En las últimas semanas se ha producido una cierta polémica centrada en la decisión de Amancio Ortega, el conocido empresario cofundador de Inditex junto a su entonces esposa, de donar a la sanidad pública una importante cantidad de dinero para financiar la compra de equipos de diagnóstico y tratamiento para luchar contra el cáncer. Las críticas han provenido especialmente de Unidas Podemos; su candidata a la Comunidad de Madrid, Isabel Serra, ha afirmado que “la sanidad pública no puede aceptar donaciones de Amancio Ortega”, sino que se debe financiar con impuestos, añadiendo –ignoro con qué base– que lo que tenía que hacer el señor Ortega es pagar los impuestos que debería. “Una democracia digna no acepta limosnas de multimillonarios”, afirmó el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias. Lejos de disiparse la polémica una vez finalizadas las últimas campañas electorales, cuando escribo estas líneas leo que el Parlamento Vasco ha debatido sobre la pertinencia de las donaciones, que en el caso del País Vasco significaron, también para la lucha contra el cáncer, 14 millones de euros en 2017.
Entiendo y participo de la idea –del ideal más bien– de que no deberían existir fortunas que, para la inmensa mayoría de las personas, solo se pueden calificar de descomunales, o desproporcionadas, independientemente de que su origen sea totalmente legítimo y admirable por la iniciativa y creatividad que revelan. Uno de los males de nuestro tiempo es la abismal diferencia existente entre lo que poseen unos pocos y lo que pertenece (cuando se puede aplicar este verbo) a los demás. Se acaba de anunciar que en España, un país desarrollado, dos millones de personas viven con el temor de perder su casa, y en el informe 2019 de FOESSA (Fundación de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada)-Cáritas se afirma que hay más pobres en España que hace diez años. Pero ese mundo igualitario, que seguramente la mayoría desearíamos, desgraciada e históricamente ha mostrado ser imposible, al menos hasta el momento. Y parece serlo aún más en el globalizado mundo en el que vivimos, como muestran esos potentados que han obtenido sus inmensas fortunas con Amazon, Facebook o Microsoft, por citar algunos ejemplos. En tal situación, creo no solo ilusorio sino muy criticable oponerse a la generosidad de personas como el señor Ortega. Cada vida es un tesoro inapreciable, con el que no se puede jugar en espera de revoluciones soñadas.
Efectos beneficiosos del mecenazgo de potentados se pueden encontrar en la historia de la ciencia. Mencionaré algunos ejemplos.
En la década de 1880, Werner Siemens, el industrial, científico e inventor alemán que había reunido su fortuna principalmente en el campo de la industria de la electricidad, decidió agradecer a la sociedad lo mucho que recibía de ella, de los “consumidores” de sus productos, aportando los fondos necesarios para el establecimiento de un gran Instituto de Física y Tecnología, que sería propiedad del pueblo germano. El centro en cuestión, el Physikalisch-Technische Reichsanstalt, comenzó a funcionar en 1887, y aportó muchos beneficios no solo a la ciencia aplicada (tecnología) sino también a la básica: la introducción de los cuantos de luz que Max Planck realizó en 1900, concepto del que terminaría surgiendo la física cuántica, una teoría que cambió el mundo, fue posible gracias a las investigaciones que se hicieron allí.
También se dieron ejemplos notables de filantropía en el Reino Unido. Las donaciones más importantes que hicieron posible la fundación del Imperial College of Science and Technology, establecido en South Kensington en 1907 (la primera universidad técnica que existió en esa nación), procedieron del pequeño círculo de financieros y banqueros londinenses de origen sudafricano y alemán (especialmente cuantiosas fueron las aportaciones de Julius Wernher y de Alfred Beit, que habían conseguido su fortuna con las minas de diamantes y de oro de Sudáfrica). Es posible que este tipo de personajes se involucrasen en proyectos educativos con una base eminentemente científico-tecnológica porque constituía una forma de adquirir prestigio social, y que no lo hiciesen por una correcta visión de lo que necesitaba la nación para afrontar el futuro, pero esto no impide el que la ciencia y cultura británicas se beneficiasen de semejantes mecenazgos. Y otro tanto, incluso en mayor escala, se puede decir de Estados Unidos, donde la filantropía privada comenzó a interesarse por la ciencia a principios del siglo XX. En 1901 y 1902 se establecieron, respectivamente, el Instituto de Investigaciones Médicas de Nueva York (que en 1956 pasó a denominarse Universidad Rockefeller), financiado por el millonario John D. Rockefeller, y la Carnegie Institution, en Washington, D. C., creada por otro gran potentado, el industrial Andrew Carnegie. Mientras que el centro auspiciado por Rockefeller se concentró en la biomedicina, el Carnegie proporcionó ayudas a investigadores “excepcionales” en cualquier campo.
Los anteriores son únicamente ejemplos, pero un análisis más profundo llevaría a preguntarse si en España se produjeron mecenazgos en favor de la ciencia (y de las universidades públicas), no digo ya comparables a los anteriormente citados, pues semejantes fortunas no se dieron en nuestro país, sino acordes a las fortunas de los poderosos. La respuesta, por lo que yo sé, es que no. Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo XX para que surgiera este tipo de mecenazgo; el proporcionado por la Fundación Juan March, con sus programas de becas y su apoyo especial a la biología molecular (ambos programas ya extintos), fue el principal. Hoy apoyan a la ciencia otras fundaciones privadas –por ejemplo, las de los bancos BBVA, ”la Caixa” y Santander, o la Fundación Areces–, bien con ayudas económicas a proyectos específicos o mediante premios. Una mezcla de privada y pública que debería ser más conocida es la Fundación Rei Jaume I. Constituida en 1996 por la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados (promovida por el biólogo molecular Santiago Grisolía) y la Generalitat Valenciana, concede anualmente una serie de premios bien remunerados a investigadores españoles que se hayan distinguido en los campos de la Investigación Básica, Economía, Investigación Médica/Medicina Clínica, Promoción del Medio Ambiente. Nuevas Tecnologías y Emprendedores. Hacen posible económicamente estos premios –una muestra de esa filantropía de la que hoy me ocupo– diversas empresas privadas, así como el Ayuntamiento de Valencia. Ojalá la ciencia española, tan necesitada de ayuda, pueda contar con más mecenazgos. l