El 1 de julio de 1958 Isaac Asimov (Petróvichi, 1920-Nueva York, 1992) se encontraba muy nervioso. Ya era un hombre maduro y percibía la infelicidad de su primera mujer, Gertrude Blugerman, con la que compartía el humo de sus cigarrillos, y dos hijos. La Universidad de Boston dejaba de pagarle su salario, donde había trabajado como profesor en la facultad de Medicina gracias a William C. Boyd, un admirador experto en química inmunológica.
No tenía trabajo y le abrumaba la inestabilidad del oficio de escritor. Pero el profesor superdotado, el yo vanidoso, el espíritu ateo, el indomable racionalista, el introductor del misterio en la ciencia ficción, si no de la propia ciencia ficción moderna junto a “grandes” como Robert Anson Heinlein y Arthur C. Clarke, el protagonista absoluto de los premios Hugo y Nébula (Gran Maestro incluido), el columnista de la revista F&SF, el creador de las tres leyes de la robótica, el experto en Shakespeare y la Biblia, el creador de poemas humorísticos, el asesor de la serie Star Trek, el divulgador científico, el historiador, Isaac Asimov, ya había sentado las bases de su revolución con obras como Un guijarro en el cielo (1950), Yo, Robot (1950), la saga Fundación (iniciada en 1951), Las bóvedas de acero (1954) y El sol desnudo (1957), entre otras.
Claro que vendrían muchos libros después (hasta cerca de 500, incluidos los de su serie de Lucky Starr, que firmaría con el seudónimo de Paul French) y claro que no dejaría de hurgar en las entrañas del conocimiento, fuese cual fuese la disciplina, pero Asimov, descendiente de judíos rusos e hijo del naciente país de los soviets, nunca podría olvidar la tienda de caramelos de su padre y la nutrida Biblioteca de Brooklyn, su barrio neoyorquino.
'Pulps' de ciencia ficción
Aquel pequeño comercio, donde pasó largas horas pensando en el futuro de la humanidad, se convirtió en su particular Rosebud. Allí se formó dando bandazos, sin más criterio que su pasión lectora, entre los pulps de ciencia ficción y las aventuras de la Ilíada y la Odisea. “Antes del período de los pulps, existió la época de las ‘novelas de diez centavos’. Fui testigo del final de esa era. Cuando mi padre compró la primera tienda, también vendía algunos libros en rústica, viejos, polvorientos y amarillentos, cuyos protagonistas eran Nick Carter y Frank y Dick Merriwell”, señala en Yo, Asimov. Memorias, uno de sus tres libros sobre su vida publicado en 1994 (por lo tanto póstumo) que completaría a En la memoria todavía verde (1979) y En la alegría todavía sentida (1980).
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Por eso era normal que en julio de 1958 Asimov estuviese nervioso. Aquel año lo partiría en dos. Empezaba un nuevo camino, ya el definitivo, hacia un olimpo en el que nunca quiso entrar. “A medida que mi éxito en química se desvanecía mis logros literarios seguían aumentando y la propia impresión de que era extraordinario se afianzaba con más fuerza (y quizá con más lógica) que nunca”.
La saga Fundación
Arrastraba ya numerosos éxitos de ventas. Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon, no solo era su libro de cabecera, también era una de sus principales fuentes de inspiración, capaz de guiar (como después él guió con su legado cada episodio de la La guerra de las galaxias) hasta el más mínimo detalle de la saga Fundación –también Los límites de la Fundación (1982), Fundación y Tierra (1986), Preludio de la Fundación (1988) y Hacia la Fundación (1993)–.
Imparable, metódico y propulsado por editores como John Campbell y sellos como Doubleday, Asimov se dejó arrastrar por personajes como Daneel Olivaw, el detective Elijah Baley y el héroe Hari Seldon, algunos presentes también en su saga de robots –integrada por títulos como Los robots del amanecer (1983) o Robots e imperio (1985), donde funde ambas series–. “El hecho de que mis robots fueran evolucionando en cada uno de mis libros hacía más difícil evitar que no los introdujera en mi serie de la Fundación”, reconoce en Memorias.
Los 'Viudos Negros'
El impacto de su pródiga imaginación llegaría al Diccionario de Oxford, que aceptaría entre sus entradas términos como ‘positrónico’, ‘psicohistoria’ y ‘robótica’ o al bautismo de un asteroide con su nombre (5020). Pero quizá su serie menos conocida, apartada de la ciencia ficción, es la de los Viudos Negros, donde cultiva abiertamente su particular forma de entender el género policíaco: “No me agradan los relatos de misterio modernos de chicos duros, las novelas de suspense demasiado violentas o los estudios de psicopatologías criminales. Siempre prefiero los que incluyen un número limitado de sospechosos y que se resuelven por medio del razonamiento y no a tiro limpio”.
Eso justifica que en títulos como Cuentos de los viudos negros (1974), El archivo de los viudos negros (1980) y Los enigmas de los viudos negros (1990) incluyera el estilo y las exquisitas formas que su admirada Agatha Christie insufló a Hércules Poirot. Estilo (sencillo y claro) e intuiciones que ya había destilado en personajes como Golan Trevize, de la serie Fundación.
Anochecer
Uno de sus últimos éxitos (basado en un relato corto de 1941) fue, premonitoriamente, Anochecer (1990), título escrito junto a Robert Silverberg, otro imprescindible de la ciencia ficción, en el que plantea un hipotético “apagón” en el planeta Kalgash. Nightfall (título en inglés) daría nombre a la sociedad que administraría junto a Janet, su segunda mujer, unos ingresos que empezaban a ser abultados gracias a su mastodóntica obra, que al final de sus días era inconmensurable.
Los últimos años de Isaac Asimov estuvieron marcados por sus problemas de corazón (heredados de su padre). Afrontó la primera embestida en 1977 pero no fue hasta el 12 de diciembre de 1983 cuando, debido a un baipás coronario, empezaron a complicarse las cosas. En una transfusión fue infectado con el VIH, esa patología que aún no se llamaba Sida y que tan solo dos años antes la organización estadounidense de vigilancia y prevención de enfermedades (CDC) había calificado como “una forma rara de neumonía”.
“¿En qué creo yo? Puesto que soy ateo y no creo que existan Dios ni el diablo, el cielo ni el infierno, solo puedo suponer que cuando muera todo lo que habrá será una eternidad hecha de nada. Después de todo, el Universo existía quince mil millones de años antes de que yo naciera”. Palabra de Asimov.