Durante un tiempo, ya lejano, me entusiasmé con la lectura de libros que trataban de las ascensiones a las grandes cumbres del Himalaya, los ochomiles. Recuerdo en especial Annapurna primer ochomil (1953) de Maurice Herzog, quien lo conquistó, junto a Louis Lachenal, el 3 de junio de 1950. Y aún tengo en mi mente las páginas en las que describía el dramático descenso y las congelaciones que sufrieron: tanto él como Lachenal perdieron todos los dedos de los pies, y Herzog también los de las manos.
Si me detengo en estos detalles es porque aquella gesta no es comparable a otra cuya conmemoración ha comenzado este año: la primera vuelta al mundo, iniciada en Sevilla bajo el mando del portugués Fernando de Magallanes el 10 de agosto de 1515, y finalizada por Juan Sebastián Elcano, el 6 de septiembre de 1522, cuando alcanzaron Sanlúcar de Barrameda. Lo que esta expedición buscaba era una nueva ruta para llegar a las tierras asiáticas de las especias, canela, clavo, nuez moscada, jengibre, sándalo, ámbar o almizcle, muy apreciadas en Europa. No era el conocimiento lo que les movía –nadie educado ignoraba que la Tierra es redonda– sino los negocios.
De la grandeza de esta gesta dan fe hechos como el que de Sevilla partieran en torno a 245 hombres, de los que únicamente 18 completaron el viaje, llegando a Sanlúcar. Antonio Pigafetta, un italiano que tomó parte en la expedición, escribió en su célebre crónica del viaje: “El sábado entramos en la bahía de San Lúcar con solo dieciocho hombres, la mayor parte de ellos enfermos. De los sesenta que habíamos salido del Maluco algunos habían muerto de hambre, otros habían huido a la isla de Timor, otros habían sido condenados a muerte por sus delitos”. Reeditado varias veces, el testimonio de Pigafetta ha vuelto a ver la luz en una magnífica edición publicada por Alianza Editorial, con una informada introducción de Isabel de Riquer: La primera vuelta al mundo.
Aunque la expedición de Magallanes y Elcano fue un éxito comercial, la ruta abierta era demasiado larga
Si nada más que 18 hombres terminaron el viaje, de los cinco barcos que partieron, solo uno, la nao Victoria, completó la gesta. De los cuatro restantes, uno embarrancó y se hizo pedazos antes de adentrarse en el Océano Pacífico, otro dio media vuelta y regresó a España aprovechando que los barcos navegaban separados durante el enrevesado paso – el “estrecho de Magallanes”– situado en el archipiélago de Tierra del Fuego, que les permitió dejar el Atlántico y penetrar en el Mar del Sur (descubierto en 1513 por Vasco Núñez de Balboa, atravesando a pie el estrecho de Panamá). Fue el propio Magallanes quien dio al Mar del Sur el nombre de “Pacífico”, porque durante los 99 días de su travesía “no hubo tempestades”. Lo que sí padecieron fue hambre, enfermedades y desconcierto. Desconcierto porque Magallanes, al igual que antes Colón, pensaba que los océanos –y la Tierra– eran más pequeños de lo que en realidad son: el Pacífico ocupa la tercera parte de la superficie de la Tierra. Fue el 6 de marzo de 1521 cuando divisaron en el horizonte la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas. Diez días después alcanzaron otra isla, Cebú, en lo que hoy son las Filipinas. Habían llegado a la puerta de la Tierra de las Especias.
Pero adentrarse en parajes desconocidos tiene sus riesgos: Magallanes fue asesinado durante una lucha con los indígenas en la isla filipina de Mactán el 27 de abril de 1521, y poco después parte de la tripulación sufrió el mismo destino en la cercana isla de Cebú. En otra, Bohol, perdieron otra nave. Siguieron hacia Borneo y el Maluco –las deseadas Molucas, “las islas de las especias”–, en una de cuyas islas se quedó, averiada, otra nao. Al mando ya de Elcano, la Victoria, con 47 tripulantes y 13 indígenas, emprendió el regreso a España dirigiéndose hacia África, al cabo de Buena Esperanza, el camino deseado a la península. Fue entonces, al detenerse en una de las islas portuguesas de Cabo Verde, San Tiago, cuando se dieron cuenta –como sucedió en La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne– que habían ganado un día. “Se nos explicó”, señalaba Pigafetta, “que no habíamos cometido ningún error porque habiendo navegado siempre hacia occidente hasta llegar al punto de partida, siguiendo el curso del sol, habíamos tenido una ventaja de veinticuatro horas”.
En uno de los capítulos de otro excelente libro –La vuelta al mundo de Magallanes-Elcano. La aventura imposible, 1519-1522 (Lunwerg, 2019)– Salvador Bernabéu ha escrito unas frases que resumen lo más fundamental de aquel épico logro: “El viaje consiguió dar la vuelta al mundo por primera vez, demostrando que todas las aguas del planeta estaban comunicadas […], puso las bases de la primera globalización, al mismo tiempo que demostraba, a pesar de las diferencias culturales y de desarrollo social y tecnológico, la unidad del género humano”.
Aunque la expedición fue, a pesar de todo, un éxito comercial – los 23.556 kilos de clavo que trasportaba la Victoria se vendieron por cerca de ocho millones de maravedíes, mientras que la canela, la nuez moscada y el macis reportaron casi 65.000 maravedíes, más que suficiente para cubrir todos los gastos de la expedición–, la ruta de las especias abierta entonces era demasiado larga, difícil, costosa y peligrosa (por la competencia con los portugueses) como para establecerse como “ruta de las especias”.
Al menos se han organizado dos grandes exposiciones para conmemorar aquel viaje. Una –El viaje más largo. La primera vuelta al mundo– en el Archivo General de Indias, en Sevilla, y la otra –Fuimos los primeros. Magallanes, Elcano y la Vuelta al Mundo– en el Museo Naval de Madrid. Visité hace poco la primera, que solo puedo calificar como memorable. Ayuda, por supuesto, el escenario, el Archivo que tantos documentos y recuerdos alberga de un pasado ya remoto.