No leí Ayer (1995) y me he quedado atónito, herido y subyugado, todo a la vez, con la lectura de la nueva edición de la novela de Agota Kristof (1935-1956), que, con traducción de Ana Herrera, acaba de publicar Libros del Asteroide.

Es una obra maestra. No suelo usar ni, por tanto, abusar de este calificativo, ni por incurrir en pereza lingüística ni por encontrar suficientes motivos de admiración para usarlo. Pero hacía tiempo que, pese a muchos entusiasmos, no encontraba en un libro tan apabullante cohesión entre su estilo y su contenido, entre su procedimiento narrativo y su argumento, entre su desconsoladora visión de la existencia, de la sociedad y el ser humano y la gelidez heladora, estilizada y directa de la historia que la autora de la no menos terrible trilogía Claus y Lucas (1986-1992) contó en esta ocasión, de nuevo inspirándose en su propia experiencia personal de exiliada y emigrante desde su Hungría natal a Suiza.

En Ayer, dentro de su casi doloroso minimalismo, no se dan nombres de países. Los escenarios -con una difusa guerra muy al fondo- tienen una textura real, identificable con el frío lluvioso, neblinoso y gris del este y del centro europeos, a veces atenuado por un sol líquido o por una vegetación paliativa, pero también representan un mundo interior, un estado de ánimo universal de la condición humana provocado, sí, por las condiciones sociales y políticas, pero también por el desesperanzado destino de la condición humana.

Tobías, un niño, pobre y marginal, mil veces humillado y preterido, apuñala al amante de su madre, la puta del pueblo, que se acuesta con cualquiera por dinero, una mujer incapaz de darle cariño y solventar su vida. Y lo hace cuando aquel copula sobre el cuerpo de su progenitora. Huye. Diez años después, ya adulto, es, en otro país y reconvertido en Sándor Lester, un joven y solitario obrero en una alienante fábrica de relojes y se relaciona, aun dentro de su radical soledad, con Yolande, una chica a la que no ama en absoluto, aunque ella le dispensa cariño y ayuda.

Destrozado por dentro, Sándor es un hombre pasivo, indiferente a todo, sin pensamiento, sin deseo, aunque propenso al llanto y a la crueldad con los demás, que lleva años sometido a un trabajo automático que sólo le depara los mínimos recursos para sobrevivir, un nihilista abrumado que sólo fabula con el encuentro con una mujer ideal, a la que llama Line, cuya aparición real deparará al lector no poca sorpresa, relacionada con detalles de su horrible infancia que he omitido y que serán decisivos y tormentosos en el desarrollo final de la historia.

Una historia que, ciertamente, evoluciona, pues Sándor halla refugio en la escritura y, por circunstancias, va saliendo ocasionalmente de su cascarón estableciendo relaciones con otros refugiados y emigrantes como él, relaciones que, como todas las suyas, no siempre son satisfactorias, si bien provocan en él algunos atisbos de generosidad o de sentimientos levemente cálidos.

Ayer, novela corta que se abre paso como un cuchillo en la carne blanda, se estructura, con calculada y eficaz coherencia, en unos pocos capítulos breves (siete), fragmentados, a su vez, en pequeñas escenas o impresiones -introspecciones, soliloquios, descripciones del paisaje y de la acción-, todo ello escrito mediante párrafos, frases y diálogos igualmente cortos.

Mediante la narración en primera persona, Kristof escribe de manera directa y económica, lacónica, ateniéndose a una precisión informativa seca y milimétrica, aunque cargada y provocadora de una enorme desazón, con golpes crueles y abruptos, con el crimen, la pulsión suicida y la muerte acechantes, y con un lenguaje que, de una manera magistralmente integrada, es muy capaz de crear imágenes y de entroncar con lo onírico, lo poético y lo metafórico -el pájaro-, sin desentenderse, al contrario, de que su novela, junto a una negra metafísica existencialista -llamémosle así, a ver qué pasa- no pierda nunca y llegue a potenciar una intención social y política manifiesta. Añadir que, a la vez, Ayer es la historia de un amor imposible ha de servir para poner en valor el logro total de esta novela e incentivar su muy recomendable lectura.

En el punto de partida de su vida adulta, cuando está en su momento más bajo y crítico, Sándor dice: “Ahora mismo me quedan pocas esperanzas. Antes buscaba, me desplazaba sin parar. Esperaba algo. ¿El qué? No lo sabía. Pero pensaba que la vida no podía ser lo que era, prácticamente nada. La vida debía de ser alguna cosa y yo esperaba que llegase esa cosa, la buscaba.

Ahora pienso que no hay nada que esperar, así que me quedo en mi habitación, sentado en una silla, y no hago nada.

Pienso que hay una vida allá afuera, pero en esta vida no pasa nada. Para mí, nada”.

Pues sí, Ayer se podría haber titulado Nada. No, obviamente, porque en la novela no pase nada, que pasan muchas cosas, sino porque el mencionado nihilismo define su núcleo. Sándor no espera sentado. Sándor, sin esperar nada, desespera sentado. Pero la vida, en efecto, siempre es “alguna cosa”. También lo será para él.

@manuelghidalgo