¿Cómo se soporta el dolor ante pérdidas irreparables, cuando sabemos que aquello que amábamos tanto ha desaparecido, o, acaso peor, cuando vemos cómo se consume ante nuestros ojos impotentes? No estoy pensando ahora en la pérdida de seres muy queridos, esos sin los que nuestras vidas parece que se desintegran, destruidas por el dolor, arrinconadas por el desamparo. No, en lo que estoy pensando es en algo que todos hemos recibido sin realizar ningún esfuerzo y que deberíamos legar en parecidas condiciones a aquellos que vienen y vendrán después de nosotros: la naturaleza, tanto física como biológica (biodiversidad).
“El único proceso que ya está en marcha y que tardará millones de años en corregirse es la pérdida de diversidad genética y de especies perpetrada por el ser humano". Edward Wilson
Muchos de nosotros, cada vez en mayor número, tenemos una idea bastante alejada, casi abstracta, de esa riqueza natural. La conocemos por experiencias episódicas (viajes), por documentales o por lecturas, pero raras veces de manera directa. No podemos decir lo que indicó Charles Darwin en su Autobiografía (Laetoli, 2008; Nordica, 2019): “En mi diario escribí que, en medio de la grandiosidad de la selva brasileña, no es posible transmitir una idea adecuada de los altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente”.
“Muchos de nosotros” aunque, afortunadamente, no todos. Entre los escogidos, aquellos que han comprendido bien de dónde procedemos y cuál es nuestro verdadero lugar en el mundo natural, se encuentran dos hombres cuyas biografías han estado asociadas estrechamente al estudio y observación de la naturaleza: el explorador y divulgador inglés David Attenborough (1926) y el entomólogo estadounidense Edward Wilson (1929), entre cuyos muchos intereses destaca el estudio de las hormigas (mirmecología).
Además de lo mucho que han aportado al estudio y conocimiento de la geo y biodiversidad, ambos pueden expresar sentimientos parecidos a los que experimentó Darwin, como se puede apreciar en dos libros de reciente publicación, que dada sus avanzadas edades tienen algo o mucho de testamento, de legado: Una vida en nuestro planeta, subtitulado “Mi testimonio y una visión para el futuro” (Crítica, 2021), de Attenborough, y Biofilia. El amor a la naturaleza o aquello que nos hace humanos (Errata naturae, 2021), de Wilson. “En el momento en el que escribo estas líneas –se lee en el primero– tengo ya noventa y cuatro años. He disfrutado de una existencia auténticamente extraordinaria. Me ha sido concedida la suerte de dedicar mi vida a explorar los espacios abiertos y salvajes de nuestro planeta, y a realizar películas sobre las criaturas que lo habitan. Para hacerlo he viajado por todo el globo. He podido tomar personalmente el pulso del universo viviente, he contemplado su enorme variedad y sus maravillas, y he sido testigo de sus mayores espectáculos y de sus más apasionantes dramas”.
Del segundo libro entresaco, entre los numerosos ejemplos, uno referido a un enclave de la península de Huon, en Nueva Guinea: “Trescientos metros más abajo, la vegetación se abría un poco y cobraba el aspecto de la típica selva pluvial de las tierras bajas, aunque los árboles eran más densos y más pequeños, y sólo unos pocos brotaban rodeados por un círculo de raíces tabulares, delgadas como cuchillas. Era la zona que los botánicos denominan ‘bosque de media montaña’, un mundo encantado con miles de especies de aves, ranas, insectos, plantas con flores y otros organismos, muchos de los cuales no se encuentran en ningún otro lugar”.
La joya de aquel lugar era, escribe, “el ave del paraíso imperial macho (Paradisae guilielmi), tal vez el pájaro más bello del mundo”. Le entiendo perfectamente, y le envidio con todo mi corazón. Cuando en 2018 dirigí una gran exposición, Cosmos, en la Biblioteca Nacional, pude exhibir un ave del paraíso esmeralda chica (Paradisaea minor) de finales del siglo XVIII disecada, procedente del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Encerrada en una urna de cristal, aquel ejemplar captaba la atención de todos los visitantes. Ahora, al leer este canto a la vida, Biofilia, lo recuerdo conmovido. El ave que hice exponer llevaba dos siglos muerta y aun así maravillaba, ¡qué sería verla viva y en su medio natural! Wilson tenía veinticinco años cuando la contempló. Sesenta y muchos años después, cuando escribió este libro, lo recordaba perfectamente. ¿Cómo podría haberlo olvidado?
Aconsejo también leer otros dos libros de estos naturalistas. La fascinante autobiografía de Wilson, El naturalista, publicada en 1994 y que Debate tradujo poco después, y la colección de Aventuras de un joven naturalista (Ediciones del Viento, 2018) de Attenboroug, que pueden acompañar viendo la espectacular serie Life on Earth que dirigió para la BBC hace ya muchos años, pero que continúa estando disponible en DVD.
Y ahora vuelvo al principio. ¿Cómo Attenborough y Wilson pueden soportar el dolor de saber que aquello que contemplaron, amaron, estudiaron y transmitieron está desapareciendo, la inmensa tragedia del emponzoñamiento de tierras y aguas y la desaparición de especies? (Pienso también cuánto habría sufrido el gran Félix Rodríguez de la Fuente al experimentar lo mismo. La muerte temprana nunca es buena, pero a veces resulta compasiva a largo plazo). En su “visión para el futuro” Attenborough se consuela (?) ofreciéndonos una serie de consejos acerca de cómo no proseguir por el destructivo camino que estamos recorriendo, concluyendo que “Hablamos a menudo de salvar al planeta, pero lo cierto es que si hemos de hacer todas esas cosas es para salvarnos a nosotros mismos”. Wilson, sabiamente, y tal vez con menos esperanzas, señala que “El único proceso que ya está en marcha y que tardará millones de años en corregirse es la pérdida de diversidad genética y de especies a causa de la destrucción de hábitats naturales perpetrada por el ser humano. Ésta es la locura que nuestros descendientes tienen menos probabilidades de perdonarnos”.
Resulta paradójico que mientras que uno de los “temas de nuestro tiempo” es el de la manipulación de genomas –para lo cual disponemos ya de instrumentos de gran precisión, un “arma de futuro”, como es el CRISP-Cas9–, estemos, al mismo tiempo, contribuyendo a que desaparezcan cantidades ingentes de acervos genómicos. Así somos los humanos. ¿Continuaremos siendo igual? Me temo que sí, ojalá no. Ojalá estemos aprendiendo.