David Gistau conocía bien el fondo sur del Bernabéu. En una época, además, en que era territorio comanche. Perdón, perdón: quería decir vikingo. Profusión de bombers cuajadas de parches beligerantes, Dr. Martens con sus punteras de acero desgastadas, el Ocha arreándole duro al bombo y siempre alerta por si había que imponer el orden a base de mamporros, los botes de humo, las avalanchas, los antidisturbios, los cánticos festivos y los ofensivos… Una caldera de testosterona (amén de la presencia de alguna osada fémina) y de fanatismo merengue. Idéntico, por otro lado, era el gol sur del inolvidado Calderón, solo que con el Muñeco a los mandos de la tropa.
Allí recaló en su juventud descarriada, antes de que el periodismo le abriera una vía alternativa e ilusionante a la que consagrar tiempo y esfuerzo. Y en la que derramar el talento que tenía para este oficio, al que, en sus crónicas y columnas, insufló descaro, frescura, ironía, gamberrismo, imaginería fílmica, guiños pop (Corto Maltés, Bart Simpson…) y una pertinaz intención literaria. Cambió el wild side de los estadios por las redacciones, aunque aquella experiencia se le quedó grabada a fuego en la memoria, tanto que ambientó en ella su primera novela, Ruido de fondo.
La protagoniza precisamente un ex militante de la facción más radical del madridismo trocado en exitoso periodista que se rifan las principales cabeceras de la prensa nacional. Un perfil detrás del cual era fácil adivinar las amplias hechuras del novelista, que trenzó una historia con mimbres clásicos: la lealtad entre amigos al más puro estilo Clint Eastwood, el siempre traumático tránsito de la dislocada adolescencia y primera juventud a la adocenada vida adulta y la imposibilidad trazar quirúrgicamente una raya detrás de la cual dejar un pasado conflictivo de camaradería, cogorzas y batallas campales. Gistau, de hecho, conservaba algún que otro colega de aquella época, como el que reapareció años después para saludarle en la Feria de Libro mientras firmaba ejemplares.
[Mapa del odio en Europa: las gradas más convulsas]
“Había comprado 30 libros pero iba vestido de hooligan”, dijo en la presentación de Ruido de fondo. Detalle que demuestra que no todo eran descerebrados entre los grupos de hinchas más aguerridos de España. Es un tópico que también combate la tesis doctoral de Carles Viñas, doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona. El sello Bellaterra, especializado en la edición de trabajos académicos, la acaba de publicar. Titulada Ultras. Los radicales del fútbol español, es una valiosa aportación a un ámbito bastante virgen en lo que a estudios sistemáticos y rigurosos se refiere. Priman los clichés y las habladurías, azuzados al calor de las alarmas puntuales que saltan cuando este movimiento protagoniza alguna reyerta, incidencia o agresión con víctimas. Algo que, eventualmente, no ha dejado de ocurrir en las últimas cuatro décadas, que es el lapso de vida que este fenómeno tiene en España.
El último cénit mediático lo alcanzaron cuando en 2014 dos manadas, una del Deportivo (Riazor Blues) y otra del Atlético de Madrid (Frente Atlético), chocaron en las orillas del Manzanares. El encontronazo se saldó con un seguidor blanquiazual apodado Jimmy flotando sin vida en las aguas del río. Una desgracia que ampliaba el historial sangriento imputable a las bravuconadas de los exponentes más duros de estas bandas. Los Riazor Blues, por otro lado, habían matado en 2003 a un seguidor del propio Deportivo en las inmediaciones del estadio San Lázaro de Santiago de Compostela, al intentar abortar este un ataque contra fans compostelanos.
En el expediente del Frente Atlético ya constaba otro crimen, cometido 1998 contra Aitor Zabaleta, tifoso txuri urdin caído en los aledaños del Calderón. Un integrante de Bastión, sección neonazi del Frente, fue condenado a 17 años de cárcel por el apuñalamiento mortal. Aunque las primeras muertes que pusieron el foco sobre los ultras en nuestro país se produjeron en Barcelona, una ciudad en la que sigue en alto la pugna entre Boixos Nois y Brigadas Blanquiazules, como demuestran las amenazas de los primeros contra los segundos después de que estos obligaran a los jugadores del Barça a abandonar a la carrera el estadio españolista mientras celebraban la consecución del último título liguero. En enero de 1991, unos Boixos que daban tumbos por la capital catalana toparon cerca del viejo Sarrià con brigadistas. Resultado: muerte del joven Frederic Rouquier por arma blanca. Es el hito original de la violencia ultra en España, una consecuencia desgraciada pero previsible en mitad del clima de agresividad que originó la eclosión skinhead.
Fruto de esta misma oleada fue el homicidio de Guillem Agulló, skin sharpero (antifascista, antirracista e independentista) perteneciente a una sección valenciana de los Boixos Nois. Lo asesinó -con navaja de nuevo- en marzo del 93 un ultraderechista cuando Guillem disfrutaba de una acampada con sus amigos en la localidad de Montanejos. Entre los gritos de los radicales del Valencia, Yomus, un clásico era el de “Guillem, jódete”, que también lo estamparon con sprais en las paredes de Mestalla. Carlos Marqués-Marcet (Los días que vendrán, 10.000 km) reconstruyó la salvajada (y los pormenores del juicio consiguiente) en La mort de Guillem (2020). No sin sobresaltos. Aunque habían pasado casi tres décadas, durante el rodaje sufrieron amenazas y coacciones, hasta el punto de que el actor que iba a encarnar al joven antifascista prefirió abandonar el proyecto ante la hostilidad que lo rodeaba. El miedo hizo mella. “No quiero ser otro Guillem”, le dijo al director dos semanas después de comenzados los ensayos.
Entre San Siro y Anfield
Es curioso cómo los skinheads fueron uniformando los fondos de nuestros estadios. En los caóticos orígenes de estas congregaciones juveniles los que partían la pana eran punkis y heavies. Los Nikis, de hecho, en su tema Enrique el ultrasur aluden a “las muñequeras de pinchos bien afiladas”, que era un ornato típico entre estas dos tribus urbanas. Ocurrió así en el Bernabéu y en el Camp Nou. También el Frente Atlético fue un rompeolas de todas las tribus de la ciudad durante buena parte de los 80, así como de diversos estratos sociales. Viñas saca a relucir uno de los reclamos del grupo colchonero para movilizar nuevos acólitos. Figuraba en octavillas repartidas en el coliseo rojiblanco, y decía: “¿Te gustaría vivir el colorido de San Siro y el griterío de Anfield?”.
Esos eran los modelos: hooligans ingleses (más agresivo y anárquicos) y ultras italianos (más organizados y coloristas). En ambos países ya llevaba tiempo desarrollándose el movimiento y los jóvenes aficionados españoles pudieron tomar buena nota durante el Mundial 82, al que afluyeron muchos incondicionales de los pross y de la azzurra. Los madridistas también aprendieron a base de tortas. Las que les cayeron de manos (y pies) de los vándalos del West Ham en 1980. Vinieron a apoyar a su equipo en la primera ronda de la Recopa, que ese año la jugaba el Castilla por haber sido finalista de la Copa del Rey la temporada anterior, cuando perdió la final ante el Madrid (una gesta que jamás se repetirá, visto lo visto).
Los británicos la liaron parda. Orinaban desde el primer anfiteatro sobre preferencia, conducta típicamente inglesa en las competiciones futbolísticas. Quedó de manifiesto que hacía falta una vanguardia de valientes que no permitiera humillaciones así, menos en casa. Los merengues también alucinaron la temporada siguiente cuando se desplazaron a San Siro para presenciar la eliminatoria contra el Inter y vieron el tifo (mosaico) de los Boys SAN (Squadre d’Azione Neroazzurre). De ese cruce de coyunturas nacieron los Ultras Sur, hoy erradicados de las gradas de Chamartín por orden de Florentino, tras años y años de prebendas brindadas desde diversas directivas: locales propios en el estadio, pases baratos que podían revender, financiación de desplazamientos...
Nadie sensato los echa de menos en las gradas. De últimas, tras el golpe de Estado que descabalgó a la vieja guardia, la franquicia la manejaban tipos involucrados en tramas de narcotráfico a los que el fútbol “se la sudaba” [sic]. Una deriva delictiva por la que también se han despeñado los Casuals de los Boixos Nois, metidos en negocios de drogas y prostitución, al igual que los personajes que perfilaba en Revancha Kiko Amat, que, a lo que parece, conoció de cerca la atmósfera ultra en Can Barça. De esta escalada criminal dan cuenta informa -de nuevo- informaciones muy recientes. El grupo radical barcelonés, cuyos bandazos ideológicos entre el independentismo y la defensa de la unidad de España merecen un comentario aparte, libró un pulso tremendo con Laporta, pionero en expulsar a los ultras del estadio.
En el Bernabéu ahora hay una grada de animación que es una especie de comparsa obediente y disciplinada (aborregada para muchos). Es un modelo que han intentado implantar un buen número de clubes, cuajando en algunos y en otros no. Gozan de similares privilegios de sus pendencieros predecesores: entradas económicas y financiación de sus tifos y viajes. Si faltas en algún partido insignificante, te penalizan. Seguro que están bien advertidos de que ni una broma con la simbología política estridente ni con la xenofobia, pero los ademanes ultras persisten, pues se sigue insultando virulentamente y se desprecia al contrario. Además, por este reducto bullicioso del Bernabéu todavía se deja caer el Ocha. Cuando entra en escena es jaleado por sus descafeinados epígonos, cual viejo y querido rockero.
En cualquier caso, lo de hoy es mejor que lo de entonces, sin duda. Entre algunos ideólogos de la corriente Odio Eterno al Fútbol Moderno, con sus muchas reivindicaciones justas contra la excesiva mercantilización del deporte rey, percibo, no obstante, una nostalgia condescendiente con los ultras de antaño. Es verdad que los rebaños acríticos crean una lamentable sensación de artificiosidad, como denunció Michael Robinson en su día (de la del Madrid dijo que le parecía "patética y teledirigida"). Pero es que los ultras también eran muy seguidistas de la mano que les daba de comer. Recuerden a los Ultras Sur, por ejemplo, reventando las juntas generales cuando alguien cuestionaba la gestión de Mendoza. Eran una guardia pretoriana férreamente adiestrada.
Bien es cierto que hoy el Frente Atlético sostiene un pulso con la propiedad del club que se quintaesencia en el cambio de diseño del escudo, decisión afeada desde la grada cada partido, aunque de fondo está el rechazo a ser tratados como simples consumidores que pagan y han de callar. Algo similar ocurre en el estadio de Vallecas, con los Bukaneros -emblema de la extrema izquierda en la capital- como ariete contestatario.
Me parece bien que exijan su derecho a expresarse con firmeza contra lo que les disguste. Faltaría más. Pero también ya deberían aprender que esa prerrogativa no es absoluta y que no puede ser esgrimida como coartada para el insulto, la ofensa y el odio al rival o al diferente. Es lo que debemos desterrar de los estadios de una vez por todas para poder llevar a nuestros hijos sin tener que abochornarnos y no vernos en la picota internacional por linchamientos verbales racistas como los que padecen Vinicius y otros jugadores negros en nuestra Liga desde hace décadas.
El Ocha le decía el año 2014 a Manuel Jabois en El Mundo que quería un Bernabéu sin violencia ni racismo. Que el líder histórico de la barra brava madridista, que tanta bilis ha proferido desde su megáfono, diga eso es un paso esperanzador. El problema es que tuvo que frisar la cincuentena para comprender que tales expresiones estaban fuera de lugar. Se trata de que los jóvenes que agitan los fondos hoy (menos ideologizados que antaño) no tarden tanto en llegar a la misma conclusión. Aunque el mayor acelerador de la violencia en un estadio es la política, y desde ciertos sectores de esta instancia, en nuestra España invertebrada territorialmente y propensa al guerracivilismo, con sus querellas históricas no cerradas, no se hace más que pisarlo.