Image: La ilustración newtoniana de Émilie du Châtelet

Image: La ilustración newtoniana de Émilie du Châtelet

Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La ilustración newtoniana de Émilie du Châtelet

En recuerdo de Jesús Mosterín (1941-2017), hombre racional, sabio y compasivo

27 octubre, 2017 02:00

Un momento de la ópera Émilie, representada en 2010 en la Ópera de Lyon. Foto: Jean-Pierre Maurin

Sánchez Ron recuerda la figura de Émile du Châtelet, que tradujo los Principia Mathematica. Pero esta investigadora del siglo XVIII no se limitó a verter al francés los complejos análisis de Newton sino que añadió una síntesis y comentarios plenos de desarrollos matemáticos.

La Ilustración, el Siglo de las Luces, esto es, el siglo XVIII, es una época que admiro. En cuanto a producción científica, no es comparable con los siglos XIX y XX, manantiales fecundos de novedades científicas y tecnológicas que cambiaron la vida de individuos y sociedades, pero me deslumbra la aparición entonces de un pensamiento dominado por la creencia en la racionalidad, ejemplificada en la ciencia -la ciencia newtoniana, esencialmente- y por el deseo de poner ésta al servicio de la humanidad. Me gusta recordar unos pasajes de un libro, Essai sur les éléments de philosophie (1759), del matemático y físico Jean le Rond D'Alembert, que fue junto a Denis Diderot uno de los editores de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonnée des sciences, des arts et des métiers (1751-1772): "La ciencia de la naturaleza adquiere día a día nuevas riquezas; se conoce, por fin, el verdadero sistema del mundo, que ha sido desarrollado y perfeccionado. La ciencia natural ha cambiado su contenido desde la Tierra hasta Saturno, desde la historia de los cielos hasta la de los insectos. Todo ha sido discutido, analizado, removido, desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de la revelación, desde la metafísica hasta las materias del gusto, desde la música hasta la moral, desde las disputas de los teólogos hasta los asuntos del comercio, desde los derechos de los príncipes a los de los pueblos, desde la ley natural hasta las leyes arbitrarias de las naciones". En otras palabras, y aunque no fuese cierto todo lo que decía ahí D'Alembert, frente a la revelación (religiosa) como instrumento para acceder a la verdad, se impuso la ciencia. Para acceder a la verdad y para mejorar la condición, la vida de las personas.

No es extraño que aquel espíritu, unido a injusticias seculares, condujese a la Revolución Francesa, admirable, por supuesto, pero limitada. Porque no debemos olvidar que los ideólogos de aquel movimiento pertenecían, en general, a una élite intelectual y social, cuyas ideas sobre la igualdad chocaban con las formas en que vivían y querían seguir viviendo, como se explica en un libro extraordinario, La lucha por la desigualdad (Pasado & Presente, 2016), la opera prima del editor Gonzalo Pontón. Aparte de este contraste yo mismo hice referencia en uno de mis libros (El jardín de Newton), al recordar que el texto en el que Antoine Laurent de Lavoisier presentó de manera relativamente general la nueva química, que él, un privilegiado accionista de la compañía recaudadora de impuestos, había producido, el Traité élémentaire de chimie, se publicó en 1789, el mismo año en que los sans-culottes tomaron la Bastilla, iniciando así la Revolución Francesa, pero que ellos, los revolucionarios que se unieron en la entrada del suburbio de Saint-Antoine para marchar hacia la Bastilla, no habían leído, entre otros motivos porque muchos - la mayoría seguramente- no sabían leer. No es sorprendente tampoco que el propio Lavoisier fuese una de las víctimas de la guillotina.

Otra gran y sangrante limitación de la ilustrada Revolución Francesa fue que en su Liberté, Egalité y Fraternité no se consideraba a las mujeres, cuyos derechos políticos se negaban. De ahí que en 1791 Olimpia de Gouges (1748-1793) publicase una Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadanía, en la que se podían leer frases -aparentemente obvias, pero no para los que compusieron la famosa declaración revolucionaria- como: "la mujer nace libre y debe permanecer igual al hombre en derechos". No obstante, a pesar de los obstáculos, de los prejuicios, algunas mujeres dejaron huella en la cultura general de aquella Francia ilustrada.

Con frecuencia lo hicieron en los exclusivos salones -salons de compagnie- de los aristócratas, en los que se aceptaba a los savants, que acudían a ellos, solícitos, no por merced de su cuna sino por su inteligencia. Una de esas mujeres, para mí la más notable por la dificultad de la empresa que acometió, fue Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil (1706-1749), marquesa de Châtelet a raíz de su matrimonio, en 1725, con Florent Claude, marqués de Châtelet. "La femme des Lumières", como se titulaba una exposición dedicada a ella que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Francia en 2006. La empresa en cuestión fue la traducción al francés de Philosophiae naturalis principia mathematica, el libro seminal que Isaac Newton publicó en 1687, y que, de hecho, constituyó uno de los pilares del Siglo de las Luces, al proporcionar un sistema del mundo matematizado, con capacidad predictiva, que permitía comprender una gran variedad de fenómenos físicos.

Mucho se ha escrito -en ocasiones con el propósito implícito de rebajar sus logros- sobre su relación y amores, especialmente con Voltaire, pero también con Maupertuis, dos de los principales introductores de la física newtoniana en Francia, dominada entonces por la teoría propuesta por René Descartes -contraria a la de Newton- de un universo lleno de una materia sutil organizada en remolinos (vórtices). Es cierto que ambos -también el matemático Clairaut- la ayudaron, pero basta con inspeccionar su traducción de los Principia para comprobar que no se limitó a verter al francés el complejo texto newtoniano, sino que añadió una síntesis y comentarios, plenos de desarrollos matemáticos: en la reedición publicada en 2005 por la editorial Dunod, la traducción ocupa 410 páginas y sus comentarios 197. Añádase a esto la evidencia de los numerosos manuscritos suyos con cálculos que han sobrevivido, muchos de los cuales fueron objeto de una subasta de Christie's en octubre de 2012. Debemos recordar, asimismo, su Dissertation sur la nature et la propagation du feu, que presentó a uno de los premios que convocaba periódicamente, al de 1738, la Académie Royale des Sciences. No fue premiada, pero sí consiguió que la Académie lo publicase, un honor sin precedentes para una mujer (por cierto, existe una traducción al castellano de esta obra, publicada en 1994 por la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense: Disertación sobre la naturaleza y propagación del fuego).

Desgraciadamente, Émilie du Châtelet no llegó a ver publicada su traducción, que apareció en 1759, una década después de su fallecimiento, ocurrido poco después de dar a luz una niña. Voltaire añadió un prefacio a la traducción, en el que entre palabras profundamente elogiosas, encontramos también frases que revelan las ideas que incluso los buenos ilustrados tenían sobre las capacidades de las mujeres, y que me temo todavía no han desaparecido por completo: "Al igual que nos debemos sorprender de que una mujer haya sido capaz de una empresa que exigía tan grandes luces y un trabajo tan obstinado, debemos lamentar su pérdida prematura". ¡Ay!