El narrador, Borja Ortiz de Gondra (Bilbao, 1965), vive en Nueva York con John, su pareja desde hace mucho, y trabaja como traductor en un organismo internacional desde hace unos veinte años. Una llamada telefónica de una prima le pone al tanto de la muerte de su hermano y le comunica la necesidad y la conveniencia de que regrese a Algorta (Vizcaya), junto a Bilbao, para realizar trámites relacionados con el entierro y con el mantenimiento del panteón familiar.

Así, más o menos -la información se dosifica entre la duda y la desazón extremas-, arranca Nunca serás un verdadero Gondra (Random House). Inmediatamente, se interpone otro relato, una novela titulada Nunca serás un verdadero Arsuaga, que se revelará como una narración de autoficción y se alternará constantemente con lo que se cuenta sobre las agónicas decisiones y pasos que irá tomando Ortiz de Gondra a partir de la llamada de su prima. Los dos relatos están narrados en primera persona. Adelantemos sólo que Ortiz de Gondra aceptará el requerimiento de su prima y regresará por unos días a Algorta.

Nunca serás un verdadero Arsuaga, con nombres de personajes reales cambiados y con ingredientes de fabulación que el lector no estará en condiciones de discernir -aunque sí de deducir que responden esencialmente a la verdad y a hechos reales-, se sitúa dos décadas atrás y nos irá revelando los antecedentes y los elementos del intensísimo drama familiar, colectivo y personal que motivó la marcha de Ortiz de Gondra a Nueva York desde un País Vasco desgarrado por el odio y por la violencia terrorista.

El narrador de Nunca serás un verdadero Arsuaga ya había optado por escapar a París con el propósito de convertirse en escritor y de esquivar la insostenible situación personal que está viviendo. Pero regresa, con muchas dudas, para asistir a la boda de su hermano menor.

Nunca serás un verdadero Arsuaga nos irá contando la decadencia de una familia vasca acomodada y residente en una mansión de Algorta, inserta desde hace generaciones en la cultura y en el idioma vascos, que se está viniendo abajo en el contexto de la mengua definitiva de la fortuna de una madre exigente y tiránica, auténtica matriarca de la familia, y del declive de un ilustre despacho de abogados regentado por el padre, un hombre oscuro ante el predominio de su esposa y despreciativo y despótico respecto a su hijo.

Los Arsuaga esconden secretos, soportan una dura tensión desde los tiempos de su escisión entre carlistas y liberales en las guerras decimonónicas y, después, por sus distintas opciones durante la Guerra Civil, tensión que se ha prolongado por la adhesión de miembros de la familia a ETA y al movimiento abertzale.

Al joven que vuelve desde París se le plantea en términos perentorios la obligación de que suceda a su padre en la gestión del despacho de abogados y la conveniencia de que busque para casarse una chica bien y conocida. Se trata de prolongar la estirpe, la alcurnia y la tradición familiar, se trata de que él sea, como primogénito, el guardián de la familia y el custodio de “la casa del padre”, asunto central en la cultura vasca.

Pero Bosco Arsuaga -alter ego de Borja Ortiz de Gondra- es homosexual y ya ha sido por ello escarnecido por sus padres y por su entorno social. Por eso, entre otras cosas, se fue a París, donde ha tenido una intensa y promiscua vida sexual. Ahora –“seas lo que seas”, como dice su padre con hiriente condescendencia-, le necesitan. Se abre para él, en los días precedentes a la boda de su hermano, un lacerante dilema: ¿cumplir con el mandato familiar que corresponde a los de su clase o seguir optando por su camino individual y libre?

El regreso de Bosco Arsuaga a Algorta le pone, además, de nuevo ante el terrible panorama social y político que se vive en el País Vasco: señalamientos, asesinatos, violencia callejera, pintadas, dianas, impuesto revolucionario… La descripción de todo ese clima es tema fundamental y uno de los grandes y pormenorizados logros del libro de Ortiz de Gondra. 

Ese clima llega a alcanzar directamente a la familia Arsuaga en los días anteriores a la boda y en el mismo día de celebración de los esponsales del hermano, con detalles que -como muchos otros- Ortiz de Gondra aplaza, dosifica y maneja estratégicamente para crear una intriga y retener también con ellos la atención del lector.

¿Qué pasó en los días y horas anteriores y en el mismo día de la boda? ¿Qué le pasaba a su hermano, que había optado por abandonar el País Vasco y trasladarse a Andalucía nada más casarse? ¿Cuál es el contenido de un escrito que le dejó el hermano, del que no quiso saber nada en tantos años? ¿Qué papel desempeñaron en esas horas cruciales Andoni, un amante abertzale de Bosco, y su tía y su prima, también invitadas a la boda, adscritas a la causa etarra?

Sea en Nunca serás un verdadero Arsuaga (quizás algo más ficcionada) o en el relato que se alterna y contiene al anterior, Nunca serás un verdadero Gondra (quizá no exento de alguna invención), el libro desarrolla un absorbente “thriller” emocional -llantos, quiebra psicológica, ronda de la idea del suicidio, recurso a medicamentos psicotrópicos…- que, con la concurrencia de los otros elementos de la narración, tienen buena parte de su origen en ese reproche y maldición vomitado como imprecación: “nunca serás un verdadero…”. Nunca estarás a la debida altura como hombre ni como hijo, nunca estarás a la debida altura como continuador responsable de una gran familia, nunca estarás a la debida altura con tu tierra, con tu cultura, con nada de lo que amas, a lo que perteneces, que marca una parte sustantiva de tu identidad, pero a lo que también odias porque te asfixia, porque anula tu libertad, porque te repugna éticamente. Porque te puede matar.

Ortiz de Gondra termina por contar muchísimas cosas en este libro tan completo y poliédrico que prolonga y matiza su discurso en dos precedentes piezas teatrales premiadas y aclamadas del hasta ahora dramaturgo: Los Gondra (una historia vasca) y Los otros Gondra (un relato vasco).

En Nunca serán un verdadero Gondra tomamos butaca de primera fila para ser testigos del drama vasco durante y después de la violencia; se nos narra la corrosión de una familia vasca de abolengo y el literal y simbólico derrumbe de su mansión y de toda una saga; contemplamos -siempre en el conjunto de los dos relatos imbricados- el retrato en sus circunstancias de varios personajes trágicos muy bien acabados: la madre, el padre, el hermano, el amante y la prima abertzales y, por supuesto, el desdoblado narrador; asistimos al titánico esfuerzo de construir una novela en carne viva; somos testigos de la honda crisis sentimental vivida por Borja y John y se nos ofrece una crónica íntima del pálpito y la vida urbana, laboral y cotidiana en Nueva York, ciudad en la que Borja trabaja no sin problemas como traductor y de la que no da, precisamente, una visión edénica, tanto más cuanto añora la tierra vasca a la que, sin embargo, odia regresar, a la que no querría volver. Una tierra y un paisaje magníficamente retratados también por Borja Ortiz de Gondra con una tremenda e inconfesable mezcla de cariño, nostalgia, recelo y rechazo.

Y todo ello ocupa su lugar en el interior de un angustioso y catártico debate interior y exterior que es, a la vez, moral, psicológico y político. ¿Qué hacer? ¿Perdonar, olvidar, mirar a otro lado, exigir explicaciones y justicia, restaurar la verdad, reconciliarse, permanecer colgado del pasado, volver a empezar, huir para siempre de todos los demonios del corazón y de la memoria? ¿Cómo manejar la deuda, la culpa, los recuerdos, las heridas, las ideas, el rencor, el amor, la animadversión…? ¿Se puede aceptar que los tiempos han cambiado, que la realidad es otra, que los otros -fueran familia o antagonistas- tenían sus razones y también su dolor? 

El Borja narrador que regresa a Algorta para ocuparse del entierro de las cenizas de su hermano también escuchará y dará voz a su amigo y a su prima abertzales. Y serán voces que no necesariamente coincidan, pero que abren -esa cesta- un estrecho sendero.

Nunca serás un verdadero Gondra es un libro muy importante, un libro, en definitiva, sobre el dolor de ser y de vivir en el centro de un drama íntimo, familiar y colectivo sellado por varias violencias y roturas. Sobre un profundo dolor que embarga al autor y contagia al lector sin resuello. Un dolor sin tregua para una narración sin pausas ni zonas valle de descanso ni alivio. Un dolor que se apodera de quien lee y que, a la vez, por su forma literaria y por su descarnada veracidad, proporciona disfrute, también por su arriesgada y muy bien elaborada estructura y por la inclusión audaz de componentes metaliterarios.

Escribe Ortiz de Gondra: “No son unas memorias, tampoco consigo hacer una novela, quizás solo sea un diario íntimo en el que vuelco lo que fue, aunque también lo que sospecho que pudo ser y lo que me hubiera gustado que fuera. El otro día leí una cita extraordinaria de Sophie Calle, “Mi arte es una ficción real”, creo que tal vez vaya por ahí”.

@manuelghidalgo