Está claro que, primordial —aunque no únicamente— atento a un campo literario alejado del bullicio de las novedades, llegué muy tarde a la escritura de Esther García Llovet (Málaga, 1963). Me topé con ella el año pasado en Sánchez (2019), nada menos que su sexta novela, y ya me quedé con ganas de seguir sus huellas en el asfalto. Gordo de feria, recién aparecida, también en Anagrama, tiene la misma música y la misma letra, que, como saben sus acérrimos, vienen sonando desde bastante antes. Madrid —con azarosas e imprevisibles excursiones al exterior, de Almería al Danubio— vuelve a ser el escenario principal de la acción, de las aventuras descolocadas de Castor, un desorientado y exitoso monologuista televisivo, y de Julio, camarero circunstancial, clónicamente parecido al cómico. Su casual encuentro desencadena un plan sin pies ni cabeza: Castor invita al desubicado (y despedido) Julio a vivir en su millonario piso de la calle Martínez Campos y le propone, dado su prodigioso parecido, que le sustituya en sus compromisos públicos e, incluso, en su trabajo. A partir de aquí, el caos. Mejor dicho, más caos, conducido, eso sí, por García Llovet con mano de goma maciza, con fluidez sostenida, con la lógica propia de las vidas desvariadas que no pueden atenerse a lógica alguna, con las elipsis que procedan si es que proceden —y si no, también— y dejando las explicaciones para ya se verá cuándo. Y la narración funciona como un tiro, porque es un tiro, breve, directo y al grano.
Madrid, la ciudad y sus límites —y lo que está más allá de todo límite—, siguen siendo el mapa de la acción, frenética, de constante ir de un sitio a otro, una ciudad que García Llovet señaliza a cada paso con los nombres de las calles y de los locales, del mismo modo que señaliza la época —ahora mismo— con las marcas y los títulos, con su lenguaje descriptivo y con el habla de los personajes, recogida en diálogos veloces y cáusticos, cortados al milímetro, con gran oído, como bien cortados están —y ahí entran el ritmo y la música— los párrafos, las frases, las escenas, los capítulos y, en su brevedad, la novela misma.
¿Estoy sugiriendo una escritura cinematográfica, de guión? Pues sí y no. Se ve que las novelas de García Llovet son una cosa y, sin dejar de serlo, son otra a la vez. Basta ir a la novela negra, más clásica y menos clásica, para recordar que el vértigo de la escritura no es privativo del cine. Pero siendo Gordo de feria una novela negra, como es, una novela negra con partitura y melodía propias —como lo fueron en su día ciertos relatos de un Boris Vian o de un Gonzalo Suárez—, también se percibe en ella —como en Sánchez— un toque a lo Quentin Tarantino —formidable escritor, a mi juicio— que está presente en las digamos anomalías chocantes de los personajes, en la explosividad de las situaciones, en su constante movimiento y fuga, en el desparrame de lo inusitado y de lo repentino.
Pero, volviendo a la idea de que las novelas de García Llovet son una cosa y otra a la vez, resulta que todo lo pirotécnico, o lo artificial, o lo marginal, o lo anormal —que de todo hay—, tiene suelo, tiene anclaje, contiene verdad reconocible y signos y datos de lo real —hasta de lo social y, en cierto modo, de lo político—, de manera —algo sorprendente— que todo es una elusión en apariencia para que, a fin de cuentas, la realidad no deje de aparecer, lo cual es una pirueta bastante notable, reforzada por los constantes comentarios o sentencias —escuetos, punzantes, zumbones— que la narradora deja caer a plazo fijo, con el humor —entre la farsa, la parodia, lo alucinatorio y lo lisérgico— como fibra y fibrilador del relato. Fibra y fibrilador, bueno, García Llovet también juega con las palabras —y casi es con lo que menos juega—, y con las ideas, creando su propia retórica cóncavo-convexa, de esperpento no tan vagamente posmoderno y psicopático, como de resacón, aunque con coqueto espacio para cobijar, entre tanto presentimiento de crimen, la amistad y el amor (locos).
Y García Llovet escribe: “Madrid es el anuncio pero nunca el producto, la oferta pero no la demanda. En Madrid parece que hay de todo, que te regala mil y una cosas, pero la verdad es que Madrid no te da nada de nada, no da ni las gracias por venir, de eso te das cuenta demasiado tarde, cuando quien lo ha dado todo eres tú”.
He aquí, en unas pocas líneas, toda una tesis, una tesis sobre Madrid, una de las muchas tesis que hay en esta novela, que, por lo demás, no es para nada, como ya cabe suponer, una novela de tesis, sino, más bien, una glosa a la tesis de que la vida es una lucha, una carrera de pollos descabezados para alcanzar alguna sugestión de tranquilidad tan improbable como esquiva.