El escritor, librero y editor -entre otros oficios de agitación cultural- Manuel Arroyo-Stephens, fundador de Turner y apoderado que fue del torero Rafael de Paula, falleció el verano pasado a los 75 años. Con la publicación de Mexicana por Acantilado, Arroyo salda póstumamente una deuda con un país que conoció muy bien, que visitó en numerosas ocasiones y en el que residió temporalmente. México, un país que amó y que aquí homenajea.

Como ha sucedido con algunos de sus libros -Imagen de la muerte y otros textos (2002) o La muerte del espontáneo (2019)-, Mexicana recoge piezas de naturaleza distinta que tienen en común el recuento autobiográfico y la indisimulada admiración -no exenta de prevención o cautela- por un país desmesurado, intenso, vitalista, siempre inesperado y, a veces, peligroso.

De entre los cinco textos agrupados, hay tres de mayor extensión y de importancia más sustantiva. Ninguno está datado, y no siempre se puede deducir de su contenido la fecha de los acontecimientos narrados.

En Siempre salgo de casa, Arroyo cuenta sus correrías, conversaciones y borracheras -con parada en el Tenampa, templo mariachi de Ciudad de México- con un ramoniano, barojiano, galdosiano, cervantino y, sobre todo, valleinclanesco pintor al que solamente identifica por su apellido, Castañeda. Tras algunas averiguaciones, digo yo si se tratará del surrealista Alfredo Castañeda, devoto de las crónicas taurinas de Joaquín Vidal y de la buena mesa del restaurante madrileño El 9. Castañeda murió, precisamente en Madrid, en 2010, y el año pasado Casa de México en España le dedicó una retrospectiva.

La vida en México, ya se sabe, siempre muy pegada a la muerte. La gente comenzó a llegar al velatorio arranca en la despedida del compositor y cantante de corridos y rancheras José Alfredo Jiménez, de cuerpo presente. Estamos, por tanto, en 1973. Al velatorio se acerca, además del siempre bronco Indio Fernández, el cineasta, una mujer en la cincuentena, que canta y bebe destrozada ante el cadáver. Arroyo cuenta su muy posterior búsqueda y hallazgo de esa mujer, que resultará ser una Chavela Vargas arrasada por el alcohol y el olvido. Lo que viene después es la narración con detalle de cómo Arroyo, a principios de los 90, la trajo a España, a la Sala Caracol -con el apoyo de Pedro Almodóvar-, y así la rescató de la penuria y del anonimato con discos, conciertos y todo lo demás. Si en el anterior relato sólo cita a Castañeda por su apellido, en éste no desvela la identidad de la cantante -que ya hemos descubierto, claro- hasta que, en las penúltimas líneas, la llama “Vargas”. Así, a secas. Curiosa opción.

Si toda la visión del autor sobre México ya ha ido desgranándose poco a poco, a trazos cortos (aunque concluyentes) en los primeros textos, es en el cuarto, el más extenso, panorámico y esencial a la vez, donde la experiencia propia y la primera persona se hacen más decisivas para el punto de vista.

“Delante de mi casa se ahogó un poeta”. Buen comienzo. El estilo literario de Arroyo-Stephens está hecho de frases cortas, generalmente muy felices, con gusto meditado para escoger el adjetivo. Con color y con efecto rítmico palpable. En este libro acoge, además, con buen oído la oralidad y se mimetiza con la riqueza del habla mexicana, tan plástica y sonora como cargada de matices sutiles.

Delante de la casa empieza con la muerte por ahogamiento, en la playa, del poeta y ensayista mexicano Manuel Ulacia, nieto de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez. Estamos, entonces, en el año 2001 y en las cercanías de Zihuatanejo, en el estado de Guerrero, al suroeste del país, en la costa del Pacífico.

Allí Manuel Arroyo-Stepens vivió y tuvo una casa en propiedad, junto a la playa de Bellavista, durante un tiempo que desconozco. Una casa con alacranes en el techo e iguanas en el tejado. Aquí, a través de la narración de episodios de su vida cotidiana, nos zambullimos definitivamente en México, bien entendido que la vida cotidiana en ese país parece alejarse de la normalidad de lo que entendemos por cotidiano: la gente común, los vecinos, amigos y operarios de confianza, responde a rasgos que más parecen sacados de la imaginación literaria o pictórica que de una realidad acorde con la rutina de la cotidianidad.

Arroyo-Stephens dibuja, a través de los lances del día a día, a un conjunto de personajes a cual más sorprendente o, según, inquietante. Aparece, entre tequilas, canciones, juergas y conversaciones, ese México intenso e imprevisible, proteico y generoso, deslumbrante, con categoría de soñado, que el escritor amó y admiró, pero por momentos repleto de encrucijadas amenazantes, de violencia, delito y corrupción a la vuelta de la esquina.

Decidió irse. “Huyes como cobarde, cabrón”, dice que le dijo uno de sus amigos, César, el jorobado, ése que llevaba tres días bebiendo solo, en la tienda de doña Matilde, para esperarle y despedirse de él.

Escribe: “Me miró de frente y sostuvo la mirada, desafiando el miedo a la reacción que pudiera provocar llamarme cobarde. Nunca había insultado a un güero ni creo que a nadie. Pensé en decirle algo, pero no dije nada. Serví otra ronda y seguimos bebiendo despacio, en silencio. Doña Matilde, con la mirada perdida en la noche, aguardaba a que tomásemos el último trago para apagar las luces”.   

Hay mucha vida, amor, amistad y risa en Mexicana. Pero también hay mucha muerte. Además, Arroyo-Stephens murió, como recordamos, el verano pasado. El último texto termina así: “Yo me voy lejos, casi tengo la sensación de estarme yendo a otro mundo. Siento el rostro adormecido por ese aire frío y pienso que está bien, que todo está muy bien”. Y, ahora sí, se apagan las luces. 

@manuelghidalgo