid, 2020) le pegaba morirse de una embolia cerebral. Lo lógico habría sido que el torrente de ideas, frases y ocurrencias que circulaba por su cabeza hubiera provocado un atasco o un colapso en su cerebro. Para que no hubiera lógica en su muerte, como no la había en su mejor cine, tuvo que morirse de una embolia pulmonar. Además, ya había tenido un ictus hace unos años y, como buen creador, no tendría ganas de repetirse.
Cuerda había dicho varias veces que su humor no era exactamente surrealista, pero, también por pereza, no se le hacía mucho caso. Todo humor valioso es fruto de una elaboración intelectual que busca mostrar las cosas —la vida, el mundo, las personas, las situaciones— en fuerte contraste con lo que son, con lo que sabemos y esperamos de ellas.
En el caso de Cuerda, y aunque él se esforzara en parecer, con ayuda de su aspecto, un señor corriente al que, simplemente, se le ocurrían cosas muy graciosas, lo intelectual era fundamental en su humor por partida doble: porque, en gran medida, era su materia misma y porque, en efecto, la elaboración intelectual, por más presuntamente rápida que fuera, era decisiva para construir los anacronismos y la ausencia de lógica que gobernaban películas como Amanece, que no es poco (1989), donde, pongamos el ya célebre ejemplo, se cachondeaba de Faulkner (la materia intelectual) y nos hacía reír al poner en boca de un guardia civil la devoción que los aldeanos de un pueblo tenían por el autor de Luz de agosto: la elaboración intelectual para el logro del anacronismo, de la falta de lógica.
Lo contingente y lo necesario son conceptos que fijó Aristóteles y reelaboró Santo Tomás de Aquino. Cuerda —que les dio vidilla perdurable en la misma película— estudió Filosofía y Teología en el seminario, y allí, sin duda, aprendió no sólo qué era lo contingente y qué era lo necesario, sino cómo rebelarse para siempre contra todos los saberes reglados y cerrados, contra la lógica humana y la divina, contra el dogma contenido en el estricto naturalismo.
Hace unos meses, Cuerda publicó en Pepitas de calabaza Memorias fritas. Tuve ocasión de escribir en otra parte (Ropa Tendida, en El Mundo) que no son, propiamente, unas memorias, en el sentido de que no recogen con detalle y con un estilo literario sostenido la mayor parte de los hechos y las personas importantes en su vida íntima y profesional. Decía también que, al llamarlas “fritas”, Cuerda parecía querer aludir y eludir con ironía, al mismo tiempo, el concepto de “refritas”, pues el libro —escrito con la colaboración de varias personas muy próximas— recoge también algunos textos publicados con anterioridad, tal y como su autor reconoce en la nota final de agradecimientos.
Habría estado muy bien que Cuerda hubiera tenido la ocasión —las ganas, el propósito, el tiempo…— de escribir unas auténticas memorias, que probablemente hubieran tenido el estilo y el tono —y todavía más pormenores— de las excelentes 55 primeras páginas en las que, en Memorias fritas, recuerda su infancia y juventud y, muy especialmente, la figura de su singularísimo padre.
No obstante, por sí mismo y en la circunstancia de su muerte —y para siempre—, Memorias fritas es y será un libro imprescindible para conocer la vida y la obra de José Luis Cuerda, junto al libro que publicó su amigo de toda la vida, el cineasta Fernando Méndez-Leite, El cine de José Luis Cuerda (Festival de Cine de Málaga, 2002).
Guionista o coguionista de todas sus películas —excepto de La lengua de las mariposas (1999)—, Cuerda ha sido siempre escritor y ha acumulado una pequeña y sustanciosa bibliografía. Plot publicó el guión de La marrana (1992) y Ocho y Medio editó el guión de Los girasoles ciegos (2008), escrito con Rafael Azcona. Pepitas de calabaza ha sacado dos libros en torno a Amanece, que no es poco: uno, de 2013, con título homónimo recoge, entre otros textos del propio Cuerda y fotografías, el guión original que no llegó a rodarse, y el otro, de 2014, con el añadido entre paréntesis de “La Serie”, recoge, con un prólogo de Jordi Costa y un epílogo de Cuerda, los guiones de los cinco primeros capítulos de lo que, en principio, iba a ser una serie para televisión, bastante diferente y mucho más agresiva que la película que conocemos. Igualmente, Pepitas de calabaza publicó en 2015 Tiempo después, novelización de un guión que Cuerda había escrito dos años después de rodar Así en el cielo como en la tierra (1995), que finalmente pudo filmar y estrenar en 2018, gracias a Félix Tusell y un grupo de amigos, y que ya ha quedado como su última y testamentaria película.
Aquí, un inciso: he visto en Movistar un par de veces en los últimos meses Tiempo después y, sin entrar en comparaciones con Amanece, que no es poco, me atrevo a arriesgar la opinión de que esta película, que tuvo una acogida irregular, ganará muchos adeptos y tomará altura muy pronto.
Volviendo a los libros, Pepitas de calabaza publicará pronto, con prólogo de Cuerda, su guión de Total (1985), su película para Televisión Española que, después de su debut con la comedia Pares y nones (1982) y antes de la también televisiva Mala racha (1985) y de El bosque animado (1987), marcó el inicio del personalísimo humor del cineasta.
La misma editorial publicó en 2016 “Me noto muy cambiá”, que iba completando los pensamientos fulminantes y condensados, a veces sulfurosos y a veces poéticos —y las dos cosas a la vez—, que Cuerda, al hilo de sus muy seguidos “golpes” de tuit, ya había recogido en una primera entrega en Si amaestras una cabra, llevas mucho adelantado, libro publicado en 2013 por Martínez Roca.
Algo hay de sus opiniones contundentes, que unos jalean y a otros cabrean, sobre cuestiones políticas, religiosas, sociales, sexuales y, en fin, existenciales en Memorias fritas, opiniones que, junto a chispazos de hartura e iracunda vehemencia —marca de la casa junto a la ternura, su contraria—, adquieren un formato más discursivo, filosofante y razonado en este libro, con lo que no siempre ganan.
Pero el grueso de Memorias fritas está formado por el repaso —con variaciones en el nivel de minuciosidad y en el tono y textura literarios— que Cuerda hace, aportando información, anécdotas y comentarios, de toda su trayectoria como cineasta, de todas y cada una de sus películas, con muchas indicaciones sobre sus contextos personales y profesionales y sobre sus preferencias y criterios en materia cinematográfica y, en general, cultural. Por si hiciera falta salir de dudas, y sea cual sea la geneaología y la definición de su escurridizo humor, Cuerda deja patente en sendos y extensos capítulos su admiración y su deuda con Rafael Azcona y Luis García Berlanga. También su reconocimiento y amistad hacia Alejandro Amenábar, un cineasta en sus antípodas, al que, como es sabido, descubrió e impulsó decisivamente al producir tres de sus primeras películas (Tesis, Abre los ojos y Los otros). El libro lleva abundantes fotografías, muy propias, éstas sí, de unas memorias ilustradas y canónicas.
La atribución de ternura a una persona, creadora o no, que a veces notoriamente levanta la voz con fastidio e intemperancia, suele ser con frecuencia un tópico, un deseo benévolo de limar aristas. No en el caso José Luis Cuerda. En el día de su muerte, muchos volvimos a ver Amanece, que no es poco y comprobamos la ternura, sí, con la que Cuerda trata al alcalde, al cura, a los guardias y a otros personajes que, representantes del poder, del sistema o de la arrogancia y la pedantería, tantas veces ha zaherido en sus escritos y declaraciones.
En el último y significativo capítulo de Memorias fritas, Cuerda, que se sentía a no dudar con un pie en el estribo, reserva la ternura, entre algún trazo sombrío por la presentida cercanía de la muerte, a su madre, a sus hijas Irene y Elena y a Manuela, la primera de sus tres nietos.
Escribe sobre el nacimiento de Manuela, fotografiada por su padre, Roberto, minutos después de venir al mundo con una sonrisa: “Siguió sonriendo. A los pocos meses gateaba a gran velocidad. Me llevé una gran alegría: “Sabe huir”, deduje. Menos mal. Gran consuelo. Cuando, semanas después aprendió a negar, con enérgico zarandeo de cabeza, casi todas las propuestas que se le hacían, dije: “Ya está. Ya sabe lo fundamental”. Decir que no”.