Marino Gómez-Santos (Oviedo, 1930) va a cumplir 90 años, a finales de este mes, sin parar de escribir durante siete décadas, que han cundido en unos sesenta libros. Llegó a Madrid muy joven, y su triunfo en el periodismo de temple literario le distrajo, probablemente, de la creación novelesca o poética. Se especializó en la entrevista, que implica un interés por los otros, y a partir de ahí se convirtió en biógrafo, narrador, retratista y testigo de las vidas de los ilustres contemporáneos que alcanzó a conocer y frecuentar: Baroja, Marañón, Severo Ochoa, Grande Covián y muchos otros.
En 1955, publicó Crónica del Café Gijón, su segundo libro -después de un ensayo erudito sobre Clarín-, que molestó y agradó a partes iguales (o desiguales). Ramón Gómez de la Serna, nada menos, se dignó poner el epílogo a la obra de un periodista imberbe y muy prometedor de apenas 25 años, y el prólogo corrió a cargo de César González-Ruano, la máxima celebridad del periodismo del momento, el hombre que le había hecho un hueco, tres años atrás, en las mesas del Gijón y que se había convertido -le sacaba 27 años- en su mentor, su maestro y su amigo.
Ahora, en su plural e interesantísima Biblioteca de la Memoria -nombre muy bien puesto-, Editorial Renacimiento publica César González-Ruano en blanco y negro, un libro que, sin duda, Gómez-Santos tenía pendiente. Sobre César González-Ruano (1903-1965), el poeta (ultraísta, en su juventud), novelista (Ni César ni nada), dramaturgo, diarista (Diario íntimo), memorialista (Mi medio siglo se confiesa a medias), ensayista, biógrafo, entrevistador y corresponsal de ABC -Berlín, Roma, París- y, por encima de todo, articulista imitado y alabado por distintos, se ha escrito bastante. Nadie ha puesto en duda la brillantez, agudeza y calidad de su prosa, aunque en ella asomara un personaje descarnado, cínico y abrupto. Liberal y republicano en un primer tramo de su vida, se hizo después afecto al falangismo y al franquismo -con sobrantes adornos monárquicos-, contribuyendo a su gloria y edificando sobre ella la suya. El recelo y el rechazo que su personalidad suscitó en la izquierda cultural -que, entre dientes, reconocía la valía de su estilismo literario- se convirtió en fundada aversión cuando Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas Marcet concretaron el secreto a gritos (y susurros) de sus fechorías, estafas y delaciones en El marqués y la esvástica. César González-Ruano y los judíos en el París ocupado (Anagrama, 2014).
En su prólogo, Gómez-Santos dice que no tratará de investigar su vida en París “por falta de pruebas y para no incurrir en el despropósito de aquellos que lo han intentado, sin lograr más que vanas divagaciones”. Ciertamente, las pruebas de lo que González-Ruano hizo en París al costado de los nazis y a costa de los judíos no han podido precisarse en su literalidad más inculpadora, pero casi nadie duda de lo apabullante de las pistas y de los indicios.
De todas maneras, no era de esperar que Gómez-Santos, a estas alturas, se adentrara en esas investigaciones. Lo que era esperable y le correspondía razonablemente a Gómez-Santos era dar su testimonio y visión del amigo al que trató muy estrechamente durante años -hasta que rompieron su amistad- y, como era también deseable, hacer el retrato de su personalidad íntima y, al paso, pintar el paisaje y la vida cultural y cotidiana del Madrid de los años 50 y principios de los 60 y de sus protagonistas en el campo literario y periodístico. Y eso es lo que ha hecho muy bien, combinando prudencia y osadía, silencios compasivos e inclemencia.
Ya en el prólogo, hay sentencias que anuncian lo que viene, que son resumen anticipado de cualquier resumen que pueda hacerse tras la lectura del libro. Aquí van algunas: “máximo propagador de su mala fama”; “un paciente para la consulta de Freud”; “solía alternar los elevados actos con acciones infames”; “víctima de un espíritu maligno que entraba en su cuerpo…”; “voluntad de ejemplaridad que no lograría nunca”; “(…) sin una leyenda monstruosa, no sería nunca nada”; “de la moral hizo una esterilla para limpiarse los pies”; “tanto se quería a sí mismo…”; “ilimitado impudor”…
Gómez-Santos, también en el prólogo, se ayuda de un autorretrato de juventud (1931) del propio González-Ruano: “¿Mis héroes? El alcohólico Baudelaire, el desastrado Verlaine y el marica Oscar Wilde… De sus vidas hice yo la versión española de un intento de personalidad confusa, altisonante, de una pedantería autodidacta, convertida en alma y arma de combate, y, naturalmente, auxiliada por mi gran estatura, mi vozarrón y mi perfil barresiano de ave agresiva”.
Con este aperitivo prologal, se hace urgente al lector adentrarse en el libro, que concreta y supera con creces las expectativas que a medias anuncian el retratista y el retratado. Mucho más de negros que de blancos, el terreno del libro -plagado de anécdotas ingeniosas, divertidas y jugosas- se perfila, al fin, como un bosque sombrío y oscuro. Son las sombras y la oscuridad de una época, de una ciudad y de sus más destacados personajes -junto al protagonista del libro-, de una época dura y áspera, en la que la búsqueda de los placeres y del triunfo, estaba sumida en las rivalidades, inquinas, trapacerías, codazos, alianzas interesadas y maldades de los candidatos a la gloria literaria, personajes en su mayoría egocéntricos y narcisistas, movidos por una mezcla grumosa de necesidad de supervivencia en un medio hostil y de afán inmoderado de notoriedad.
No soy especialista ni en Ruano ni en su tiempo y, de cualquier manera, no iba a hacer aquí el recuento detallado del personaje y de su entorno, sino dar noticia y hacer glosa de lo esencial del libro de Gómez-Santos, del que los expertos apreciarán la importancia de una cierta correspondencia personal que, según entiendo, el autor da a conocer por primera vez. Entre estas cartas, y no siendo mancas las cruzadas con su esposa, la escritora Esperanza Ruiz Crespo, y su hija Charo -luego convivió con Mary Navascués y tuvo dos hijos más-, llaman la atención las enviadas al doctor Gregorio Marañón, a quien Ruano hacía la pelota rastreramente y a quien sableaba -como a otros- con constancia y sin cortarse un pelo.
Pero lo que impresiona de verdad de este libro es el personaje que finalmente y poco a poco acaba construyendo Gómez-Santos, una mal oliente “flor del mal”, un individuo en el que la abyección moral sólo era comparable a su talento. Solitario; rodeado de libros, de antigüedades y de chamarilerías; incapaz de vivir en algo que se pareciera a una casa, a un hogar y a una familia; truhan con maneras y pitillera de plata, dandi en bata y con ínfulas de aristocrático marqués -pujó por un título que decía corresponderle-; en pelea constante consigo mismo y en liza con los demás; tóxico para los otros y para sí; dolido por una lucidez sardónica que hería a los demás y con la que se autolesionaba; escritor compulsivo, entre otras cosas para obtener un dinero que malgastaba y cuya carencia -aunque le gustara tener criado o mayordomo- siempre le acuciaba; mujeriego impulsado por una sexualidad enervada y mórbida; destructivo y autodestructivo; pícaro y tramposo de alta gama, aunque también en bajos fondos; sumido en el abuso insalubre del café, el alcohol y el tabaco; enfermo, asustado y depresivo con frecuencia; insatisfecho consigo mismo más allá de sus muchas presunciones; desentendido cruelmente en momentos críticos de su madre, su mujer y su primera hija; flagelador y autopunitivo, en fin, Ruano aparece aquí como un personaje aplastado por su genialidad arbitraria, profundamente patético pese a sus galas y sus méritos y, a la postre, como un fracasado en la cima del éxito, como una desechada víctima de sí mismo.
Vuelvo al prólogo, escribe Gómez-Santos: “César no había dudado en mortificar a entrañables amigos en aras de su ingenio. Si asumo una actitud audaz en el esclarecimiento de sus acciones reprobables es porque, habiéndole tratado tanto, doy por supuesta su absolución al no ofrecer al lector una hagiografía, que le hubiera defraudado tanto”.
Gómez-Santos, a no dudar, calla muchas cosas y, más de una vez, hay horrores que sólo insinúa y sugiere, renunciando a entrar en el basurero y en el barro. No es una hagiografía, no, para nada. Y el reconocimiento, la ternura y la admiración que, a veces tintinean, son breves treguas en blanco en la construcción de un personaje en negro, un personaje -no diré ese tópico de que el libro se lee como una novela- que parece estar pidiendo una novela, sí, o una tragedia.