En Abierto toda la noche (1995), la primera de sus cinco novelas, David Trueba (Madrid, 1969) contaba las disparatadas peripecias de la numerosa familia Belitre. El título estaba tomado de una de las casi mil definiciones elaboradas por el escritor norteamericano Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo (1911): “Hogar: el lugar de último recurso, abierto toda la noche”. Esta cita abría la tercera parte de aquella novela de Trueba y ahora es evocada en el cierre de Ganarse la vida. Una celebración, un breve libro de corte autobiográfico que Anagrama publica en sus “Nuevos cuadernos” cuando se cumple el vigésimo quinto aniversario de Abierto toda la noche.
David Trueba, que debutó en la dirección de cine con La buena vida (1996), una comedia amarga sobre la pérdida del refugio del hogar, vuelve a entender la familia primordial -padres y hermanos- como refugio, efectivamente, como resguardo y nido protector, extendiendo esa condición a la literatura, a la dedicación al oficio de escribir.
Este segundo aspecto se va ensanchando como hilo conductor de Ganarse la vida, donde Trueba va contando el origen de su vocación de escritor desde que era un niño que aprendió con retraso -su madre tardó en llevarle al colegio- a leer y a escribir, lo que le hizo apreciar todavía más estas dos habilidades. Vienen después el gusto por los relatos de los tenderos en el mercado y por las historias que escuchaba por la radio. Trueba dice que fueron su “escuela narrativa”, vinculada a la oralidad, a un mundo que entonces era muy oral. La temprana pérdida de la fe religiosa le llevó a sustituir las narraciones extraordinarias de la religión por otras historias leídas e imaginadas, escribió desde niño cuentos que sus hermanos mayores le compraban -ahí descubrió que escribir permitía “ganarse la vida”-, comprobó que el humor de su escritura era “sanador” para los demás -cuando su hermano mayor murió de repente- y, en fin, siguió escribiendo y leyendo según las sugestiones propias de la adolescencia mientras, en paralelo, se iba interesando por las películas y por hacer cine.
De todo ello da cuenta Trueba en Ganarse la vida, sin cargar las tintas, con las citas y referencias imprescindibles, con esa fluidez y naturalidad que es propia de su escritura, una escritura de línea clara que, sin subrayar ni elevar el tono, acierta a acoger una vez más tanto emociones -que surgen de lo narrado- como ideas, concretadas en breves comentarios.
Ganarse la vida lleva como subtítulo Una celebración, y a mí me ha parecido entender que esa celebración, al margen del aniversario de su primera novela, es la celebración de la vida en el cobertizo amoroso de la familia y la celebración de vivir para escribir y gracias a escribir. Trueba dice que “el rito de paso entre escribir para ti mismo y publicar es comparable a saltar entre dos azoteas de edificios distintos”. Aparece un territorio de fricción entre la profesionalización y la irresponsabilidad, entre el negocio y la expresión personal. Hay que saber desenvolverse en ese “espacio problemático”. La escritura y vivir de ella tal vez sean fruto del egoísmo y de la soledad: “ser fiel al chico que escribía en casa, a la configuración ideal de ese paraíso en el que tu afición y tu vocación se convierten en tu oficio”.
Pero si este de la escritura es el tema-río que atraviesa el relato, desde su nacedero hasta su desembocadura, la llanura, con sus meandros y sus saltos de agua, por la que transcurre es la familia del escritor en su infancia y juventud, el hogar familiar en el barrio madrileño de Estrecho, formado por la madre -que regentó una casa de huéspedes-, el padre -vendedor a domicilio- y sus ocho hijos, entre los cuales David Trueba era el menor, dieciocho años separado del mayor.
Sin las distorsiones fellinianas, aunque con muy divertidas y plásticas anécdotas, David Trueba escribe aquí su particular “amarcord” -yo recuerdo- y pone sobre la mesa sus personales madalenas proustianas. Como sucede en los mejores libros de recuerdos -y en los mejores libros en general-, las experiencias más íntimas alcanzan una dimensión universal, sirven para dar fe de muchas más vidas y describen y explican un mundo y una época compartidos por muchos y con los que muchos se identifican de inmediato.
Eso sucede en Ganarse la vida desde el principio, en el escenario de un piso modesto y superpoblado, en las escenas de la vida cotidiana de una familia de padres trabajadores y muy católicos en la España y en el Madrid de los años 70 y en el itinerario de crecimiento y aprendizaje de un niño. En el primer capítulo, en apenas diez páginas, quedan perfectamente fijados el mapa y los personajes de esa primera aventura de vivir que es la niñez en familia.
Y a continuación escribe David Trueba: “Durante aquellos años en que no acudí al colegio, pasaba las mañanas con mi madre. Escuchábamos la radio, ya que la tele no empezaba hasta las dos de la tarde. Dibujaba y le ayudaba a elegir lentejas, porque eran compradas a granel y contenían una enorme proporción de piedras. También le echaba una mano con los postres, y así podía rebañar la crema pastelera con los dedos. Doblábamos juntos las sábanas lavadas, tendíamos la ropa en las ventanas traseras y observaba a mi madre dar cera al suelo de terrazo que siempre soñó sin éxito cambiar por uno de madera o parqué”.
“A mi madre se le daban bien las plantas”, así empieza el libro. Y su segundo párrafo comienza así: “La misma buena mano que tuvo mi madre con las plantas la tuvo con sus hijos”. David Trueba, en este hermoso y sencillo libro, hace igualmente un conmovedor retrato de su madre -bondadosa, comprensiva, cercana- y le rinde un luminoso homenaje.