Glamour, lujo, mansiones, belleza, romances, fama, dinero… Ciertas historias vistas en la pantalla durante el período clásico hollywoodense y, sobre todo, la incesante inventiva de los departamentos publicitarios de los estudios y de las revistas gráficas y de cotilleo rosa crearon un atractivo imaginario en torno al cine y las estrellas.
Sin embargo, películas como El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) o Cautivos del mal (Vincente Minnelli, 1952) -las primeras que me han venido a la cabeza- pronto mostraron el lado oscuro de los sueños, progresivamente iluminado por libros y biografías que abiertamente abordaban la crónica negra de la gloria.
Yendo a lo nuestro, a las ficciones literarias, lo cierto es que las novelas de calidad sobre Hollywood y sus personajes que, también a bote pronto, recordamos, se ocuparon preferentemente de la trágica cara B, de los ahogados en la piscina o los expulsados del club del encanto. Pienso en títulos de valor literario del estilo de El día de la langosta (Nathanael West, 1939) o ¿Por qué corre Sammy? (Budd Schulberg, 1941).
Dicho esto para amueblar un poco la memoria, como si lo olvidamos. Al empezar a leer Un par de cómicos, enseguida confirmamos que estamos en otra onda. Don Carpenter (1931-1995) puso en pie en 1979 una amarga farsa tragicómica a cuenta de Hollywood y de sus especímenes más canónicos, pero para entonces ya había llovido mucho sobre los estudios y las estrellas de Los Ángeles; los años 60 y 70 fueron dejando irreconocibles o rotos los espejos del modo de trabajar y de la fama; la contracultura, los hippies, las drogas y hasta la familia Manson -mencionada en la novela- habían rasgado muchas cortinas; Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) -aunque no hablaba de cine- había contado otras cosas y de otra manera y, sobre todo, la literatura ya era -podía ser- muy diferente después de la Generación Beatnik, Charles Bukowski, el Nuevo Periodismo y otros periodismos más radicales.
Ocurre que cuando uno empieza a leer hoy Una pareja de cómicos, que ha editado Sexto Piso con traducción de Rubén Martín Giráldez, tiene la desconcertante impresión -desconcertante por contradictoria- de estar leyendo algo en un estilo muy visto y de que su modernidad se ha quedado antigua o de que es la propia de falsos “modernos” que tiran de repertorio. Eso sucede después de las primeras seis páginas de autopresentación del personaje narrador, de su casa y de sus circunstancias, después -quiero decir- de haber ido dejando atrás esas seis páginas, que están muy bien. Pero, claro, hay que volver a recordar que Un par de cómicos tiene más de cuarenta años. Leída en su momento -antes de otras novelas y de otras películas-, seguro que causaba otra impresión. O impresión, a secas.
Un par de cómicos cuenta las patéticas peripecias -todo es muy patético- del dúo de actores formado por Dave Ogilvie y Jim Larson. El segundo se desenvuelve también muy bien como músico. Se conocen desde el colegio. Llevan muchos años como pareja cómica, haciendo en serie películas baratas de humor con notable éxito popular y también shows en salas de fiestas y así. Dave está sombríamente solo ahora mismo; Jim tiene esposa, pero también un socavón entre ella y él. Las cosas están cambiando en Hollywood, su modus operandi peligra. La relación entre ellos es correcta, pero tiene problemillas: Dave -el narrador- a veces se bloquea y Jim, que parece más brillante, tiende a desaparecer en los momentos más inoportunos y críticos. Esto aterra a Dave, le pone de los nervios, le indigna. Y le preocupa, ya que, quién sabe, lo mismo en una de éstas Jim se pega un tiro. Hay un problema de soledad, incluso en el tumulto, y Dave parece más sensible al desamparo de la soledad. Parece.
Después de esas ya famosas seis páginas, en las que conocemos la vida de Dave en su abracadabrante casa de las montañas de Sonoma -muy al norte de Los Ángeles-, la novela tiene un primer desparrame mosqueante. El célebre “caca, culo, pedo, pis” -con perdón- de los niños provocadores se convierte aquí en “polvo, raya, güisqui, taco”. El sexo, la cocaína, las borracheras y las palabrotas estarán presentes, a lo bestia, en toda la novela, pero en el principio hay como un picoteo en la acción, que ni se espesa ni se asienta, que le hace pensar a uno que ya está mayor -y ha visto mucho- como para perder el tiempo con los antecedentes de la comedia de resacón.
Pero luego la cosa, dentro del jaleo constante, se adensa y se asienta. El círculo de personajes principales y secundarios -la nómina de las gentes del cine al completo- va cogiendo consistencia. Las escenas se alargan con su valor mostrativo y demostrativo. La sátira es violenta, pero, al hilo, el dramatismo de fondo va colándose al primer plano del sentido y las figuras, las interrelaciones y los temores de Dave y Jim -y de toda la peña o coro- cobran su patética -insisto- y triste virtualidad. Eso sí, en esta novela, como cabe suponer, no hay asomo de moralismo.
El californiano Don Carpenter publicó su primera novela a los 35 años -pelín tarde- y, mientras iba escribiendo otras, hizo muchos guiones para el cine y la televisión. No triunfó con ninguno, pero iba conociendo el percal de Hollywood, un Hollywood que -como sucedió con otros escritores mucho más relevantes- no satisfacía sus ambiciones, lo que no descarta alguna dosis de resentimiento en su vitriólica mirada. Fue enfermando de dolencias a cual más incordiante y se acabó pegando un tiro a los 64 años. Terminó siendo un perdedor como perdedores son muchos de sus personajes, aunque sean triunfadores en apariencia, pues sus vidas, día a día, son una porquería. Con o sin dinero.
Parece que la mejor novela de Carpenter es la primera, Dura la lluvia que cae (1966), bien recibida por la crítica y editada en castellano por Duomo. La última fue terminada por Jonathan Lethem y fue publicada hace cuatro años por Sexto Piso: Los viernes en Enrico´s. El café Enrico’s (de San Francisco) aparece también en Un par de cómicos, y es uno de esos locales, bares y restaurantes, donde la fauna de la novela -muy urbana- malcome, malbebe, hace negocios o negociaciones dudosos, se ve, se mira, se reconoce, se aparca, posa de importante o planea y practica sus incansables estrategias eróticas. Hoteles, moteles, mansiones, clubs, platós y calles señalizan el mapa del veloz esperpento.
Un par de cómicos pertenece a una trilogía sobre Hollywood que se completa con The True Life of Jody McKeegan (1975) -Jody, una actriz, también aparece aquí- y Turnaround (1981). La publicación en un solo volumen de estas tres novelas en 2014 reactivó el interés de la crítica por Carpenter, y en ésas estamos. O sea, que Carpenter pintó un tríptico a lo El Bosco -mal comparado, supongo-, y ahora el conjunto ha tomado el valor que probablemente siempre tuvo.
El caso es que sí, que Don Carpenter se las apaña muy bien para ir construyendo su teatro de operaciones y las operaciones de su teatro. Con personajes muy bien dibujados/caricaturizados y con diálogos perfectos -buen ojo y buen oído-, la novela crece conforme crece -no es tontería- a ritmo endiablado y, si las escenas se dilatan para acoger registros que van de la comedia a la comedia cómica, con incursiones en el “slapstick”, también se dilata el mundo interior de Dave y Jim, de modo que el disparate va unido al miedo y a la angustia y el discurrir y el discurso dejan sitio para que podamos considerar su aprecio y dedicación a su trabajo, la consistencia de su amistad y hasta la irrupción de una posibilidad -poco probable- de amor tierno y redentor -aunque empiece salvaje- en el panorama de Dave. Todo es loco, pero hay lugar para lo íntimo.
Ahora estamos en el Schaw´s, hora de comer: “El almuerzo es distinto del desayuno. Durante el desayuno el día resplandece de promesas, las llamadas por atender, los tratos por hacer, el correo aún por llegar; para la hora del almuerzo ya nos hemos encargado de gran parte de todo esto; hay que mantener como mínimo la apariencia de estar ocupado al máximo en esta agradable zarabanda del mundo del espectáculo. Los novatos vienen aquí a dejarse absorber, en cierto modo, por la corriente general; los parásitos bregados vienen a pasar el rato con sus amigos e iguales; las estrellas y los famosos vienen por honestidad y para recordar: así era y así puede volver a ser. Y mucha gente viene para observar al resto, y un montón de gilipollas y mongolos que se presentan allí para acabar de liar la cosa”.
Decíamos que Don Carpenter conocía el percal…¡pues claro! Pero ésta no es una foto fija de un restaurante hollywoodense. El escritor enumera y sintetiza una tipología diferenciada de seres que representan -nunca mejor dicho- algo muy concreto que atañe a la totalidad de su narración y a su significado. Y, además, la “zarabanda” del plano general se va desglosando en planos cortos que producen sensación de movimiento y de aumento de una tensión que se concreta, también con el lenguaje, al llamar gilipollas y mongolos a los que prometen desencadenar el caos que tantas veces estalla en esta novela.