La compañía SpaceX, fundada en 2002 por el magnate de Silicon Valley Elon Musk, ha puesto recientemente en órbita una cápsula con cuatro civiles que apenas habían recibido entrenamiento astronáutico. La misión, Inspiration4, alcanzó una altura de 570 kilómetros y llegó a la Tierra con éxito el pasado 19 de septiembre. Se daba así una vuelta de rosca más a lo que inició el pasado 20 de julio otro empresario multimillonario, Jeff Bezos, quien consiguió ascender, acompañado por tres personas, a una altura de 96 kilómetros a bordo de un vehículo espacial construido por su propia compañía de cohetes, Blue Origin.
Al turismo tradicional se pretende añadir ahora el turismo en el espacio, ya poblado de miles de satélites de comunicación, al que se apuntan Musk y Bezos
Estas noticias han sido recibidas por medios de información de todo el mundo, en general, de manera celebratoria: un nuevo logro de, en este caso, la empresa privada, uno que abre las puertas al turismo espacial (en el horizonte, más o menos cercano, pueden estar presentes otros tipos de proyectos; acaso la minería lunar). Sin embargo, una reflexión más profunda no puede, en mi opinión, sino producir serias preocupaciones. El turismo tiene, es obvio, facetas atractivas: permite a millones de personas disfrutar y ampliar sus conocimientos geográficos, históricos, artísticos o sociales. También de la naturaleza, de la que los habitantes de las ciudades se ven crecientemente alejados. Pero todo esto también incluye otra dimensión, la económica, pues el turismo constituye un apoyo fundamental para las economías de numerosos países, especialmente de aquellos cuya capacidad de competir en el campo de las posibilidades que abre continuamente la I+D+i es limitada. Como se está comprobando fehacientemente durante la presente pandemia, uno de esos países es España cuya economía depende en buena medida de “los servicios”.
Entre las consecuencias del turismo masivo se encuentra la destrucción, o al menos, la grave modificación de entornos naturales particularmente atractivos y, algunos, productivos, que de esta manera están dejando de ser un legado para futuras generaciones. Y ahora se pretende añadir al ámbito de acción del turismo el espacio, ya poblado por miles de satélites de comunicación: de geolocalización (GPS), militares, de investigación científica u otros que cumplen funciones fundamentales para la observación de, por ejemplo, el tiempo atmosférico.
La legislación internacional promovida por la ONU sobre la utilización del espacio no incluye nada que se refiera a actividades de carácter privado, únicamente trata de acciones de los Estados. En el ‘Prefacio’ a un documento producido por la ONU en 2002 en el que se reproducen los cinco tratados internacionales multilaterales firmados hasta la fecha sobre el tema (el primero es de 1967, el último de 1979 pero que entró en vigor en 1984) se declaraba que “el espacio ultraterrestre, un medio extraordinario en muchos aspectos es, por añadidura, único en su género desde el punto de vista jurídico. Sólo recientemente las actividades humanas y la interacción internacional en el espacio ultraterrestre se han convertido en realidad y se han comenzado a formular las reglas de conducta para facilitar las relaciones internacionales en el espacio ultraterrestre”.
Basta un somero repaso de estos tratados para apreciar que las actividades de carácter privado, como el turismo espacial u otras posibles futuras, no se recogen en ellos, limitándose estos a incluir artículos generalistas del tipo: “La exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, e incumben a toda la humanidad”; también otros que responden más a la mentalidad de la Guerra Fría que a situaciones presentes. Por ejemplo: “Los Estados Partes en el Tratado se comprometen a no colocar en órbita alrededor de la Tierra ningún objeto portador de armas nucleares ni de ningún otro tipo de armas de destrucción en masa, a no emplazar tales armas en los cuerpos celestes y a no colocar tales armas en el espacio ultraterrestre en ninguna otra forma”.
El turismo espacial no tiene visos de responder a un “beneficio para toda la humanidad”, estando como está, y previsiblemente estará, al alcance de unos pocos. En realidad lo que subyace a hechos como estos viajes “espaciales”, o el que se realizó el 6 de febrero de 2018 cuando SpaceX lanzó al espacio un coche descapotable de la marca Tesla, es el poder descomunal de algunas empresas y empresarios, un poder que puede competir con muchos Estados. Aliados con la globalización, una de cuyas facetas es la dificultad de imponer regulaciones internacionales, Google, Facebook, WhatsApp o similares pueden influir poderosamente, cuando no condicionar, las agendas políticas internacionales.
El capitalismo, el liberalismo, la libre empresa, la tesis económica (una, en realidad, ideología) del crecimiento continuo –una imposibilidad física– han aportado muchos beneficios a la humanidad, pero está conduciendo a una era en la que la distribución de la riqueza y el poder político se están viendo seriamente afectados: cada vez es mayor la proporción de riqueza que está en manos de menos personas. El cambio climático que está teniendo lugar es una de las víctimas de semejantes ideologías, con la colaboración, desde luego, reconozcámoslo, de la ciudadanía. El mal ya está hecho, y las generaciones futuras, sobre todo, sufrirán las consecuencias, pero deberíamos esforzarnos por suavizar en alguna medida la destrucción en curso y preservar una climatología y un medioambiente más acorde con la existencia humana. La lógica del disfrute y la explotación que representan iniciativas de magnates como Musk y Bezos no se dirigen en esta dirección.