Los centenarios son como años de jubileo. Cumpliendo religiosamente con el correspondiente a Emilia Pardo Bazán (1851-1921), estoy en trance de leer su muy enjundioso ensayo La mujer española, incluido en el volumen Algo de feminismo y otros escritos combativos, que ha editado Alianza con selección, introducción y notas de Marisa Sotelo Vázquez.

Pardo Bazán publicó ese suculento ensayo -unas cincuenta páginas- en 1890, en la revista La España Moderna, recién fundada por el empresario, editor, mecenas y coleccionista de arte navarro José Lázaro Galdiano.

El año anterior, Emilia había publicado su novela corta Insolación, que acabo de leer también en Alianza, ilustrada por Irlanda Tambascio.

Insolación está dedicada a Lázaro Galdiano, “en prenda de amistad”, y todo el mundo sabe ya a estas alturas dos cosas: que Emilia tuvo en 1888, cuando la Exposición Universal de Barcelona, un fugaz romance -un calentón- con Lázaro Galdiano -once años más joven que ella- en Arenys de Mar que desestabilizó su ya ardiente relación con Benito Pérez Galdós, si bien no la interrumpió, ni mucho menos, definitivamente.

Emilia, en carta a Benito, le pidió perdón por “el agravio y el error”, “un error momentáneo de los sentidos fruto de circunstancias imprevistas”. Galdós, quien manejaba a discreción sus variados amoríos, se sintió muy tocado por “el error” de su amiga/amante, y se dio la elocuente circunstancia de que, en las mismas fechas de la salida de Insolación, y respirando por la herida, el canario publicó Realidad y La incógnita, relatos ambos que versan sobre la infidelidad femenina.

Una insolación, sí, un soleado, un golpe de calor -y la ingesta imprudente de variados alcoholes-, engrosan la causa de la “chiquillada del género atroz”, del “pecado gordo en frío”, del “desliz chabacano” que Francisca Taboada -conocida como Asís- siente haber cometido el día anterior a su despertar en su propia cama, con un resacón de los fuertes y con un agobio culpable por haber experimentado, ojo, “aquella cosa inaudita y estupenda”. ¿Pero qué cosa? ¿El “error momentáneo de los sentidos”?

El narrador en tercera persona del primer capítulo de Insolación no nos explica -aunque da pistas suficientes- en qué ha consistido el “desliz” de Asís –“¡te luciste!”- y nos pone en antecedentes de la identidad de la conturbada mujer: de 32 años, marquesa viuda de Andrade, dos años de luto guardados impecablemente por su difunto y muy mayor marido, gallega afincada en Madrid, madre virtuosa de una hija ahora ausente y católica practicante que confiesa habitualmente sus pequeños (cabe pensar) pecadillos a un tal padre Urdax. ¿Qué le ha pasado?

Inmediatamente empezaremos a saberlo, a verlo venir. Pardo Bazán, en el segundo capítulo, cambia el punto de vista y, en “flash-back” y metiéndose de lleno en el interior y en los procesos de conciencia de su protagonista, hace que Asís Taboada empiece a contar, desde dos días antes, los acontecimientos sucedidos.

En resumen, son éstos: Asís, en la tertulia semanal de su amiga la duquesa de Sahagún, conoció a Diego Pacheco, un joven gaditano -más joven que ella-, de muy atractivo porte, rico hacendado por casa -luego sabremos que no da un palo al agua-, que no le quitaba ojo y que, por las pintas y la fama -que el interesado nunca desmentía-, era un gran seductor sin asomo de formalidad, “un calaverón de tomo y lomo”. Lo suyo era “trastornar la cabeza de las mujeres”.

Y hete aquí que, al día siguiente, el joven Pacheco, en el día de San Isidro, salta al encuentro de Asís cuando la joven viuda sale de misa “hecha una santa” y le propone darse un garbeo por la festiva y bulliciosa pradera del patrón de Madrid. Asís, ay, acepta.

Y en la pradera comienza un formidable relato -contado, lo recuerdo, por Asís- que tiene tres patas entrelazadas: en un ambiente de sol pertinaz y calor asfixiante, la extraordinaria y pormenorizada descripción de la tumultuaria romería del santo; el toma y daca entre los claros avances seductores del, por lo demás, caballeroso gaditano, mientras Asís se va poniendo mala por la calorina, el alboroto, la comida y la bebida y, tercera y sustancial pata, el combate interno en la viuda entre los dictados de la sensatez y del recato y el crecimiento en ella de un deseo físico hacia el rechazable gaditano que nota aumentar, la confunde y la marea tanto como la excita.

¿Qué sucedió al volver ambos de noche a casa en la berlina de la marquesa? Pues algo debió de suceder que Asís evita contar -y Pardo Bazán también- para que la joven viuda se despierte tan conturbada a la mañana siguiente.

A partir de ahí, Insolación sigue su curso que no es otro que el proceloso proceso de síes y noes, de avances y retrocesos, de estrechamientos y rupturas en la relación entre Asís y Diego.

Insolación escandalizó, y de qué manera, en su momento a todos los biempensantes, incluidos, claro, los hegemónicos y muy mayoritarios varones de la sociedad literaria. No sólo al católico integrista y carlista José María de Pereda, sino al progresista Leopoldo Alas “Clarín”.

La clave está en que Asís -y con ella Pardo Bazán, o viceversa- reconoce, admite y termina por reivindicar, en 1889, el deseo sexual de la mujer y su libertad para satisfacerlo en igualdad de condiciones con los hombres. Asís recela, duda, rechaza a Diego -lo que se quiera-, pero va viendo, entre escaramuzas, que su cuerpo y toda ella vibran de deseo y de ganas, digan lo que digan las convenciones sociales, los mandatos religiosos y las normas del decoro femenino de la época.

Pardo Bazán escribe suelta y rozagante, fresca y desenvuelta, con humor y con agudeza, con picardía y con mala idea cuando procede, atenta a algunas singularidades narrativas como el camino de ida y vuelta entre la tercera y la primera persona o la introducción de la novelista en la narración con comentarios sobre lo narrado y la forma de narrarlo.

Debo decir que me ha cargado un poco el uso de coloquialismos castizos, de la inclusión -transcrita tal y como suena- del habla madrileña y andaluza, que le dan a la novela una musiquilla de fondo de tono costumbrista/regionalista, diría que lejano al naturalismo que Pardo Bazán practicó en otras ocasiones. Los académicos sabrán.

Sin embargo, en las descripciones de atmósferas, ambientes, lugares -objetos, colores, olores, sabores…- y de variados tipos humanos -del pueblo, de la burguesía, de la aristocracia-, Pardo Bazán se muestra soberbia, así como en el seguimiento de los sinuosos rumbos psicológicos que toman tanto Asís Taboada, sobre todo -peleando entre el ser, el deber ser y el querer ser-, como Diego Pacheco, al tiempo que, poco a poco, emergen espléndidamente, y con aromas goyescos, el mapa, el decorado y los habitantes de una ciudad, de Madrid, completados hacia el final con la estancia de los amantes en un merendero de la zona de Ventas, contraplano de la inicial excursión a la pradera de San Isidro.

En la pradera estamos: “El campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven a verse en parte alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras raras…”

Y en este plan. Para muestra, un cartón. El caso es que, según todos los indicios, Pardo Bazán reconvirtió, para sorpresa de los enterados, el malestar culposo provocado por su “affaire” con Lázaro Galdiano en una proclama -con matices muy importantes en el desenlace de la novela, cuidado- de la libertad sexual de la mujer.

@Manuelghidalgo