Alberto Sordi fue en 1972 el protagonista de La più bella serata della mia vita, la versión cinematográfica que hizo Ettore Scola de La avería, de Friedrich Dürrenmatt. Una excelente elección, la de Sordi, primero, y principal, por representar muy bien a ese hombre medio y corriente, tan inocente, en principio, ante cualquier imputación grave y, a la vez, tan culpable, como él mismo sabe -como sabemos todos respecto a nosotros mismos- de alguna falta a considerar, cuyo esclarecimiento sólo exige hurgar un poco en los delitos de apariencia insignificante que conciernen a toda vida. Sordi, además, podía emplear muy bien los registros cómicos y dramáticos que el protagonista de la farsa del escritor suizo debe poner en juego. Y, diciendo esto, ya he adelantado algo de por dónde van los tiros de La avería, que ha editado Periférica con traducción de Jorge Seca.
De cuarenta y cinco años, casado y con hijos, Alfredo Traps es un viajante de material textil -se hará llamar pomposamente “representante general”- que, por causa de una avería en su flamante Studebaker, se ve impelido a pernoctar en un pueblo cercano a la carretera por la que circula, en una recomendada casa que admite huéspedes, decisión a la que no es ajena la cosquilleante posibilidad de tener un ligue ocasional en dicho pueblo. En la acogedora mansión, su anfitrión resulta ser un anciano juez jubilado -atendido por una ama de llaves-, que se dispone a recibir a tres amigos igualmente retirados: un fiscal, un abogado defensor y un verdugo. Juntos darán cuenta de una opípara y abundante cena, regada con los más exquisitos vinos. ¿Aceptará Traps –“trampas”, en castellano, se nos informa- ser su invitado? Mmmm, se desvanece la ilusión de mariposear por ahí, pero, ¡ea!, por supuesto que sí. Hay algo más: los extravagantes, encantadores y amabilísimos comensales tienen por costumbre representar, en estos trances, sus muy queridas y antiguas profesiones mediante la escenificación de un juicio. El invitado suele hacer el papel del acusado. ¿Se anima, señor Traps? ¿Por qué no? Ese juego -será un juego, ¿no?- puede hacer más interesante la velada. Si bien, ¿acusado de qué? De eso no hay que preocuparse. Ya se irá viendo, querido amigo.
En los relatos de Agatha Christie se produce un crimen, y con el detective Hércules Poirot al frente de las pesquisas, se trata de averiguar quién es el culpable entre un grupo de sospechosos concernidos. El lector de La avería intuye pronto que en este relato ya tenemos desde el principio al culpable: lo que se trata de saber, mediante el juego procesal, es qué crimen ha cometido. La culpabilidad del acusado no está predeterminada por una especie de pecado original de dimensión religiosa o metafísica -todo ser humano sería culpable de algo por el mero hecho de ser hombre-, sino que se hace inevitable por su participación en un sistema social y económico en el que progresar o, simplemente, salir adelante implica la comisión de alguna clase de delito. A ver, señor Traps, ese molón Studebaker, ese alto rango alcanzado en su empresa textil, esa vida itinerante al margen de su esposa y de sus hijos, ese estar abierto a las aventurillas eróticas que puedan surgir en sus viajes, todo eso, aunque su existencia no deje de ser mediocre, tiene que esconder maniobras impropias, ambiciones que no se detienen ante la falta de ética o de estética de ciertos actos, daños causados a terceros por querer satisfacer sueños mezquinos incitados por unas reglas del juego que fomentan la competencia, el deseo de medro y la búsqueda de compensaciones que sirvan de alivio a una existencia irrelevante y vulgar. Señor Traps -señor lector-, algo habrá hecho usted mal para llegar hasta aquí.
La avería salió como novela breve en 1956, cuando Dürrenmatt era ya un novelista y un dramaturgo consagrado por su habilidad para unir lo trágico y lo cómico en su quirúrgico análisis sociopolítico. Luego, fue pieza radiofónica de éxito. Y, por fin, cuando Ettore Scola ya había hecho su versión cinematográfica, fraguó como obra de teatro. Los finales de la obra han ido cambiando, también al gusto de los adaptadores. En 2011, en versión de Fernando Sansegundo, pudimos ver en Matadero (Naves del Español) un buen montaje dirigido por Blanca Portillo, que, con un gran reparto actoral, potenciaba el juego escénico de la farsa, ya de por sí muy acusado -gestos, gritos, risas, ebriedad- en el, por lo demás, medido, muy preciso y económico texto de Dürrenmatt.
Quienes hayan visto las representaciones de la obra, con sus explosiones plásticas, visuales, van a gozar ahora íntimamente de un texto impecable e implacable, demoledor, apretado y certero, sin grasa, con diálogos afiladísimos y observaciones que entran en la carne como cuchillos. Detrás del juicio representado, está el esquema del relato de corte policial que sujeta la atención del lector por el curso de las averiguaciones y la incertidumbre del resultado, mientras retumban los ecos de la pesadilla kafkiana y del humor del absurdo, abriendo cauce a una abrumadora radiografía social y a una reflexión sobre los equívocos meandros de la justicia.
Las relaciones entre el abogado defensor y el patético acusado son, a mi juicio, lo mejor de La avería y su núcleo más comestible, sobre todo cuando el señor Traps empieza a no hacer caso de las indicaciones de su letrado (al que desespera), a pavonearse, a encontrarse cómodo -aunque asustado- con su condición de imputado, tal vez por percibir que en tal tesitura su gris existencia adquiere una importancia redentora de su atroz vulgaridad.
En los preliminares, su defensor aconseja a Traps que se declare culpable cuanto antes: “Es arriesgado, por decirlo de una manera suave, aspirar a la inocencia ante nuestro tribunal. Hay que hacer todo lo contrario. Lo más inteligente es autoinculparse enseguida de un delito (…) La senda de la culpabilidad a la inocencia es ciertamente complicada pero no imposible. En cambio, no tiene ninguna posibilidad de éxito perseverar en la inocencia de uno porque los resultados suelen ser devastadores. Perderá usted allí donde sin duda podría ganar y además se verá obligado a no poder elegir el delito, sino que se lo impondrán”.
Así pues, lo mejor ante cualquier tribunal -incluido, probablemente, el de nuestra conciencia- es declararnos culpables y elegir nuestro delito. Empeñarnos en nuestra presunta inocencia no conduce a nada bueno. Algo habremos hecho mal, mejor será reconocerlo, elegir el terreno de juego. El autor de El juez y su verdugo (1950) y de La visita de la vieja dama (1956) rara vez traiciona nuestras expectativas, pero las cien escasas páginas de La avería merecen la consideración de obra mayor.