Una fotografía con varios soldados con reconstrucciones faciales. Foto: Capitán Swing

Una fotografía con varios soldados con reconstrucciones faciales. Foto: Capitán Swing

Ciencia

'El reconstructor de caras': así nació la cirugía plástica moderna entre los alaridos de la I Guerra Mundial

Ángel Mora
Publicada

A la repetida y cicerónica frase "la cara es el espejo del alma" se puede responder con incontables objeciones. La vileza puede venir de un rostro simétrico, una mirada verdosa o unos mofletes sonrosados, como también de una nariz quebrada, un cutis picado o una sonrisa mellada pueden nacer los gestos de bondad más entrañables. Aun así, es indudable que en la conjunción de todas aquellas características faciales radica nuestra identidad más elemental, la raíz más profunda de nuestro ser. Hay quien diría que somos nuestras acciones, pero también, y sobre todo, somos fundamentalmente nuestra cara.

Portada  de la edición española de 'El reconstructor de caras'. Ilustración: Fernando de Vicente

Portada de la edición española de 'El reconstructor de caras'. Ilustración: Fernando de Vicente

¿Y qué sucedería si, de pronto, nuestra cara saltara por los aires, aniquilando nuestra identidad pero aún así, por algún chiste de mal gusto, manteniéndonos vivos? Durante la Primera Guerra Mundial, miles de muchachos languidecían con el rostro y la identidad destruidos en tierra de nadie, aquel barrizal ensangrentado que separaba las trincheras de los ejércitos enfrentados. En el hospital de campaña, miraban con envidia a sus compañeros con piernas y brazos mutilados, pero de rostro intacto: ellos —pensaban— continuarían, al menos, siendo quienes eran. 

Lindsay Fitzharris (Estados Unidos, 1982) es, además de presentadora de televisión y escritora, historiadora médica. En su último ensayo, El reconstructor de carasque publica en España el próximo 4 de noviembre con la editorial Capitán Swing, hace un recorrido por aquellos cuatro años de devastación poniendo el foco en la atención sanitaria que recibían aquellos hombres con heridas faciales.

Para ello, Fitzharris centra su mirada en Harold Gillies, un cirujano neozelandés que antes del conflicto se ganaba la vida en una clínica privada en Londres. Como hicieran muchos, una vez estalló la guerra, se trasladó a territorio francés para ofrecer sus servicios en la que fuera la primera contienda mecanizada de la historia.

La guerra mecanizada

Casi como una cadena de producción fordiana, aquella guerra se encargó de recibir cantidades ingentes de jóvenes a modo de materia prima que pronto transformaba en criaturas hechas jirones con una rapidez y eficacia pasmosa. Cada vez que sonaba el silbato de un oficial, decenas de miles de muchachos salían de su trinchera y eran sometidos a los efectos de una maquinaria destructiva nunca vista antes. Muy pronto, los hospitales militares quedaban colapsados por hombres abrasados, con las vísceras a plena vista, sin brazos, sin piernas, o, incluso, sin rostros. 

Las formas que tenía la industria militar para triturar a un hombre eran, además, de lo más variadas y funestamente imaginativas. Un soldado podía quedar achicharrado por la cordita —un explosivo utilizado para propulsar obuses—, sufrir de abrasión en los pulmones por el cloro que se arrojaba a las trincheras, tener el mentón destrozado por una bala explosiva o quedar destripado por la gracia de un bayonetazo. Todo ello se traducía en la necesidad de que los cirujanos buscaran soluciones urgentes a cada uno de los tipos de herida, que requerían una asistencia concreta y personalizada. 

Durante su año en Francia, Gillies se encontró con un repertorio de casos desgarradores con diagnósticos como no había visto nunca. La ingeniería bélica avanzaba a pasos agigantados, a un ritmo que las ciencias médicas eran incapaces de seguir.

Su única esperanza era recurrir a la imaginación para encontrar soluciones con las que subsanar la devastación que la guerra provocaba en el cuerpo de los hombres como si de una picadora de carne se tratase. Pronto el cirujano se comenzó a interesar por las víctimas de catastróficas heridas faciales. Devolverles el rostro que habían perdido era, en buena medida, restaurar algo que se había apagado en el interior de los soldados. 

Fue en su primer año de guerra en Francia donde Gillies encontró a una serie de profesionales sanitarios que comenzaban a desarrollar técnicas revolucionarias para restaurar la estructura facial de sus pacientes. No solo cirujanos, también dentistas demostraban tener un papel importante a la hora de reconstruir el rostro de los soldados. El problema, sin embargo, es que cada uno de ellos actuaba de manera aislada, sin contar con la asistencia de otros expertos en campos de la salud relacionados que les podrían proporcionar una asistencia fundamental. 

Harold Gillies (segundo por la izquierda) en quirófano. Foto: Capitán Swing

Harold Gillies (segundo por la izquierda) en quirófano. Foto: Capitán Swing

Al darse cuenta de los progresos de estos hombres, pero también de las carencias de su método y las mejoras que él podría añadir, se marchó de vuelta a Inglaterra. Allí, pronto movió una serie de hilos que le permitieron crear el Cambridge Military Hospital de Aldershot, una ciudad a 60 kilómetros de Londres. En aquel lugar, Gillies daría los primeros pasos —pasos de gigante, por otro lado— en el desarrollo de la cirugía plástica moderna. 

La modernización de la cirugía plástica

La primera innovación que introdujo Gillies y que él consideraba esencial fue en la composición de su equipo. Así como los profesionales que había conocido llevaban a cabo su trabajo de manera individualista, él abordó el tratamiento del paciente desde una perspectiva multidisciplinar. Otorrinolaringólogos, cirujanos, odontólogos, escultores y dibujantes trabajaban codo con codo en aquel hospital para tratar de regalarles a sus devastados pacientes un segundo rostro que les hiciera olvidar, al menos durante un momento, que una vez perdieron el primero. 

Otro cambio fundamental fue el de la filosofía misma de su trabajo. Hasta el momento, los cirujanos maxilofaciales habían tenido como objetivo principal lograr recuperar un aspecto mínimamente normal para que el soldado se pudiera desenvolver en sociedad sin provocar la repudia de un pueblo que le debía mucho. Gillies, sin embargo, se centró principalmente en la funcionalidad de los órganos de la cara

"Cuando se planifica una restauración -escribía Gillies-, lo primero que se ha de tener en cuenta es la función, y es una suerte que los mejores resultados estéticos solo se obtengan, por regla general, cuando aquella se ha restablecido". De esta forma, el cirujano aunaba funcionalidad y estética. 

Pero hay un cambio más que fue determinante para el desarrollo posterior de la cirugía plástica moderna. Como prolegómeno a su trabajo reconstructivo, Gillies se solía acercar a la camilla donde estaba su nuevo paciente con un catálogo bajo el brazo. Entonces, comenzaba a pasar las páginas ante el sorprendido soldado, que veía ante él un despliegue de fotografías de narices, ojos, labios y rostros de todo tipo. "¿Qué aspecto desearía tener usted?", le preguntaba el cirujano. 

Con esta pregunta, Gillies incidía en el efecto sanador en el ánimo y en la autoestima que supone un cambio en el aspecto según la voluntad del paciente. Aquellos hombres estaban destruidos a niveles esenciales, no solo en cuerpo sino también en alma. De pronto, su cirujano y salvador se acercaba a ellos y les devolvía las riendas de sus vidas. Por primera vez, y tras haber sido sometidos a la crueldad de una guerra que no les incumbía, podían decidir qué iba a suceder con sus cuerpos.