Es probable que muchos de ustedes, apreciados lectores, hayan pasado sus vacaciones cerca del mar, disfrutando del contacto con el elemento, el agua, que abunda en nuestro querido planeta. Acaso, y aun dentro de su entusiasmo por gozar de sus vacaciones, hayan advertido que los mares “ya no son lo que eran”, una frase eufemística para decir que la contaminación que sufren es ya tan grande que para observar su degradación no es preciso dirigirse a esos lugares en los que, por razones de la dinámica de las corrientes marinas, se concentran basuras de todo tipo, pero sobre todo plásticos, por lo que, apropiadamente, son denominadas “islas de plástico”. Una de las manifestaciones de las alteraciones que están sufriendo los océanos se puede observar en la Gran Barrera de Coral, la cadena de arrecifes de coral y de islas que se extiende, a profundidades de aproximadamente un centenar de metros, a lo largo de casi 2.300 kilómetros, desde Papúa Nueva Guinea hasta el sur de Queensland, en Australia.
Esa Barrera no es algo muerto, no son acumulaciones de materiales inorgánicos, sino que está compuesta de organismos vivos, los corales, en continuo crecimiento, y de los esqueletos –carbonato cálcico– que dejan al morir. Entre las características de los corales de la Barrera se encuentra la riqueza de los organismos, animales y plantas, que los rodean: algas, anémonas, esponjas, peces, gusanos, estrellas de mar, tortugas, moluscos y crustáceos. Se trata de un sistema ecológico de gran complejidad. Y ocurre lo que sucede con frecuencia con tales sistemas: que son muy sensibles a cambios externos.
Manifestación de esa sensibilidad es la relación de los corales con las algas, con las que coexisten simbióticamente. Durante el día, las algas fotosintetizan pasando alimento a sus huéspedes, los corales, mientras que por la noche los pólipos coralinos –pequeños organismos de cuerpo blando de la familia de las anémonas marinas y las medusas, que están provistos de una dura capa protectora calcárea, y que constituyen la base de los arrecifes de coral– extienden sus tentáculos y capturan los alimentos que pasan cerca de ellos. Pero el simple aumento de un grado centígrado en la temperatura del agua puede romper esta relación alga-coral: los corales expulsan a las algas, con la obvia consecuencia de que se quedan sin parte de su alimento, muriendo finalmente; blanqueándose, se dice a veces, por el color –el de sus esqueletos calcáreos– que termina dominando. El resultado, que ya está comenzando a producirse, no se limita a la pérdida de una extensísima “central de reunión” de especies marinas, ya que la Gran Barrera protege a muchas costas de las tormentas; sin ella, las olas que alcanzan las islas del Pacífico podrían llegar a doblar su altura. Por otra parte, más de 500 millones de personas dependen de los ecosistemas coralinos para su alimentación y habitabilidad. Me ha impresionado una frase del oceanógrafo australiano Daniel Harrison: “Los corales son como el canario en una mina de carbón”; los canarios mueren al comenzar a disminuir el oxígeno, mientras que la sensibilidad de los corales responde al aumento de la temperatura del agua.
Únicamente un grado más y esto tendrá consecuencias. No es solo que las habrá, sino que ya están ocurriendo en ese aparentemente irreversible camino al que nos dirige el calentamiento global.
La cuestión es: ¿se puede hacer algo? ¿Es posible luchar contra el aumento de la temperatura de océanos y mares? Luchar al margen de las criminalmente insuficientes actuaciones generales “en curso” para combatir el cambio climático. Ante esta situación, ha vuelto a aparecer en escena la geoingeniería, esto es, la manipulación (el intento de) a gran escala del clima terrestre para contrarrestar el calentamiento global, una disciplina en la que abundaron ideas bastantes locas y no pocas peligrosas; en 1974, por ejemplo, el climatólogo ruso Mijaíl Budyko propuso, para dificultar la llegada de los rayos solares, quemar azufre en la estratosfera para crear una especie de bruma que él mismo describió como “parecida a la que se produce en erupciones volcánicas”.
La idea principal que se manejó en el pasado fue la de “sembrar nubes”, difundiendo en la atmósfera sustancias, como yoduro de plata o hielo seco (dióxido de carbono congelado), para, con el mismo propósito de Budyko, obstaculizar a los rayos del Sol… o para producir otros efectos, como el que menciona en sus, recientemente publicadas memorias, Reportero (Península), Seymour Hersh, cuando recuerda que en los tiempos de la guerra contra Vietnam existió en el Pentágono un programa secreto “que tenía que ver con la llamada ‘siembra de nubes’ en el sudeste asiático y cuya finalidad era generar tormentas que dificultaran los movimientos de las tropas enemigas e impidieran el uso de las baterías antiaéreas”. A pesar de la aparente prohibición del secretario de Defensa, Robert McNamara en 1967, el Pentágono continuó ‘sembrando nubes’ hasta finales de 1971.
Una variante que se está considerando actualmente es la de depositar pequeñas partículas de sal (obtenidas del agua marina, que habría que filtrar) en las capas inferiores de las nubes que cubren extensas partes de los océanos; se supone que se formarían entonces nubes de microgotas de agua que incrementarían la capacidad de reflejar la luz solar. Pero uno de los problemas de este posible mecanismo es obvio: sería necesario establecer estaciones extractoras y filtradoras a lo largo de la zona sobre la que se desea actuar, lo que en el caso de la Gran Barrera de Coral significaría muchas estaciones.
Come ven, menos actuar de manera radical e inmediata sobre nuestra forma de vida energéticamente dilapiladora, se piensa en todo. El problema es que se cose (si es que se hace) un roto, pero surgen nuevos por todas partes.