El niño David juega en la posguerra con su amigo Manuel entre los escombros del lujoso y bombardeado balneario de la valenciana playa de Las Arenas. Buscan infructuosamente con ahínco los restos de un auténtico mosaico romano que, según saben de buena tinta, representaba a una bellísima mujer desnuda nadando entre delfines. El pobre Manuel, hijo de rojos, morirá después por la explosión de una bomba escondida desde la guerra, y David, hijo de nacionales, nunca olvidará a su amigo ni su infancia cuando, años después, y tras estudiar Derecho en Valencia, se instale en Madrid para estudiar en la Escuela Oficial de Cine. Desea ser director, cumplir con el sueño forjado en los cines de verano y de barrio de su niñez, conocer a las hermosas actrices que veía en las pantallas y en sus álbumes de cromos. Y, entre ellas, y sobre todo, a Ava Gardner, que, acomodada en España, reina libre, ávida y borracha en las noches madrileñas. La persecución de Ava -para encenderle un cigarrillo- por locales y garitos -de los que se acaba de ir o en los que siempre estuvo ayer- acaso sea un trasunto del anhelo de encontrar a aquella ninfa del mosaico, mujer idealizada y muy distinta de las mujeres reales que David encontrará en sus andanzas madrileñas, aunque, quizá, todas ellas tengan en común encarnar, a su muy distinto modo, el escurridizo sueño de sexo, amor y libertad del muchacho, sueño que, como tantos, sólo se cumple en los sueños.
En Ava en la noche (Alfaguara), Ava Gardner es un señuelo vital para la peripecia de David, pero también es un señuelo -prácticamente un macguffin- para el lector del libro. Lo que en realidad cuenta Manuel Vicent es el proceso de crecimiento y transformación de David, su itinerario de iniciación a la vida adulta -según etiqueta clásica-, que se produce mediante la inmersión del muchacho conservador, provinciano y algo señorito en el triple paisaje de la capital, marcado por la sordidez de la miseria y el crimen, por el burbujeo de las fiestas y el desenfreno exclusivos de una clase política y bohemia privilegiada e indiferente al mundo real -donde baila, bebe, tropieza, se despeina y captura a sus amantes Ava Gardner- y, al fin, entre finales de los 50 y principios de los 60, por los brotes de oposición al franquismo, duramente reprimidos por los policías torturadores de la dictadura, cuya actividad -por la tontería de cumplir vicariamente con su sueño de poseer a Ava o a la ninfa del mosaico- David padecerá en carne propia, determinando el desenlace de su juvenil proceso de maduración y su giro hacia una realidad que le compromete y que le aleja de los brillos espurios de una estrella de cartón bañado en oro cruelmente desmitificada.
Con las estrategias documentales, estructurales y narrativas desarrolladas principalmente en libros como El azar de la mujer rubia, Aguirre, el magnífico y Desfile de ciervos, Vicent vuelve a hacer una crónica sentimental y política de un determinado tiempo de la historia de la España contemporánea, atravesada por un fino hilo novelesco, aderezada con descargas autobiográficas y sustentada en el retrato y balance de un conocido y relevante personaje de la vida pública. Si con Carmen Díez de Rivera, Jesús Aguirre y el Rey Juan Carlos -más los protagónicos secundarios de sus respectivos entornos- Vicent llegó a tiempo e incluso se adelantó, las circunstancias han dictaminado desfavorablemente para sus intereses que la figura de Ava Gardner y sus ilustres o no tan ilustres comparsas haya sido ya tratada recientemente en libros de Marcos Ordóñez (Beberse la vida. Ava Gardner en España), documentales de Isaki Lacuesta (La noche que no acaba) y series de Paco León (Arde Madrid), por no citar otras obras sobre la estrella incombustible que se quemó a sí misma. Esto es así, de modo que en Ava en la noche, algo suena a “déjà vu”, como sonarían aquí mismo sus aventuras si yo las resumiera. Digamos, no obstante, que la mirada de Vicent sobre el mito va depositando un fondo acre, amargo y cítrico que virtualmente lo destruye -como vapulea sin contemplaciones a Ernest Hemingway o se burla sin piedad de Bette Davis-, incluso con saña, lo que marca una diferencia.
Pero dijimos que Ava Gardner opera también en este libro como señuelo o macguffin, lo que nos lleva a ponderar la poética e intimista novela -con sus saltos atrás y adelante- del via crucis madrileño de David y la espléndida crónica de una época, lo que incluye sus olores, colores, sabores y sudores. Pero no sólo eso. Esos dos planos, que se imbrican con la Gardner dentro y fuera, contienen un racimo de historias, anécdotas y personajes reales, inventados o recreados que, pasados por la experiencia directa de David o por su fabulación, comparecen en Ava en la noche para reforzar y protagonizar a un tiempo tanto la ficción como la crónica. Así Vicent llama a escena, entre otros, al agarrotado asesino múltiple José María Jarabo y al fusilado dirigente comunista Julián Grimau, epítomes de Españas distintas que se engarzan con personajes como Pilar Prades, la famosa envenenadora y también agarrotada criada valenciana, pozos negros de la vida social y política española sobre los que la diva bailaba inconsciente y descalza, muy lejos también de la prostituta Sole o de la activista clandestina Julia, mujeres de carne y hueso que salen al encuentro de David en su vida afectiva y palpable, muy distante del palmoteo flamenco de las ventas ebrias de la periferia. La envenenadora hará de mimbre y nexo entre la fascinación que David experimentará por la dirección de cine al ver rodar de adolescente Novio a la vista (1953) en Benicassim, su nuevo encuentro con Luis García Berlanga en la Escuela Oficial de Cine y su presunto papel inspirador -¿del propio Vicent?- en una anécdota nuclear de El verdugo (1963), película muy oportunamente incrustada en el mural de Ava en la noche, pues tantas cosas contiene de la vida española de entonces.
Escribe Vicent: “Ahora, en la puerta de las cafeterías de la Gran Vía habían comenzado a girar ensartados unos pollos “al ast” que rezumaban grasa, y algunos peatones menesterosos como aquel Carpanta del tebeo, que no podían permitirse el lujo de zamparse ni siquiera una alita, se conformaban con acercar las manos a ese tinglado sólo para coger el calor que expandían los hilos incandescentes, y luego se chupaban los dedos con sabañones, empapados con el sabor a grasa. Otros madrileños se detenían ante los escaparates de las tiendas de electrodomésticos donde se sorprendían como niños ante el milagro de verse en las pantallas de los televisores de distintas marcas. Y se saludaban a sí mismos o hacían payasadas en la acera sintiéndose actores”.
Estas dos viñetas concentran perfectamente la cruda realidad del tiempo, los inicios del Desarrollismo, en el que se enmarca Ava en la noche, muestran como una suerte de esperpentismo o de tremendismo lírico y crítico aventa el costumbrismo de la prosa de Manuel Vicent, ejemplifican cómo operan, al margen de la trama y el argumento, los comentarios y las observaciones del novelista y muestran la concienzuda y permanente voluntad del escritor de no permitir que una sola línea quede excluida de la cadenciosa, adensada y rítmica música de su escritura. Eso sí, yo que él hubiera suprimido, a tal fin, la coletilla “de distintas marcas”.