Image: Científicas (1): una cuestión de educación

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Científicas (1): una cuestión de educación

1 abril, 2016 02:00

Laboratorios Mabxience. Foto: Sergio Enríquez-Nistal

Sánchez Ron arranca una serie de artículos sobre la ciencia y la mujer. El catedrático y académico aborda un tema sensible como es su acceso a los laboratorios desde una perspectiva actual e histórica. Para ello parte del libro Cerebro de varón y cerebro de mujer, de Doreen Kimura.

Nuestra especie está compuesta por dos sexos, repartidos numéricamente más o menos de forma equilibrada. En principio, parecería que no es necesario señalar algo que todos sabemos, pero sucede que cuando se trata de ciencia, de su historia y aún, ¡ay!, de su presente, el anterior equilibrio se rompe: históricamente, la ciencia no ha sido un hogar demasiado acogedor para las mujeres. Y como esta serie mía trata de ciencia, qué más natural que dar cabida a las científicas.

Pretendo dedicar algunos de mis artículos a científicas que, por motivos diversos, merecen ser recordadas, pero en este primero quiero abordar algunas cuestiones de carácter más general. Hace tiempo leí un artículo titulado Cerebro de varón y cerebro de mujer, de Doreen Kimura, en el que se afirmaba que "por término medio, los hombres realizan mejor que las mujeres determinadas tareas espaciales. Son mejores que ellas en las pruebas de razonamiento matemático", mientras que "las mujeres tienden a superar a los hombres en velocidad perceptiva, cuando se trata de identificar rápidamente objetos emparejados. Poseen una mayor fluidez verbal. Les ganan también en cálculo aritmético y en recordar los detalles singulares de una ruta. Además, son más rápidas en ciertas tareas manuales de precisión".

No creo lo que se decía allí - conozco muchos casos que lo contradicen-, pero supongamos que semejantes caracterizaciones fuesen ciertas, ¿nos sirven de algo para entender la disposición de hombres y mujeres con respecto a la actividad científica? No. En primer lugar, porque sabemos que los procesos de construcción, de creatividad científica no responden a un solo patrón. Y si entramos en detalles y consideramos, por ejemplo, el que una mejor capacidad de percepción espacial puede ayudar en algunos campos científicos, esto puede aplicarse a ciertas disciplinas (como algunas ramas de la materia condensada, campo, por cierto, en el que no faltan las mujeres), pero no en muchas más. Cuando repaso la historia de la ciencia, y el hecho de que durante la mayor parte de ella prácticamente ninguna mujer figura en la lista de los "grandes de la ciencia" (en otro artículo trataré este punto), no veo en semejante carencia diferencias biológicas, sino la marginación que hasta no demasiado (finales del siglo XIX y comienzos del XX) padecieron las mujeres en lo que se refiere al acceso a la educación superior. En uno de mis libros, El poder de la ciencia, estudié semejante marginación, de la que ahora ofreceré simplemente algún ejemplo.

En Inglaterra, verbigracia, la patria de Harvey, Newton, Faraday, Darwin, Maxwell, Dirac y muchos otros, hasta mediados del siglo XIX no comenzó a considerarse seriamente la cuestión del acceso de las mujeres a la educación secundaria, no ya universitaria. Fue entonces cuando se fundaron Queen's College (1848), Ladies' College de Belford Square (1849) o North London Collegiate School (1850), dedicados a la educación secundaria de las mujeres. El camino hacia la admisión plena en la Universidad fue más largo y complicado. A pesar de que uno de los puntos de la Carta de la Universidad de Londres era conceder títulos de "todas las clases y denominaciones, sin ningún tipo de distinción", las mujeres encontraron serios problemas para obtenerlos. En mayo de 1856, el Registrar de la universidad recibía la siguiente carta, firmada por Jessie Meriton White: "Señor, ¿puede una mujer llegar a ser candidata para un Diploma en Medicina si, al presentarse al examen, aporta todos los requisitos de carácter, capacidad y estudio certificados por una de las Instituciones reconocidas por la Universidad de Londres?". Cuando llegó la respuesta fue para informarla que no se consideraba capacitadas a las mujeres como para ser admitidas a candidatas de los títulos que otorgaban. No tuvo, pues, Jessie White la fortuna de abrir un nuevo capítulo en la historia de la universidad londinense, pero no hay duda de que debía de ser una mujer de carácter: se casó con un conde italiano, y llegó a ser famosa como Madame Mario durante la revolución italiana; fue la líder de un grupo de mujeres que actuaron de enfermeras en los hospitales de Nápoles. Hubo que esperar a 1878, para que el University College de Londres se convirtiera en el primer centro universitario co-educacional de la nación, aunque en realidad no de manera completa, ya que su Facultad de Medicina se resistió a admitir mujeres hasta 1917.

¿Y que pasó en las dos más famosas universidades inglesas, Oxford y Cambridge? Allí fue mucho peor: en Oxford, las mujeres fueron admitidas como alumnas ordinarias en 1920, y en Cambridge, en 1921, se llegó a un compromiso decidiendo el Consejo de la Universidad que las mujeres podían obtener títulos, con la condición que el alumnado de sus dos colleges femeninos, Newnham y Girton, no sobrepasase, sin un permiso especial del Senado, la cifra de 500.

Si miramos a Francia encontramos que durante la segunda mitad del siglo XIX, la situación legal de la mujer era bastante buena. En principio no estaban excluidas ni de la educación superior ni de las profesiones, con la excepción de la abogacía, que les estuvo vetada hasta 1899. Ahora bien, en la práctica sí que existían problemas; era difícil que fuesen admitidas en la universidad, ya que hasta 1905 las escuelas estatales femeninas no preparaban para la obtención del baccalauréat, requisito imprescindible para entrar en la universidad. Hasta aquel año la forma para acceder a una carrera universitaria era obtener un permiso especial del Ministerio de Instrucción Pública. La primera autorización fue para que estudiasen Medicina. En 1901 el número de estudiantes femeninas en las universidades francesas era de 900, lo que equivalía a un porcentaje del tres por ciento sobre el total de alumnado.

En España, en lo que se refiere a estudios universitarios, la situación fue un tanto curiosa ya que, ante la ausencia de mujeres en las aulas universitarias y el que parecía que éstas no tenían ninguna intención de adentrarse en ellas, la legislación no contemplaba la posibilidad o la prohibición de admisión. Fue en 1888, cuando ya 10 mujeres habían cursado estudios universitarios, que se estableció para las mujeres la obligatoriedad de pedir un permiso especial para poder matricularse oficialmente. Y el que pudiesen matricularse por libre en la enseñanza universitaria oficial, sin previa consulta a la autoridad, no fue posible hasta 1910. La excepcional incorporación a las aulas universitarias de algunas mujeres antes de concluir el siglo XIX (un total de 15 entre los años 1880-1890; siete en Medicina y Cirugía, tres en Ciencias, tres en Filosofía y Letras y dos en Farmacia) no significó su ejercicio profesional, salvo en aquellas especialidades consideradas socialmente más "adecuadas" (Medicina femenina e infantil, Farmacia), menos aún su incorporación a la investigación. Recordemos que la primera catedrática universitaria en España fue (en 1916) la escritora Emilia Pardo Bazán, y que lo fue con el voto en contra del claustro de la Universidad Central de Madrid.

En La falsa medida del hombre, Stephen Jay Gould escribió unas frases que se pueden aplicar perfectamente a las marginaciones con que se han encontrado históricamente las mujeres: "Pasamos una sola vez por este mundo. Pocas tragedias pueden ser más vastas que la atrofia de la vida; pocas injusticias más profundas que la de negar una oportunidad de competir, o incluso esperar, mediante la imposición de un límite externo, que se intenta hacer pasar por interno".