Primero, una imagen para dejar clara la importancia que tuvo el fútbol en la vida (o sea, en la obra) de Osvaldo Soriano. Cementerio de La Chacarita. Buenos Aires. 1997. Entierro del escritor. Su hijo Manuel, de tan solo 6 años, se persona en la ceremonia luciendo la camiseta de San Lorenzo de Almagro. Con ella, mira el agujero en el suelo en el que reposará eternamente su padre. La transmisión de la pasión por unos colores, quedaba claro, se había completado con éxito. A pesar de la pena, el niño los porta con orgullo, en un día tan triste, cuando su padre le deja con tan solo 53 años por un cáncer de pulmón.

Esa querencia por San Lorenzo tiene una curiosa raíz española. Es uno de los detalles que podemos conocer leyendo Arqueros, ilusionistas y goleadores, volumen que Altamarea brinda a los futboleros ilustrados de nuestro país. Dice Soriano que el club azulgrana era el que más afecto concitaba entre los trasterrados de España, que era de donde venían sus progenitores. “Pero -añade- es una especulación, porque nadie me hizo de los Santos”. Su padre, de hecho, era de River y su madre pasaba del tema.

Otra explicación de esta afición a contracorriente era que, a los tres años (“esa edad que tanto preocupa a los psicoanalistas”, apostilla socarrón), San Lorenzo salió campeón. Hablamos del 46. “No sé, nunca pensé en otra camiseta”, concluye el escritor. Lo de a contracorriente lo digo por sus orígenes. Más allá de la inclinación de los inmigrantes españoles por San Lorenzo, era raro que alguien lo apoyase en provincias, ya que el club estaba radicado en el proletario barrio boanerense de Boedo. Soriano nació en Mar del Plata y luego, al compás de las mudanzas motivadas por el trabajo de su padre, inspector de la empresa de agua potable argentina (Obras Sanitarias), vivió en diversas regiones periféricas de Argentina, incluida La Patagonia.

Soriano, hacia 1981

Lo normal era estar del lado de Boca y River, los grandes de la capital que tenían una capacidad de irradación enorme por el resto del país. Dicen, de hecho, que la mitad más uno de los argentinos es de Boca, seguimiento equiparable acaso al que concurre en torno a Juve en Italia. La portada, por cierto, de Arqueros… es azul y amarilla, muy bostera (quizá hubiera sido más apropiado imprimirla en azulgrana). En las clases de los distintos colegios e institutos por lo que pasó el Gordo (apelativo cariñoso por el que se le conocía), los gustos futboleros eran, en efecto, copados por ambos equipos. Como mucho, había un alumno de Independiente y otro de otra escuadra. “En mi caso, San Lorenzo. Me comía todas las gastadas. Le pedí a mi mamá que me tejiera una bufanda azulgrana: ¡para qué te cuento!”, recordaba.

El libro tiene vocación exhaustiva en lo que respecta a los textos que Soriano escribió con el fútbol como protagonista o como trasfondo. Como dicen en Argentina, era un escritor con potrero, es decir, que se había fajado de crío en canchas precarias en pos de un balón, como millones de sus compatriotas, incluido Maradona. Y como autores como Pasolini y Camus. Este último aparece como personaje en algunos de sus relatos, en los que la experiencia balompédica personal y real deriva casi siempre en un realismo mágico desmesurado y la tragedia de perdedores sempiternos se matiza con un humor gamberro y popular.

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Lo de popular fue un marchamo que siempre acompañó a Soriano. Y no para bien. Su tendencia a bajar a territorios como, precisamente, el fútbol hizo que le regatearan el reconocimiento en los cubículos académicos, aunque, por ejemplo, Bioy Casares bendijese su última novela, La hora sin sombra (1995). Que vendiera sus novelas por cientos de miles y que sus traspasos de una editorial a otra se cuantificaran en montos semejantes a los de los jugadores de Boca y River tampoco ayudó a ser ungido en el selecto parnaso de las glorias literarias argentinas del siglo XX. Le dolía, claro, porque, por ejemplo, en lo relativo al fútbol, hay que decir que a Soriano le sirvió para retratar las esencias políticas, históricas y psicológicas de un país tan complejo como Argentina con reveladora nitidez. Un logro que colegas bendecidos ni siquiera rozaron.

Es legítimo adscribirle al influjo de Roberto Artl, marcado con el estigma despreciativo de escritor de estilo 'descuidado' hasta que Ricardo Piglia le impuso unos merecidos galones. Soriano reivindicaba a Joseph Conrad, que decía que le gustaba mucho más las cosas que se escribían a sí mimas que las que escribía él, denotando su preferencia por el instinto frente al pulcro intelecto. Cuentan sus amigos, no obstante, que el escritor que le iluminó fue Raymond Chandler: este le enseñó que, al contrario de lo que creía Gabo, se podían escribir buenas novelas con amplios pasajes dialogados.

En los textos de Arqueros…, derramados durante décadas sobre todo en prensa (desde Página/12, Le Monde o Il Manifesto italiano, que le encargó una serie de cuentos a propósito del Mundial 90), Soriano, con un poso melancólico, atraviesa la historia argentina del siglo XX, trayendo a colación las oleadas migratorias que recalaron por aquellos prósperos pagos, originadas sobre todo por los traumas bélicos europeos; el inaprensible misterio peronista (¿si rascas un poco detrás de cada argentino, encuentras un peronista?); el trauma de las Malvinas, que tuvo en el 86 un glorioso epílogo en forma de revancha firmada por un doble Pelusa, el del potrero y el del olimpo; la dictadura de los milicos, que utilizó el Mundial 78 para blanquearse ante la comunidad internacional…

Durante este régimen, por cierto, Soriano permaneció en Europa. No parece que corriera un peligro concreto pero prefirió mantenerse lejos de aquel ominoso poder, por sufrir un poco menos. Estuvo en Bruselas, donde conoció a su mujer, una enfermera. Explicaba que allí se ganaba la vida contando los patos del lago de un parque, una sinecura municipal que siempre temió perder porque nunca había alteraciones en el número, hasta que le encargó a un colega peruano que se llevara tres o cuatro de vez en cuando. Así justificaba su labor y, de paso, se daban cada cierto tiempo un festín de magret.

Evita y Juan Domingo Perón en un saque de honor

Seguramente sea una anécdota apócrifa propia de su irrefrenable impulso hacia la ficción. Desde Bruselas, o luego desde París, en cualquier caso, siempre llamaba a los viejos amigos para, aparte de comentar la situación política, preguntar por tal o cual delantero de San Lorenzo, por sus prestaciones y cualidades. Los días de partido no podía impedir tampoco telefonear a hurtadillas para estar al corriente del minuto y el resultado.

En esta compilación de textos nos topamos con un Perón libertador de pueblos en el Congo arbitrando un partido señuelo entre belgas y locales para permitir a Patrice Lumumba atacar por sorpresa a los ocupantes coloniales; al hijo del bandido Butch Cassidy ejerciendo también de trencilla en pueblos de mala muerte de la Patagonia, siempre pertrechado de su pistola para imponer el reglamento en tan rudas canchas; a un atribulado Obdulio Varela emborrachándose con la afición brasileña la noche después de haberles infligido el Maracanazo; el duelo entre dos misters, Peregrino Fernández y Orlando el Sucio, con conceptos del fútbol tan diametralmente opuestos como los de Menotti y Bilardo en su día, a los veteranos de San Lorenzo Xarau y Giannella reconstruyendo los orígenes del club de Boedo bajo el auspicio del cura Lorenzo Mazza (su nombre viene de él), a Maradona en el 86 desmitiendo al propio Soriano, que tenía sus dudas al comienzo del campeonato sobre el liderazgo del 10 albiceleste… Ahí metió la pata hasta el fondo, lo cual le sirve para autoparodiarse.

Leerle es un gusto, por la socarronería y la frescura (misma veta que trabaja otro escritor futbolero argentino: Hernán Casciari), por su falta de impostura (y de impostación), por el delirio cósmico hacia el que caminan algunas historias, por su denuncia de los tejemanejes que adulteran el espíritu deportivo, por la sensación de entrar en la médula de la argentinidad (al palo)… También, para un lector español, por la riqueza de expresiones locales argentinas acumuladas en torno al fútbol que no nos son ajenas: potrero (ya vimos), pegar al balón de chanfle, puntero, centrojás…

Es llamativo también cómo en Argentina conservan muchos vocablos ingleses originales. Es, al fin y al cabo, una deuda a los inventores de la cosa pero choca por la aversión que les tienen por allí… Abundan sobre todo para referir las posiciones de los jugadores: insider, wing, back, stopper… Algunos de estos anglicismos han sido llevados a la fonética propia: orsai, referí

Soriano, como Camus, se permite algunas reflexiones sobre el fútbol que entran en la dimensión de la moral: “La nuestra se construye entre los arcos. Nos crían en ciertos valores admirables y perversos, y podemos elegir entre ser leales a ellos o a la gente que cruzamos en el camino. El trayecto hacia el gol es una manera de conocimiento, de mirarnos y de mirar a los demás”.

Y otras que empiezan en lo prosaico y terminan en lo poético-metafísico: “Hay tres clases de futbolistas. Los que ven los espacios libres, los mismos que cualquier payaso ve desde la tribuna y los ves y te ponés contento y te sentís satisfecho cuando la pelota cae donde debe. Después están los que de pronto te hacen ver un espacio libre sin más, un espacio que vos mismo y quizá los otros podrían haber visto de haber observado atentamente. Esos te toman de sorpresa. Y luego hay aquellos que crean un nuevo espacio donde no debería haber habido ningún espacio. Esos son los profetas. Lo poetas del juego”.