Eca-de-Queiros

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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Civilización y naturaleza según Queirós

La primera parte de 'La ciudad y las sierras' narra la hedonista y desenfrenada vida parisina de dos amigos, la segunda se ocupa del regreso de ambos al paisanaje rural del Bajo Duero

12 marzo, 2020 15:28

No puedo evitarlo, siempre que tengo entre manos un libro y una nueva lectura de José María Eça de Queirós (1845-1900), me viene a la cabeza El misterio de la carretera de Sintra (1870), el placer que experimenté leyendo y descubriendo a mediados de los 70 la primera novela (de misterio) del escritor portugués, pergeñada a cuatro manos con su amigo Ramalho Ortigao (1836-1915) y publicada en España, con aquella portada como de cómic de Diego Lara y con traducción y prólogo de Carmen Martin Gaite, por Nostromo, la editorial de Mauricio D’Ors, de corta vida, pero de gran influencia en los lectores de mi generación.

El misterio de la carretera de Sintra y casi una decena más de libros de Queirós están ahora en el catálogo de Acantilado, que, sin embargo, no tiene El crimen del padre Amaro (1875) ni El primo Basilio (1878), quizá las novelas más difundidas -con la ayuda tardía del cine- del portugués. En lo que a mí respecta, y si tuviera que elegir, el libro de Queirós que más he disfrutado -y subrayado, pues está repleto de ideas- es La correspondencia de Fradique Mendes, libro póstumo, semblanza y cartas de un supuesto poeta, en realidad salido de la imaginación de nuestro escritor. Por cierto, en una de las cartas -divertida requisitoria contra el poliglotismo-, dirigida a una amiga, el tal Fradique dice: “Pero si su hijo ya sabe el castellano necesario para entender el ‘Romancero’, el ‘Quijote’, alguna de las novelas picarescas, veinte páginas de Quevedo, dos comedias de Lope de Vega y alguna que otra novela de Galdós, que es todo cuanto hay que leer en la literatura de España…” Bueno, cómica exageración de un sofista cascarrabias, pero la traigo aquí por el centenario de Galdós, riguroso contemporáneo -dos años mayor, el canario- de Queirós y colega dentro del realismo europeo del XIX, aunque sean muy notables las diferencias entre ambos. Y, a mi entender, las de Queirós con el realismo en general. Por cierto, Jacinto, el protagonista de La ciudad y las sierras, aparece fugazmente riendo a carcajadas con la lectura de El Quijote, una de las varias alusiones a España, y no todas buenas -¡Esta España!- que hay en la novela.

Ya es hora de decirlo, ¿no?, la novela que nos ocupa es, en efecto, La ciudad y las sierras, también póstuma, en edición de Acantilado y con traducción de Javier Coca, que me había sorteado hasta ahora, incluso cuando, hace unos años, la publicó Alianza.

La ciudad y las sierras cuenta, a lo largo de varios años, la amistad entre el riquísimo Jacinto, de familia de hacendados, y Zé Fernandes, que es el narrador. Jacinto vive en París, en un espléndido palacete situado en el 202 de los Campos Elíseos, y allí invita a instalarse a todo plan a su amigo Zé. Se hacen inseparables. La primera parte de la novela narra la hedonista y desenfrenada vida parisina de los dos amigos. La segunda se ocupa del regreso de ambos al paisaje y al paisanaje rural del Bajo Duero, al norte de Portugal, en teoría motivado por inaplazables asuntos familiares de Jacinto.

La cuestión clave es que Jacinto es un entusiasta de la gran ciudad, de la civilización y de la última hora de la tecnología. Con tintes expresionistas de satírica zarabanda, la novela cuenta primero la vida loca de los dos amigos y de sus extravagantes amistades de la mejor sociedad en el civilizado fortín (y alrededores) de la lujosa y tecnificada casa parisina, que reúne los más inusitados e incluso grotescos adelantos. Esta vida, sin sermones moralistas, conduce a Jacinto, pese a los placeres libertinos de la mesa y del erotismo, al tedio y al absurdo. La oportunidad de regresar a la tierra, al campo, a la vida sencilla -pero con sus complicaciones-, objeto permanente de sus burlas parisinas de hombre potenciado por la civilización y por la ciencia, ensanchan la mente del Príncipe -como le llama su amigo Zé- y, resumiendo, le abren a una inesperada felicidad.

Así dicho, todo indica que estamos ante una edición más del discurso de rechazo de la ciudad y elogio del pueblo, que ya interesara en el siglo XVI, con otro prisma, a nuestro Fray Antonio de Guevara en Menosprecio de corte y alabanza de aldea y que siempre -y hoy- mantiene una latencia palpitante. Sí y no. La muy divertida y picante sátira de la primera parte se ceba en los artilugios y fanatismos de la modernidad tecnológica, pero también es inseparable del abigarrado y decadente cortejo de esnobs con el que se relacionan los dos amigos. Además, en la segunda, vueltos al campo, se descubrirán también las carencias y miserias de la vida rural, la necesidad de introducir cambios y de modernizar en la más atinada medida la vida serrana e, inclusive, de incurrir en las formas tradicionales de organización del amor y de los afectos.

Ahora que lo pienso, y tras haber citado antes El Quijote, pudiera ser que la relación entre Jacinto y Zé tuviera algo de paráfrasis de la relación entre Don Quijote y Sancho. Los dos amigos hablan, discuten, especulan, y Jacinto tiende siempre al desparrame, mientras que Zé, más centrado y cauteloso, con sus preguntas y comentarios hace de pared de frontón para el encuentro dialéctico, le cuestiona y le baja, si procede, a la sensatez y a la realidad. Le ayuda a tomar tierra. De cualquier forma, tanto en lo que se refiere al punto de partida como al desenlace, al discurso sobre la ciudad y el campo y a la relación entre los dos amigos, en esta sugestiva novela de ideas que es, a su modo, La ciudad y las sierras -es ingeniosísimo, por ejemplo, el venablo contra Schopenhauer y su pesimismo-, nunca se puede descartar que, por debajo o por encima del humor abierto que gasta Queirós, la ironía del ilustrado esté relativizando e inoculando escepticismo a lo que en cada momento puede parecer más obvio. De ahí, y del insuperable festín que supone el lenguaje literario empleado, el gran atractivo de esta novela, que se publica seguida de un breve relato, Civilización, que le sirvió a Queirós de base y punto de partida. 

Veamos el planteamiento inicial y, de paso, leamos. Escribe Zé, en los principios parisinos, sobre Jacinto: “Mi ultracivilizado amigo no comprendía que, lejos de almacenes atendidos por tres mil dependientes, y de mercados donde se descargan las vegas y vergeles de treinta provincias, y de bancos donde retiñe todo el oro del mundo, y de fábricas que humean sin cesar y sin cesar inventan, y de bibliotecas abarrotadas hasta reventar con el papelorio del pasado, y de millas de apretadas calles, atravesadas, por abajo y por arriba, de hilos de telégrafos, hilos de teléfonos, tuberías de gas, tuberías de aguas fecales, y del atronador desfile de ómnibus, ´tramways´, carretas, velocípedos, tartanas y coches de lujo, y de dos millones de seres humanos grises que, rodeados de policía, se afanan jadeantes en la dura búsqueda del pan o en la ilusión del placer, el hombre del siglo XIX pudiese saborear plenamente el gozo de vivir”.

El gozo de vivir. ¿Qué les decía yo de la ironía? ¿Se burla Zé del apego que, en ese momento, siente su amigo Jacinto hacia París y, por extensión, hacia la gran ciudad? La descripción tiene capas y matices, pero, aun con los peores detalles, ¿no está pintando el retrato de un lugar pese a todo irresistible? ¿Se puede eludir la aventura de vivir en un sitio así? No sé, ya digo, no me fiaría mucho de la ironía reversible de Queirós, que terminará haciendo un canto a “la agreste y serena naturaleza”: “La sierra toda se ofrecía, en su belleza eterna y verdadera”. Otra opción.

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