Saturno "visto" por la nave Cassini. Foto: Nasa

Cada vez es mayor el número de personas que viven en ciudades, muchas de ellas megalópolis que crecen sin cesar: la población de Cantón (China) es de 45 millones, le sigue Tokio con 37 millones, en Delhi viven 25, 20 en Ciudad de México, el mismo número que en Nueva York, casi 19 en El Cairo, cerca de 12 en Río de Janeiro y un poco menos, rondando los 11 millones, por arriba o por abajo, en Kinsasa y París. Aproximadamente, la mitad de la población mundial vive en urbes de este tipo, y se estima que en dos décadas la proporción habrá subido al 60 por 100.



Una de las características de las grandes ciudades es que desde ellas, cuando se mira al cielo, y debido tanto a la contaminación atmosférica como a la lumínica, prácticamente los únicos cuerpos celestes que se pueden ver son el Sol y la Luna. Una de las ocasiones que tienen muchas personas de escapar de estas cárceles de hormigón, hierro, cristal y asfalto es cuando llega el verano. Los residentes en el hemisferio Norte pueden ver entonces un estremecedor espectáculo: la franja lechosa de la Vía Láctea, la constelación de la Osa Mayor y millares y millares de puntos luminosos, algunos de ellos planetas de nuestro Sistema Solar, que, como la Luna, brillan al recibir la luz del Sol. Uno de esos planetas es Saturno, el segundo en tamaño después de Júpiter: mientras que el diámetro de éste es de 143.000 kilómetros, el de Saturno es de 120.000 (el de la Tierra es de 12.752 kilómetros). Es fácil reconocer la imagen de Saturno, por los anillos que lo rodean.



Galileo fue el primero que observó esta estructura un 25 de julio de 1610, al dirigir su telescopio hacia el que entonces era el último de los planetas conocidos, descubriendo que tenía una extraña apariencia. Lo que ahora sabemos que es un sistema de anillos, él lo interpretó como si fuesen tres estrellas. Anunció su descubrimiento en una carta que envió a Kepler, pero dio la noticia mediante el siguiente anagrama: SMAISMRMILMEPOETALEUMIBUNENUGTTAUIRAS, que significaba ALTISSIMUN PLANETAM TERGEMINUM OBSERVAVI; esto es: “He observado que el más distante de los planetas tiene una forma triple”. Kepler, por cierto, encontró otra combinación de palabras que significaba: “Saludos, dos compañeros, hijos de Marte”, un error que dio origen a la creencia de que Marte tenía dos satélites, suposición que Jonathan Swift incluyó en sus Viajes de Gulliver (1726). En la parte dedicada a la estancia de Gulliver en Laputa, la “isla volante o flotante” habitada por la “gente más torpe y desmañada” que había visto nunca, “lerda y titubeante para entender otras materias que no sean las matemáticas y la música”, explicaba: “Han descubierto dos astros menores o ‘satélites' que giran en torno a Marte”. Curiosamente, en 1877 el astrónomo estadounidense Asaph Hall descubrió que, efectivamente, Marte tiene dos lunas, Deimos y Phobos. Pero volvamos a Saturno.



Hubo que esperar casi medio siglo, hasta 1655, para que Christiaan Huygens descubriese la primera de las lunas de Saturno, explicando al mismo tiempo la extraña y variable forma de este planeta proponiendo que era debida a que lo rodeaba un anillo plano. Para Huygens, tal anillo era una estructura sólida, sin fisuras, hipótesis que comenzó a resquebrajarse cuando el italo-francés Giovanni Dominico Cassini observó en 1675 una línea oscura que lo dividía en dos anillos concéntricos, descubriendo, asimismo, cuatro satélites que giraban alrededor de Saturno. Un avance importante en el problema de la naturaleza de los anillos de Saturno llegó bastante más tarde, por obra del gran James Clerk Maxwell. En lo que realmente fue su primer trabajo científico (1856), Maxwell concluyó que “el único sistema de anillos que puede existir es uno compuesto por un número infinito de partículas separadas, que giran en torno al planeta con velocidades diferentes según sus respectivas distancias. Estas partículas pueden distribuirse en una serie de estrechos anillos o pueden moverse entre sí de manera irregular”. O lo que es lo mismo, sostenía que el disco de Saturno era sólido, pero no continuo.



La ciencia teórica es muy poderosa, pero, en particular el estudio del Universo, necesita vitalmente de la observación, que sólo puede llegar de la mano de la tecnología. En el caso que me ocupa aquí, hay que recordar la misión desarrollada por las naves espaciales Voyager 1 y Voyager 2, lanzadas por la NASA hace 40 años, en agosto y septiembre de 1977. De ellas, el inolvidable Carl Sagan escribió (Un punto azul pálido): “Antes de su lanzamiento, éramos casi completamente ignorantes en lo que se refiere a la mayor parte de la porción planetaria del Sistema Solar. En los doce años siguientes ellas nos proporcionaron la primera información detallada y fiable acerca de muchos mundos nuevos; algunos solamente se conocían hasta entonces en forma de discos borrosos en los oculares de los telescopios ubicados en la Tierra, otros eran para nosotros meros puntos de luz y, de un tercer grupo, ni siquiera se sospechaba su existencia”. Aprovechándose de una infrecuente alineación planetaria, Voyager 1 pasó por Júpiter en 1979 y por Saturno en 1980, adentrándose a partir de entonces en los confines del Sistema Solar, mientras que después de acercarse a Júpiter y Saturno, la Voyager 2 pasó por Urano y Neptuno. En su tránsito por Saturno, las Voyager estudiaron su atmósfera, sus anillos y el mayor de sus satélites, Titán, el segundo en tamaño del Sistema Solar, tras Ganímedes, de Júpiter.



A la misión Voyager le sucedió la Cassini-Huygens, un proyecto conjunto de la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Italiana. Compuesta de una nave, Cassini, que transportaba una sonda, Huygens, para estudiar Titán, fue lanzada el 15 de octubre de 1997, pronto hará, por consiguiente, 20 años. Al gran entorno de Saturno llegó en 2004, comenzando a orbitar a su alrededor -el primer objeto fabricado por los humanos en hacerlo- el 1 de julio. Sus observaciones mostraron la existencia de al menos siete bandas en el disco. La distancia del centro del planeta al extremo más alejado del disco es de medio millón de kilómetros, pero, sorprendentemente, los anillos - compuestos básicamente de hielo, polvo y rocas de muy diversos tamaños- solamente tienen un espesor de unos pocos metros. La hipótesis más aceptada actualmente es que se produjeron cuando un meteorito, o un cometa, chocó con una de las lunas de Saturno, produciendo “escombros” que tomaron la estructura aplanada debido a la fuerte gravedad saturniana. Gracias a Cassini ahora sabemos, por ejemplo, que algunas de las 53 lunas conocidas de Saturno están situadas cerca de, o incluso entre, los propios anillos, o que Encélado -otra de sus lunas- tiene actividad volcánica y grandes cantidades de agua (posiblemente helada), que en ocasiones expulsa como si fueran géiseres.



Recuerden estas cosas, y maravíllense, cuando miren al cielo alguna noche.