De la tecnología útil al clima sostenible
Vista de satélite del huracán Matthew
Sánchez Ron analiza los Premios Princesa de Asturias relacionados con el ámbito científico, el de Investigación, concedido al biofísico Hugh Herr, y el de Cooperación Internacional, que ha recaído en la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y en el Acuerdo de París.
El de Investigación Científica se ha adjudicado a Hugh Herr, del Massachusetts Institute of Technology (MIT), un científico especializado en biónica, disciplina que se ocupa del "desarrollo de órganos artificiales que recuerdan el funcionamiento natural por medios electromecánicos" y, recíprocamente, de la "aplicación del estudio de los fenómenos biológicos a la técnica de los sistemas electrónicos y mecánicos". Ejemplo magnífico del valor de la interdisciplinariedad, Herr ha combinado diversas ciencias y tecnologías para mejorar la condición de personas discapacitadas (él mismo lo es: como consecuencia de una escalada, sufrió la amputación de sus dos piernas por debajo de la rodilla). Entre sus logros se encuentra el haber desarrollado prótesis -por ejemplo, exoesqueletos- que simulan los movimientos naturales del cuerpo humano.
Con relación a este tipo de trabajos, es justo recordar a otro gran científico, pionero en varias disciplinas aunque considerado sobre todo un matemático, que, al igual que Herr, trabajó en el MIT: Norbert Wiener (1894-1964). En 1948, Wiener, sobre cuya biografía habría mucho que decir (fue un "niño prodigio"), publicó un libro de esos que no se olvidan porque abren nuevos campos del conocimiento: Cybernetics or Control and Communication in the Animal and the Machine (Cibernética o el control y comunicación en animales y máquinas). En realidad, esta obra -en la que apareció por primera vez el término ‘cibernética', la "ciencia que estudia las analogías entre los sistemas de control y comunicación de los seres vivos y los de las máquinas"- es deudora de la colaboración de Wiener con otro científico que por entonces también trabajaba en el MIT, el neurofisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth (1900-1970), quien previamente había colaborado con el gran fisiólogo estadounidense Walter Cannon (1871-1945) en el estudio de los fenómenos químicos que tienen lugar en la sinapsis (proceso de comunicación entre las neuronas). Dice mucho de Rosenblueth el que estudiase los organismos vivos desde el punto de vista de los servomecanismos (sistemas formados por elementos mecánicos y electrónicos que se regulan a sí mismos teniendo en cuenta el estado del medio en el que se encuentran), y que considerase, asimismo, a éstos desde la perspectiva del fisiólogo.
La ciencia no tiene por qué ser humanitaria, lo que debe ser es correcta, describir y someter a leyes los fenómenos que tienen lugar en la naturaleza. Otra cosa es la tecnología, que debería ser, por encima de cualquier otra consideración, útil, entendiendo por esto, beneficiosa para la humanidad, incluyendo las minorías más necesitadas (tal fue el ideal, el sueño de los buenos ilustrados del siglo XVIII). Ahora bien, sabemos perfectamente que no siempre la tecnología cumple tal fin, aunque la culpa no sea o haya sido suya. ¿Qué culpa puede tener un instrumento, un aparato, una técnica? Un cuchillo nos ayuda a alimentarnos, pero sirve también para matar. Si hay algo nocivo en la ciencia o en la tecnología, la responsabilidad reside en la mano del que empuña el cuchillo para matar, en los que ordenan y diseñan artefactos dañinos, como puede ser una bomba de neutrones, o en los que ponen la biología al servicio de la eugenesia. Por todo eso nos debemos alegrar cuando se premia a investigadores que ponen lo mejor de la ciencia y la tecnología al servicio de las personas, como en el caso de Hugh Herr.
El problema, que lo es y muy grave, del cambio climático, ha sido el protagonista del Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional, concedido a la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y el Acuerdo de París alcanzado en diciembre de 2015. Como es bien sabido, el cambio climático es consecuencia del tremendo aumento que, desde hace más un siglo, han experimentado las emisiones producidas por mecanismos inventados por los humanos -los gases de efecto invernadero, en particular de dióxido de carbono proveniente de la utilización de combustibles fósiles-, con la subsiguiente subida de temperatura media en nuestro planeta. Ya me referí con anterioridad en estas páginas al cambio climático. Expliqué entonces que las causas de este fenómeno, una significativa parte de la ciencia que subyace en él, es conocida desde, al menos, los trabajos que Guy Callendar publicó entre 1938 y 1961 -antes, por consiguiente, de que el fenómeno alcanzase las proporciones actuales- en los que señalaba la influencia antropocéntrica en la cantidad de dióxido de carbono en la atmosfera y sus posibles consecuencias. No obstante, y a pesar de que este año, en este aspecto no de gracia sino de desgracia, ha sido el más cálido desde que se dispone de registros mundiales de temperaturas, todavía hay quienes niegan que sea un fenómeno real, argumentando que se trata de una de las muchas variaciones naturales que, desde siempre, ha experimentado el clima de la Tierra. El que se argumente esto, muestra los límites de la "razón científica".
A pesar de que la ciencia es, de lejos, el mejor instrumento de que disponemos para evaluar cualquier situación, los razonamientos científicos no son suficientes para imponer comportamientos. Se necesitan decisiones políticas, y éstas tardan en llegar, especialmente cuando están implicados intereses específicos, tanto nacionales como particulares. Por eso, cuando esas decisiones políticas llegan es obligado darles el mayor reconocimiento posible, con la esperanza, entre otros motivos, de que de esta manera, tal vez en el futuro, en situaciones de parecida gravedad, no se demore tanto el tomarlas. Esto es lo que ha hecho el jurado del Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional, destacando la importancia del Acuerdo internacional (lo firmaron 195 países) alcanzado en París, en el que se sentaron las bases "para lograr un modelo de desarrollo universal que reduzca gradualmente las emisiones contaminantes, como proyecto de futuro para ayudar a todos los países a avanzar juntos hacia un modelo más limpio y sostenible".