Alba hace honor -¡y de qué manera!- a su colección Rara Avis con la edición en esta primavera de tres libros de la inicial periodista y tardía novelista londinense Caroline Blackwood (1931-1996): las novelas La hijastra (1976) y La anciana señora Webster (1977) y el gran reportaje Últimas noticias de la duquesa (1995), dedicado a la controvertida figura de Wallis Simpson, la norteamericana dos veces divorciada que se casó con Eduardo VIII, quien renunció al trono de Inglaterra.
La trepidante vida de la bella Lady Caroline Blackwood, hija de un marqués y de la heredera de la cervecera Guinness, de sus tres célebres maridos -el pintor Lucian Freud, el músico Israel Citkowitz y el poeta Robert Lowell-, de sus no menos famosos amantes –el escritor Cyril Connolly, el guionista Ivan Moffat, el fotógrafo Walker Evans…-, de sus cinco -creo- azarosos hijos, de sus idas y venidas por Inglaterra, Irlanda, Hollywood y Nueva York, con un vaso de un fuerte licor siempre a mano, da para una biografía copiosa y sin respiro que, por lo demás, ya está escrita por Nancy Schoenberger: Dangerous Muse: The Life of Lady Caroline Blackwood. Musa peligrosa…
El resumen de sus peripecias es imposible, pero hay una forma de dar a entender cómo fue su personalidad: hizo todo lo que no se esperaba de una mujer de su clase y condición, hizo todo lo que le dio la gana, se divirtió y llevó la diversión consigo, sufrió e hizo sufrir de lo lindo, consumió la vida a tragos y murió antes de tiempo. Estamos ante ese espécimen, muy típicamente británico, de una mujer de alta cuna que se pone el mundo por montera y desafía a su familia, a su clase social y a su época.
Pero Caroline Blackwood, claro, no fue sólo hermosa, indómita, escandalosa, retadora, promiscua e imprudente, una bomba de relojería con patas. Fue una periodista pionera de enorme calidad y una novelista y biógrafa muy notable, que eligió sus temas y sus personajes en el lado oscuro de la vida -cuajado de relámpagos deslumbrantes- que ella transitaba y los trató en sus libros con un humor negro, sulfuroso e implacable.
He leído La anciana señora Webster, su novela de más éxito y finalista del Booker Prize, con traducción de Celia Montolío y prólogo de la escritora y poeta norteamericana Honor Moore, al parecer de muy fuertes ecos autobiográficos.
La narradora empieza evocando a su bisabuela, la vieja viuda Webster, en cuya gélida e imponente casa cercana a Brighton es acogida de mala gana, enviada por su madre, para restablecerse respirando aire de mar. La adolescente ha perdido a su padre en Birmania durante la II Guerra Mundial. Atendida por una cheposa, tuerta, lisiada y también vieja criada llamada Richards, la bisabuela odia el mar y odia a todo el mundo. Enlutada y rígida permanece todo el santo día sentada en una silla de alto respaldo, es incapaz de una palabra amable y de un gesto bondadoso y presume de estar viva después de una larga vida en la que nada le ha gustado ni le ha interesado ni le ha venido bien.
No es el mejor ambiente para la recuperación de una niña tímida y forzada a la mudez y al aburrimiento, pero es sólo el comienzo de la narración, principalmente, de las calamitosas vidas -con especial recuerdo para el padre muerto de la narradora- de otras dos mujeres de la familia: la abuela Dunmartin, superviviente en su decrépita gran mansión de Irlanda, tirana de su apocado y enamorado marido, loca de atar -manicomio incluido- por lo menos desde que intentó asesinar, en su misma pila bautismal, a su nieto, a la sazón hermano de la narradora.
El descerebre familiar se complementa ventajosamente con la espectacular tía Lavinia, un bellezón nacido para el disfrute, el lujo, los espumosos, el sexo y la vida regalada, también con destino natural en el frenopático, toda vez que hasta para suicidarse le falta maña.
Este panorama de mujeres harto problemáticas se completa con la propia narradora, pues si sus tres parientes bien merecen la mirada esperpéntica de quien ha de contar sus hazañas, ésta no repara en un arsenal de juicios y adjetivos que no sólo da una idea del aquelarre familiar -nadie quiere a nadie, todos se desentienden de todos salvo para fastidiarlos-, sino también de su propia mirada inclemente y perjudicada.
Si lo decimos de otro modo, nos encontramos en La anciana señora Webster con la frecuentada versión literaria, entre la carcajada y el horror, de la decadencia estrepitosa de la alta burguesía británica -con hueco para sopapear a Irlanda, Escocia y Oxford-, del derrumbe de sus estirpes, sus mansiones, sus servidumbres, sus tierras y sus valores hasta que cuerpos, almas y piedras alcanzan su fatal destino como ceniza y ruina.
La prosa de Caroline Blackwood es de primer orden, sus descripciones de situaciones, tipos humanos y lugares son antológicas, así transcurran por lo siniestro, lo sarcástico o lo desopilante, generalmente envueltos en el mismo paquete de cruel impiedad.
Ante semejante panorama humano y ante la evidencia de tan ingeniosos y depurados recursos literarios, La anciana señora Webster se lee con gozo culpable, como si Blackwood lograra divertirnos -cosa que hace- con las calamitosas desgracias ajenas. No obstante, como novela, uno bien puede poner al libro el reparo de su linealidad, de la simplicidad de su estructura y trama, de una cierta reiteración y acumulación de oleadas de despiadada sátira hasta llegar la apoteósica y capsular escena final en un cementerio, suma y quintaesencia de toda la ferocidad y de todo el disparate destilados en las páginas anteriores.
Transcribo un largo párrafo sobre la loca abuela Dunmartin y su palaciego caserón campestre de raigambre colonial y en trance de naufragio: “La había visto llorar un par de veces, parada por un instante en algunos de los gélidos salones donde proliferaba esa singular y miscelánea escombrera tan típicamente angloirlandesa hecha de facturas impagadas, sin abrir, raquetas de tenis con las cuerdas rotas, calientapiés de piedra sin tapón, faisanes disecados en vitrinas de cristal rajado, amarillentos números atrasados de revistas de caballos, páginas rasgadas del “Times” de Londres. Viéndola llorar en silencio en aquellos salones, entre muebles de época picados por la carcoma y cubiertos de pilas enormes de cinchas y monturas, donde una maraña de cañas de pescar yacía entrelazada con los arreos desperdigados de unas bridas oxidadas, y donde sobre las mesas de ping-pong y de billar, esparcidos al azar, había aros de croquet al lado de escopetas anticuadas y botas de lluvia de goma negra, le habría gustado saber si lloraba porque el espectáculo de tantas reliquias de juegos de otros tiempos le recordaba dolorosamente aquellos otros juego que la prisión de su matrimonio jamás le había permitido jugar”.
¡Amigo, Caroline Blackwood, la hija del marqués y la rica heredera, sabía muy bien de lo que hablaba! No le faltaba detalle, ni la mejor prosa para describir un universo y un decorado que habían sido los suyos. Hay sátira en el libro, sí, que roza la farsa, pero también lugar para contar las cosas como son y desde dentro. Hay una mirada sin contemplaciones, sí, pero también momentos para la emoción y el sentimiento compasivo. Para disimular el terror con el dolor. Y viceversa.