Image: Las plantas o el lenguaje de la Tierra

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Las plantas o el lenguaje de la Tierra

28 abril, 2017 02:00

Sánchez Ron toma como base el libro La memoria secreta de las hojas, de la estadounidense Hope Jahren, para reflexionar sobre la situación del hombre ante la naturaleza. El volumen, a juicio del físico y académico, es de esos que "a uno le gustaría que no terminasen nunca".

"Nuestro mundo se está desmoronando en silencio. La civilización humana ha reducido las plantas -una forma de vida de 400 millones de años- a tres cosas: alimento, medicina y madera. En nuestra implacable y cada vez más intensa obsesión por obtener más volumen, potencia y variedad de esas tres cosas, hemos devastado los sistemas ecológicos vegetales hasta un extremo que millones de años de desastres naturales no pudieron alcanzar. Las carreteras se han multiplicado como un hongo desenfrenado, y los interminables kilómetros de cunetas que las flanquean sirven de apresurada tumba a tal vez millones de especies de plantas extinguidas en nombre del progreso". La autora de estas tan acertadas como escalofriantes palabras sabe bien de lo que habla. Es Hope Jahren (Austin, Minnesota, 1969), una geobióloga estadounidense internacionalmente reconocida, que acaba de publicar uno de esos raros libros que, cuando los estamos leyendo, quisiéramos que no terminasen nunca: La memoria secreta de las hojas (Paidós), aunque yo echo de menos el título inglés, Lab Girl (Chica de laboratorio), que, lo admito, no suena demasiado bien en castellano. Y si lo echo de menos es porque la historia que narra Jahren es una de amor a las plantas, sí, pero un amor que tiene dos puntos de referencia: el estudio directo de la naturaleza, y el análisis en el laboratorio de los datos tomados en ella. Al igual que para tantos científicos, el laboratorio es su casa, para algunos acaso más querida que aquella en la que duermen.

¿Por qué digo que este libro es uno de esos que -yo al menos- querría que no acabasen nunca? Pues porque es difícil encontrar un texto con la frescura y espontaneidad de este. Un libro en el que la autora no desdeña el lenguaje más coloquial, digamos, más vulgar, a la hora de reconstruir diálogos (ejemplo: "¿Has empapado los putos palos de polo en lejía?"), pero que combina sabiamente con otro que revela su sensibilidad y habilidades literarias: "Puede que sea cierto que quienes siembran con lágrimas cosecharán con alegría".

Si yo desearía que este libro no acabase nunca, es porque reconozco que es único, que muy probablemente su autora nunca escriba otro como este. Porque las vidas son únicas, y lo que cuenta Jahren es su vida, la vida de una científica dedicada en cuerpo y alma al estudio de las plantas. Por mis manos y ojos pasan muchos libros de ciencia, publicados o por publicar, y hace tiempo que he detectado en gran número de ellos el ansia que sienten sus autores-científicos por contar sus vidas, por intercalar en las historias que narran detalles que les permitan adquirir algún protagonismo. El problema es que las más de las veces esos detalles no son sino anécdotas sin ninguna relevancia, pastiches carentes de gracia en historias que no los necesitan. Son científicos, sí, les gusta su profesión, seguramente son competentes, pero yo me los imagino igual siendo, por ejemplo, ejecutivos o meros empleados de alguna empresa, programadores o vendedores de seguros, profesiones, no hay que decirlo, tan dignas como cualquier otra. Hope Jahren no pertenece a esa clase de científicos, entre otras razones porque uno siente que la historia que cuenta, la historia de las plantas, es parte íntima de ella misma, que si no hiciese lo que hace no sería ella, que es tanto como decir que no le merecería vivir la vida. ¡Y hay tanto que saber acerca de las plantas, de su presente, de su pasado y de su incierto futuro!

La historia de nuestro planeta, y por consiguiente de nosotros, de nuestra especie, de mucha de la vida que existe o ha existido en la Tierra, así como de la propia configuración de ésta, se halla íntimamente ligada a la presencia de las plantas, que no siempre estuvieron ahí. Su aparición constituye, como el ADN, uno de los grandes inventos espontáneos de la química. Al igual que las primeras formas de vida "animal", las plantas aparecieron primero en los océanos, la cuna de la vida, como atestigua la abundancia -¿por cuánto tiempo?- de algas marinas. Pero hace unos 450 millones de años, traspasaron aquella frontera y comenzaron a poblar lo que entonces era una yerma corteza terrestre. "Una vez que la primera planta se las arregló para abrirse paso hasta la tierra", escribe Jahren, "bastaron unos pocos millones de años para que todos los continentes se volvieran verdes, al principio únicamente con humedales y luego ya con bosques". La especie bendita que somos para muchas cosas, pero maldita para otras, se está esforzando desde hace tiempo en destruir, como señala Jahren, esta herencia. Por muy diversas razones, cada vez es mayor el número de personas que habitan en grandes urbes, auténticas junglas de hormigón, alquitrán, vidrio y acero. Al mismo tiempo que aniquilamos, o consentimos que desaparezca semejante herencia, que, por ejemplo, llenamos de inmundicias los alcorques de nuestros pobres árboles urbanos, nos apresuramos, siempre que podemos, como hormigas que van al hormiguero, a pasar algunas horas en parques de los que nos enorgullecemos, sin aparentemente darnos cuenta del gran engaño que representan; lugares como el Hyde Park londinense, el Retiro madrileño, el Tiergarten berlinés, el Central Park neoyorquino o el Chapultepec mexicano.

En realidad, La memoria secreta de las hojas es un llamamiento a ese pasado atávico que debe estar incrustado en algún lugar de nuestro genoma y que nos hace sentir algo especial cuando vemos y olemos esa naturaleza verde. Seguramente se debe a esta misma razón el éxito, improbable en principio, de otro libro publicado recientemente, El libro de la madera (Alfaguara), del periodista y escritor noruego Lars Mytting, una obra que trata de cosas que uno pensaría interesan a unos pocos: de cómo cortar árboles, de los diferentes tipos de hachas para hacerlo, de cuál es la mejor manera de apilar los bloques que se obtienen, de la leña que no se seca nunca, de estufas y de mil cosas semejantes más. Resulta, sin embargo, que sí interesan, manifestación evidente de cuánto anhelamos otro tipo de vida. Terminaré como empecé, citando otro pasaje del libro de Jahren, que bien se puede tomar como una hermosa declaración de principios de lo que es, o pienso que debería ser, la profesión científica: "Como científica soy solo una hormiga, insuficiente y anónima, pero soy más fuerte de lo que aparento y formo parte de algo mucho más grande que yo. Juntos estamos construyendo algo que llenará de admiración a los nietos de nuestros nietos, y para construirlo consultamos a diario las instrucciones que nos dejaron los abuelos de nuestros abuelos. Como parte diminuta y viva del colectivo científico, he pasado innumerables noches sentada en la oscuridad, observando a la luz de las velas un mundo extraño con un corazón doliente. Como cualquiera que alberga valiosos secretos forjados a base de años de investigación, he anhelado poder compartirlos con alguien".