Todas las cartas de The Last Dance están ya volteadas. Diez capítulos que nos han permitido un privilegio: adentrarnos en el vestuario de los míticos Bulls de los 90, con un foco específico alumbrando a su líder, Michael Jordan. Cuando se aireó en los medios el lanzamiento de esta serie, que ha reventado los índices de audiencia, se utilizó un reclamo morboso para movilizar el interés: verán el lado oscuro de la estrella. El propio Jordan confesaba que a mucha gente se le podría desmoronar la leyenda idealizada que custodiaban en su memoria. En la mía no había idealización más allá de la cancha, por lo que no partía de un prejuicio edulcorado que pudiera quebrarse al conocer más profundamente los vericuetos de su psique y ciertos pasajes biográficos. Pero, en cualquier caso, la valiosa información que ofrece este documental seriado no trasluce nada de una gravedad moral que pueda hacer tambalear el monumento erigido al mejor jugador de baloncesto de la historia.
He leído a comentaristas en medios reprochándole que aparezca fumando puros. Pocas cosas me incomodan más que las vaharadas de humo que exhalan estos. Insoportables. Pero recriminarle ese placer mundano está muy cerca del puritanismo healthy, si no es directamente una expresión radical de su intolerancia. En su etapa como jugador, queda claro que ese hábito no afectó su rendimiento, descomunal. Basta enunciar los logros de los Bulls, en los que su aportación individual fue determinante, no sólo en ataque sino también en defensa (hemos visto estos días la cantidad de balones que robaba a base de manotazos anticipatorios y molestos, sin ir más lejos el del minuto postrero del sexto partido de la última final de la NBA que ganó, contra los Jazz en el 98). Además, contaba con la aquiescencia de su entrenador, el espiritual Phil Jackson, otra figura crucial en el éxito al tratar a sus jugadores como seres adultos. Les permitía licencias políticamente incorrectas (como escaparse a Las Vegas a pegarse un fiestón en el caso de un desmotivado Dennis Rodman) y levantaba la mano antes de los playoffs, dejando que Jordan, por ejemplo, se evadiera jugando unos hoyos. “Esto no lo podría hacer con un entrenador jovenzuelo”, dice el '23', agradecido por la concesión.
Era su fórmula para quitarles presión de encima, algo que cualquier entrenador inteligente debe hacer en las competiciones de élite, tan absorbentes y estresantes. La responsabilidad que pesaba sobre Jordan era brutal. Primero la que tenía consigo mismo. Era consciente de su don para el baloncesto, y ya sabemos lo que decía, con tino, Truman Capote sobre lo que llevan aparejadas las habilidades superiores a la media: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Jordan sabía que era un elegido y que tenía que aprovecharlo, porque si no lo hacía le acompañarían los remordimientos el resto de su vida. Luego estaba todo el entorno (afición, compañeros, periodistas, cuerpo técnico, directivos y propietarios del club…) que lo rodeaba, pendientes de sus actuaciones en la pista, esperanzados en que resolviese cualquier envite, por duro que fuese. Jackson acertó. Se fumaba los puros con sus jugadores con total naturalidad. Jordan luego se dejaba la vida en los entrenamientos y en el gimnasio, y, por supuesto, en los partidos.
Al hilo de este tema de deportistas fumadores, recuerdo lo que contaba en sus memorias Toni Schumacher (portero del Bayern y de la selección alemana en los 80). Confesaba que en las concentraciones del equipo nacional se montaban unas timbas que se prolongaban hasta altas horas de la noche. Alcohol, dinero y tabaco a discreción. Decía que el capo en esos ámbitos ‘degenerados’ era Breitner y que este, a pesar del castigo nocturno, a la mañana siguiente funcionaba como un reloj en el campo. Otro buen ejemplo de fumador empedernido que conquistó la gloria es Di Stefano. En fin, superdotados capaces de que su vicio no diezmara sus prestaciones físicas. O las diezmara de manera apenas perceptible. Puede incluso concluirse que sus conquistas tienen todavía más mérito por ese motivo. No se trata de defender el tabaco (que, insisto, detesto) pero afearle a Jordan que se diera el capricho de degustar un habano después de inmolarse en el parquet es un exceso de, precisamente, ‘purismo’.
El de algunos llega al límite incluso de reprochárselo hasta en el presente, por aparecer fumando durante las entrevistas de The Last Dance, flanqueado además por un vaso de un líquido de color ambarino que los puritanos identifican como bourbon. Habría que preguntarles por qué no ponen el foco en la temporada en que Jordan salta a la NBA y, siendo un rookie inocente, de repente abre una puerta de una habitación de hotel y se encuentra a casi la totalidad de la plantilla poniéndose hasta arriba y él decide replegarse. Eso sí que es una decisión de un verdadero deportista que no va a dejar que tales tentaciones tóxicas le aparten de su determinación de comerse el mundo.
Luego está su afición al juego, otro agujero negro en su expediente. No hay mucho que decir. Como a Breitner, las timbas le privaban. Y gastaba fortunas. Pero, como bien explica un periodista, para Jordan gastar en una noche diez mil dólares era como gastar uno para la media de los mortales. Sólo se cuestiona su rendimiento en un partido, tras una escapada a Atlantic City, a la que fue con su padre y de la que presuntamente regresó demasiado tarde. Él aduce que su inclinación por las cartas nunca puso en riesgo el equilibrio de sus cuentas ni sus obligaciones como padre y marido. Poco que añadir para defenderle. No es una afición edificante, vale, pero, si la controlas y no afecta a tus familiares o amigos, ¿dónde está el problema?
La tercera enmienda a su aura sacrosanta (creada por la publicidad, no por él, que siempre quiso dejar claro que no pretendía ser un ejemplo) es su falta de compromiso político, ‘defecto’ por el que hasta Obama, gran fan de los Bulls, filtra su desencanto. Esa falta de activismo se plasmó de manera patente cuando permaneció al margen de la carrera del político afroamericano Harvey Gant hacia el senado de los Estados Unidos, emprendida desde Carolina del Norte, estado donde Jordan nació. Se batía con el republicano Jesse Helms, tildado de racista por sus rivales. Todos esperaban que el tótem de los Bulls tomase partido, hasta su madre. Pero él se negó a pronunciarse públicamente en su favor. Preguntado por este punto, Jordan, aparte de reconocer que el activismo no iba con él, afirma que no le apoyó porque no lo conocía. Sí, en cambio, donó una cantidad de dinero para financiar su campaña. ¿No es acaso coherente? ¿Por qué tenía que poner la mano en el fuego por alguien de quien no tenía garantías, que le podía fallar luego y dejar en evidencia aunque tuviera el mismo color de piel?
La cuarta y última mancha se extiende dentro de las paredes del vestuario. Se le acusa de ser un tirano con sus compañeros, de llevarles al límite en los entrenamientos, de exigirles sin parar y de utilizar métodos rayanos en el acoso. Acusación endeble a los ojos de cualquiera que haya formado parte de un equipo, dentro del cual la selección natural funciona como mecanismo inevitable. El mejor del grupo, si tiene una voraz mentalidad ganadora, va a tirar del resto todo lo que pueda. Y eso incluye picarles, tocarles las narices, vacilarles… No hablamos de un equipo de benjamines, donde todas esas conductas hay que controlarlas al milímetro. Hablamos de los Chicago Bulls, la franquicia a la que todos querían destronar. A su alrededor, sólo se oteaban enemigos dispuestos a derribarles.
Jordan iba a la batalla con todo y pedía a sus compañeros que adoptaran la misma actitud kamikaze. Y para eso los tentaba y, a través de humillaciones calculadas, buscaba que se revolvieran y que incluso se midieran con él. Así los curtía. El conato de pelea con Steve Kerr es el momento más significativo de estas prácticas del ‘23’. Kerr, rubio, bajito, subalterno que lanzaba sólo unas cinco veces a canasta en cada partido, admite que sufrió mucho presión a la que le sometía Jordan pero que a la larga fue muy importante para su crecimiento como profesional. Aquella estrategia le hizo mejor, y lo agradece públicamente. Después de la refriega, Jordan le llamó inmediatamente. Le había pegado un puñetazo al más bajo del equipo (este primero le había golpeado a él en el pecho) y se sentía fatal. Su relación fue de una gran complicidad tras solventar el altercado, y Kerr acabó sumando puntos en partidos (y en minutos) clave, algo que Jordan celebró particularmente. A este se le escapan las lágrimas al recordar todo aquello. Quizá porque todavía piense que pudo pasarse alguna vez de la raya pero, al mismo tiempo, siga siendo consciente de que de que no podía hacerlo de otra manera para alcanzar los títulos que todos ansiaban. El beneficio era colectivo. Todos abrillantaban el currículum si lograban el anillo.
Jordan, por otro lado, ayudó mucho a Kobe Bryant. Podría haber sentido envidia del novato que venía a ocupar su posición y hacerle vacío. Pero no. Jordan le dijo desde el principio que le llamara si necesitaba cualquier cosa. El jugador de los Lakers (emociona verle en la entrevista) confiesa que le ayudó muchísimo y que no hubiera llegado hasta donde llegó sin los consejos de Jordan, que iban desde fundamentos técnicos relativos al tiro a cómo manejarse en la jungla mediática de la NBA sin verse mangoneado.
The Last Dance no se ve, te absorbe. Es una gozada meter la nariz en la intimidad de aquella constelación de talento (las grabaciones en el interior del vestuario son impagables). Sus saltos atrás y adelante, conectando hábilmente la tensa evolución de la última temporada con los momentos culminantes de las anteriores, crea un efecto hipnótico. El suspense de las eliminatorias (los choques con los Pistons, los Nicks, los Jazz y los Pacers) es difícil que los pueda superar el mejor de los thrillers. Observar a Jordan anotando de todas las formas posibles, con esos rectificados imposibles en sus entradas a canasta y con rap de fondo, resulta electrizante. Y los cientos de testimonios vertidos terminan por dibujar un retrato muy exhaustivo de los hechos. Incluidos los del principal interesado, que para el ritual de despedida de sus compañeros escribió un poema (lo revela Kerr). Podría haber incluido perfectamente este verso del capitán nerudiano: “No soy bueno ni malo sino un hombre”. Un hombre en la calle y un Dios (negro) en la pista.