El joven Harold lo tiene todo bien preparado: la silla, la soga y la amable música de Chopin de fondo. Cuando oye que su madre aparca el coche en la puerta de su confortable casa, Harold da una patada a la silla y se ahorca. La madre entra, por fin, en la habitación y ve el cuerpo de su hijo balanceándose en el vacío, con los ojos desorbitados y la lengua fuera. Y dice: “La verdad, Harold, supongo que te parece muy divertido. Por lo visto te trae sin cuidado que esta noche vengan a cenar los Crawford”. Es un buen comienzo, sin duda.
Y es que Harold, a sus 19 años, lleva ya escenificados quince falsos suicidios, preparados con gran esmero, verismo y seguridad. Cuando apareció boca abajo, inerte, en la piscina, su madre trajo su cuerpo a la orilla y después le preparó un Cola-Cao bien caliente para que no se resfriara.
Harold y Maude (1971), del escritor y cineasta Colin Higgins, acaba de ser recuperada por Capitán Swing con traducción de Catalina Martínez Muñoz. Es una novela ciertamente extraña y extravagante. Es una novela de humor, sí, que transita muy hábilmente entre lo negro, negrísimo, y lo blanco, blanquísimo, del mismo modo que, bajo los auspicios de una insólita, inocente y romántica historia de amor esconde la dinamita de una feroz requisitoria política, contracultural y antisistema. Es un ovni muy de la época, muy de la América posthippie y rebelde que cuestionó en los 60 y principios de los 70 los valores establecidos, sólo que Higgins la escribió poniendo cara de bueno y de no haber roto nunca un plato.
El joven Harold, de acomodada casa, es un chico solitario, poco atendido en lo sustancial por su muy ocupada y algo averiada madre, entregada a una intensa vida social. Harold no estudia, no trabaja y, amén de simular suicidios, pasa las horas visitando vertederos, asistiendo a desguaces, contemplando demoliciones y, sobre todo, acudiendo a funerales y entierros de desconocidos, desplazándose de aquí para allá en una tartana funeraria de su propiedad. Su madre no entiende cómo, siendo tan inteligente, tiene esa obsesión por la muerte, sólo comparable a su total desinterés por el presente y por el futuro. ¿Y si se comprara un Jaguar?
La vida de Harold cambia y la novela empieza cuando el muchacho conoce en un entierro a Maude, una menuda anciana de 79 años -también aficionada a los sepelios-, que dice llamarse Mathilda Chardin y ser condesa. Maude es una mujer alegre y vitalista, desenvuelta y transgresora, culta y sabia, que pinta sonrisas a las estatuas de las iglesias, toma prestados coches para conducirlos a 120 por hora y fuma hierba. La novela va a contar la historia de amistad y, ejem, de amor entre el deprimido muchacho y la pimpante viejecita -de trágico pasado, a descubrir-, la crónica de sus salidas y aventuras que devolverán a Harold, si alguna vez las tuvo, las ganas de vivir, después de haber aprendido de Maude, eso sí, cómo puede ser una vida que valga la pena de ser vivida, libre, desinhibida y al margen de las convenciones y las condiciones que la sociedad impone.
La madre se preocupa, claro, y reacciona: quiere que Harold siga las instrucciones de su psiquiatra, los consejos de un sacerdote y que su tío militar lo enderece. Que Harold siente la cabeza y que se case como todo el mundo, para lo cual le organiza citas en el salón de casa con varias chicas idóneas, que huyen espantadas cuando Harold pone en escena algunos de sus terroríficos numeritos. El lector ya irá viendo cómo evolucionan las cosas, siempre con un humor entre tierno y explosivo, entre candoroso y sulfuroso, pero sirvan estos apuntes para hacer notar que el psiquiatra, el cura, el general y las candidatas al matrimonio están en la novela para ser satirizados, como la madre, y así desmantelar los pilares y los valores sociales que, como quien no quiere la cosa -pero queriendo-, Colin Higgins quiere poner -y pone- en la picota.
El australiano/estadounidense Colin Higgins (1941-1988) escribió Harold y Maude como una tesis universitaria que convirtió en guión de película, en novela y en obra de teatro. Higgins, que llegó a trabajar con Peter Brook en teatro, tuvo que ceder los trastos de dirigir Harold y Maude a Hal Ashby, inminente director de películas de éxito y muy consideradas: El último deber, Shampoo, El regreso, Bienvenido, Mister Chance… Harold y Maude desconcertó a su propia productora, a la crítica y al público -¿de verdad se acuesta el chico con la vieja?- en el momento fracasado de su estreno, pero luego, precisamente por su rareza y por sus propiedades corrosivas, se convirtió en una película de culto. Higgins consiguió después dirigir grandes éxitos comerciales (Juego peligroso, Cómo eliminar a su jefe…), pero su carrera se truncó al morir a los 47 años de sida.
La madre quiere que Harold se enmiende ingresando en el ejército bajo los auspicios de su tío Víctor, entusiasta general que gasta un brazo mecánico tras haber perdido el suyo en unas maniobras. El alto oficial trata de convencer a su sobrino de las bondades de la milicia, mostrándole unos carteles que decoran su despacho: “Echa un vistazo, Harold -dijo-. Ahí tienes al Ejército aplastando a los hispanos en San Juan, machacando a los chinos, azotando a los pieles rojas y marchando al frente de batalla por el puente de Remagen. ¡Qué gran vida! Te ofrece historia y educación. Acción. Aventura. ¡Consejos! ¡Verás la guerra…en persona! Y montones de chicas de ojitos rasgados. ¡Te harás un hombre, Harold! Cuando te pones el uniforme y caminas erguido, con brío en el paso y brillo en la mirada, tu corazón sabe que estás luchando por la paz. Y sirviendo a tu país”.
Esto es una comedia, y Harold montará con la complicidad de Maude una performance tal que el enardecido militar que habla de esta guisa, no tendrá más remedio que desaconsejar, aterrorizado, el ingreso del chico en el ejército. La novela se desenvuelve muy bien -situaciones, diálogos, personajes- por la cuerda floja del humor, pero ya hemos dicho que Colin Higgins no daba puntada sin hilo: eran los tiempos de la guerra de Vietnam…