Speravo di morí prima. O sea, esperaba haber muerto antes. Es el título de la serie recién llegada a Filmin que reconstruye la agonía de Francesco Totti, el gran capitán de la Roma, al tener que dejar de hacer, por culpa de la edad, lo que más le gusta en la vida (o casi): ser un profesional del fútbol. Esa frase la llevó un aficionado romanista escrita en una sábana el día en que el ídolo se despidió del calcio. La hiperbólica declaración de amor ilustra bien el vínculo que se forjó entre Francé y los efervescentes tifosi giallorossi. Entre ellos, como prueba la mencionada pancarta, había algunos que preferían desparecer de este mundo antes que ver a Totti decir adiós al estadio Olímpico, el epicentro de sus gestas.
Es una exageración típica de las idolatrías que genera el fútbol. Pero es cierto que la que se creó en torno a Totti ha sido una de las sólidas, leales y sinceras en la historia del deporte rey. Il capitano estuvo casi tres décadas en las filas de La loba (así se conoce el club romano porque en su escudo aparece aquella que amamantó a Rómulo y Remo, los fundadores mitológicos de la ciudad). Es pues un ejemplo paradigmático de lo que ingleses llaman, con la admirable capacidad sintética de su lengua, un one club man, que es una rara avis en el fútbol actual, como hemos comprobado con otro bello proyecto de hombre de un solo equipo truncado este verano. Me refiero a Messi y su lamentable marcha del Barcelona. Fue una pena que, por una cuestión crematística, no haya acabado en la institución que apostó por él y le financió el tratamiento de hormonas cuando era ‘una pulga’. Entonces los doctores no tenían claro que fuera a echar el cuerpo suficiente para ser figura del balón. Acabar en el Nou Camp, recibiendo el calor de la hinchada, hubiera cerrado un círculo de perfecta redondez. Pero se despidió en una rueda de prensa gélida y semivacía por la Covid. Triste espectáculo.
Los hinchas romanescos se identificaban a muerte con Totti. Se veían reflejados en él. Lo percibían como un representante auténtico de su acervo local, como ocurría con los aficionados madridistas respecto a la Quinta del Buitre a mediados de los 80, cuyos integrantes salieron de tan heterogéneos lugares de la capital como Villaverde, la calle Narváez... Totti fue un chaval que se crió en el popular barrio de Porta Metronia. Hábitat que le costó muchísimo abandonar a los 24 años, cuando el proceso de beatificación se disparó. En el bloque donde vivía su presencia se hizo insostenible para el resto de vecinos. Cansinos cánticos de sus feligreses en el portal. Braguitas de aficionadas calenturientas en el buzón con el número de teléfono anotado. Robos constantes: hasta se llevaban regularmente el felpudo, considerado una reliquia por el simple hecho de haber sido pisado por sus zapatos. Pintadas ensalzándole, del tipo: “Totti, sei unico”. Es raro que un jugador profesional, con los emolumentos que suelen tener, aguante hasta esa edad en su casa de origen. Pero Totti, como Delibes en Valladolid, estaba demasiado arraigado a su entorno infantil. Fue la comunidad de vecinos la que tuvo que ‘echarle’ por las graves molestias que causaban los tifosi. Os queremos mucho pero…
El astro giallorosso, como muestra la serie, vive como un trauma el desembarco en una de esas zonas residenciales primorosas en las que se encastillan los millonarios. Mira el jardín y la piscina con extrañeza. Como preguntándose: “¿Y esto para qué?”. No saliva como un nuevo rico al rodearse de lujo. La falta de bares y espacios de socialización a mano le martiriza. Tanto como el silencio, que, en realidad, es una utopía que no se consuma nunca. El ruido del enjambre callejero de Porta Metronia es sustituido por el de las estridulantes cigarras. Il capitano, quintaesencia de la romanidad, a la altura en esto del gran Alberto Sordi, no dejará de ser nunca un chico de barrio. Sencillo, sin pretensión intelectual alguna y descarado, que vive el fútbol como una diversión, un juego que le hace feliz.
Un ragazzo di vita, que diría Pasolini. Por eso no se cortaba cuando estaba en la cancha. El gran ejemplo de esa inconsciencia juvenil lo cuenta con mucha gracia Enric González en su impagable libro Historias del calcio. Estamos en la semifinal de la Eurocopa de 2000. Tanda de penaltis contra Países Bajos, país anfitrión. Entre los azzurri cunde el pánico ante la enorme envergadura del portero rival, Van der Sar. Di Biaggio lo reconoce abiertamente: “Tengo miedo”. Totti le dice, con su romanesco cerrado: “Nun te preocupà. Mo je ne faccio er cucchiao”. O sea: “No te preocupes, que a este le hago una cuchara”. Maldini, que tarda un poco en comprender la afirmación, salta: “¿Tú estás loco?”. La alarma del lateral milanista, una autoridad en la escuadra transalpina, no le disuade. Totti se va al punto fatídico y ejecuta la genialidad: un golpeo con parábola, manso y al centro que se cuela irremisiblemente en la red mientras Van der Sar, engañado, vuela hacia su derecha. Con unpar. Italia pasó a la final, claro.
Este momento no lo recoge Un capitán. La serie se centra en las dos últimas temporadas del 10 romanista, pero realiza flashbacks constantes que condensan las vicisitudes de su peculiar carrera. Traigo la escena a colación porque ayuda a entender por qué le sume en una depresión la simple idea de dejar los terrenos de juego. Francé es un niño de cuarenta años (no en vano, su mote es Er pupone, algo así como niño grande) al que le van a quitar el juguete con el que más se disfruta. Y lo que viene después lo mira con tanta extrañeza como la piscina de su primer chalet.
Además: qué difícil tiene que ser bajarse de un trono como el suyo, ¿no? Un capitán arranca con la llegada al vestuario de La loba de Luciano Spalletti, entrenador de fuerte personalidad que se atreve a sentarle en el banquillo. A partir de ese sacrilegio emerge un antagonismo que contamina el debate público de toda la ciudad. La serie, tejida por, entre otros guionistas, Stefano Bises (Gomorra y The New Pope) se desarrolla así bajo el patrón de un western, con el duelo entre futbolista y técnico -en su día buenos amigos- como eje central de la trama.
Es muy de agradecer la ausencia del impulso hagiográfico, muy habitual en este tipo de rememoraciones en torno a un mito deportivo. Luca Ruiboli, el director, muestra ‘el cartón’ del héroe. O sea, su trastienda patética: un ser decadente, sin expectativas e ilusiones más allá de la hierba, marcado por una angustia existencial de la que no es capaz de salir a pesar de que tiene lo que desea cualquier hijo de vecino: dinero, tiempo y una familia que lo quiere y lo cuida. Cimientos sólidos para la felicidad. Totti es retratado casi como un adolescente nini, que prefiere encerrarse en su habitación a salir a pelear por el futuro.
Pietro Catellito (el hijo de Sergio, icono del cine italiano) compone bien el gesto abúlico y la mirada enfrentada al aterrorizante vacío del pospartido. En lo formal, predomina una tendencia al expresionismo sorrentiniano, con ralentización puntual de los planos para enfatizar detalles y un gusto caricaturesco en la presentación de los personajes. El humor es una constante, que, como decíamos, quiebra cualquier atisbo de grandilocuencia (bien). Para inducir la risa cuenta con ases infalibles, como el disparatado Cassano, otro pupone eterno, genio y figura que dejó anécdotas memorables en las discotecas de Madrid cuando estuvo enrolado en el club merengue. Entre 2001 y 2005, periodo en que el de Bari Vecchia se empadronó en la cittá eterna, fueron íntimos amigos. Lo pasaron en grande. Fueron Reyes de Roma. Hasta que el tiempo les desalojó del paraíso: un estadio a rebosar, 22 jugadores y un balón en medio de la disputa. Totti se lo reprochó amargamente en su alocución despedida en el Olímpico: “¡Maldito tiempo!”.
P.S. Por cierto, el número de años con el que se retiró Totti, 40, me hizo reparar en otra leyenda del fútbol italiano. Hablo de Dino Zoff, que con esa edad levantó en el Bernabéu, el año 82, la copa de nuestro Mundial. Cuán diferentes en personalidad el uno del otro. El portero friuliano fue el paradigma de jugador serio y riguroso, disciplinado al máximo y poco dado a las bromas en público. De Er Pupone ya hemos hablado. Distintas maneras de estar en la cancha. Inolvidables ambas.