Sus contribuciones a la teoría de la evolución de las especies no fueron desdeñables, pero no se puede decir que fueran los científicos más importantes de ese complejo campo, como lo fueron Ronald Fisher, Ernst Mayr o Theodosius Dobzhansky, sí, sin embargo, los más conocidos. Me refiero al paleontólogo y biólogo evolutivo Stephen Jay Gould (1941-2002) y a Richard Dawkins (1941), etólogo, zoólogo y biólogo evolutivo. Nosotros, los “del común”, los conocemos y admiramos por sus ensayos, por cómo iluminaron (Dawkins todavía lo hace) nuestro entendimiento, consolándonos ante la ignorancia o estupidez que por desgracia abunda en la humanidad. Lo hicieron de formas diferentes. Gould con un estilo literario, cercano y con frecuencia conmovedor, mostrando además una cultura tan amplia a la que pocos científicos, si es que alguno, ha llegado. Un estilo con el que seguía pautas que identificaba en el mismo objeto de sus estudios. “La belleza de la naturaleza –escribió en su libro Brontosaurus y la nalga del ministro (Crítica)– reside en el detalle; el mensaje, en la generalidad”.
Las “maneras” de Dawkins son más agresivas y carecen del refinado contexto cultural y de la finura estilística por donde transitó Gould, pero en su favor se debe señalar que es capaz de transmitir lo que quiere decir –sus “moralejas”– de forma tan directa que permite obviar el frecuente “recubrimiento” técnico de sus escritos.
Lo que separó a Gould de Dawkins no eran los ‘grandes trazos’ de la evolución sino cómo fundamentarla a un nivel más profundo
Ninguno fue modesto, pero Dawkins no se esfuerza en disimularlo: “Me atrevo a albergar la esperanza –manifestó en el segundo tomo de su autobiografía, Una luz fugaz en la oscuridad (Tusquets)– de que mis libros, comenzando por El gen egoísta en 1976, estén entre los que han cambiado el paisaje cultural, más allá del revuelo periodístico y crítico que han generado”. Por supuesto, tenía razón. De ambos se puede y debe decir que han mostrado un fuerte compromiso social, aunque también lo ejercieran de formas muy distintas. Gould cubriendo dominios más variados, de los que si tuviera que seleccionar uno me quedaría con el que trató en La falsa medida del hombre (Crítica), en el que con la implacabilidad del científico, la pasión del hombre comprometido con sus semejantes y el amor del descendiente de emigrantes, mostró las debilidades del denominado “determinismo biológico”, la idea de que la inteligencia humana puede evaluarse con mediciones (como el tamaño del cráneo) y pruebas determinadas, ideas que se habían llevado a la práctica a principios del siglo XX con, por ejemplo, emigrantes europeos que llegaban a Manhattan desconcertados y asustados, y a los que se obligaba a pasar absurdas pruebas de inteligencia; o con personas a las que se calificó de “idiotas” y en algunos casos incluso esterilizó.
El compromiso social de Dawkins, ateo militante, se ha centrado especialmente en combatir las religiones, tarea en la que se ha convertido en uno de los activistas más destacados, como se puede comprobar en libros como El espejismo de Dios, o en el más reciente La ciencia en el alma (ambos publicados por Espasa) en el que se pueden encontrar unas “Leyes de la Invulnerabilidad Divina” que subliman su pensamiento en este punto: “Lema 1: Cuando la comprensión se expande, los dioses se contraen. Pero luego se redefinen para restaurar el statuo quo. Lema 2. Cuando las cosas van bien, se le agradecerá a Dios. Cuando las cosas van mal, se le agradecerá que no vaya peor. Lema 3. La creencia en la vida después de la muerte solo se puede demostrar que es verdadera, nunca errónea. Lema 4. La furia con la que las creencias insostenibles son defendidas es inversamente proporcional a lo defendibles que son”. Asertos de los que extraía la conclusión de que Dios nunca pierde.
Ambos mostraron un fuerte compromiso social, aunque también lo ejercieran de formas distintas
Gould también abordó el tema de la religión y la ciencia. Lo hizo en su libro Ciencia versus religión. Un falso conflicto (Crítica). “No veo –escribió allí– de qué manera la ciencia y la religión pueden unificarse, o siquiera sintetizarse, bajo un plan común de explicación o análisis; pero tampoco entiendo por qué las dos empresas tendrían que experimentar ningún conflicto. La ciencia intenta documentar el carácter objetivo del mundo natural, y desarrollar teorías que coordinen y expliquen tales hechos. La religión, en cambio, opera en un reino igualmente importante, pero absolutamente distinto, de los fines, los significados y los valores humanos, temas que el dominio objetivo de la ciencia podría iluminar, pero nunca resolver”. Sorprenden estas diferencias, especialmente si tenemos en cuenta que políticamente Gould era básicamente un socialista y Dawkins un liberal. Pero ya se sabe que en política todo, o casi todo, es posible.
No ha sido este punto en el que han divergido las opiniones de Gould y Dawkins, que han llegado al terreno profesional, en lo que se refiere a los mecanismos que subyacen en la evolución de las especies, divergencias que se explican en un libro reciente: Richard Dawkins contra Stephen Jay Gould (Arpa), de Kim Sterelny. Esencialmente, lo que les separó no eran los “grandes trazos” de la evolución tal y como la expuso Darwin, sino cómo fundamentarla a un nivel más profundo. El etólogo Dawkins daba preferencia a la dinámica de los genes, como explicó en su libro más conocido, El gen egoísta (Salvat), mientras que el paleontólogo Gould se centró en lo que permiten deducir los restos fósiles. Genotipo frente a Fenotipo.
Como suele suceder cuando se dan enfrentamientos, no importa que en este caso se tratara de Ciencia –una actividad al fin y al cabo humana–, las diferencias se extendieron a los sentimientos, produciendo choques no tan civilizados como cabría imaginar en un mundo donde debe dominar lo racional. Así, por ejemplo, en el citado segundo tomo de la autobiografía de Dawkins se puede leer: “Una de las críticas más persistentes –e incordiantes– a El gen egoísta es que confunde el nivel al que actúa la selección natural. De modo característico, el error lo expresó de la manera más retórica Stephen Jay Gould, cuyo genio para malinterpretar las cosas era equiparable a la elocuencia con que lo hacía”.