hace 75 años falleció en ciudad de México el físico canario Blas Cabrera y Felipe (1878-1945). Fue un científico más, aunque distinguido, de la amplia nómina de los que abandonaron su patria como consecuencia de la Guerra Civil que asoló y dividió España entre 1936 y 1939, y que continuaría después. Si, como dice el viejo y noble dicho, “de bien nacidos es ser agradecidos”, es justo que recordemos a este profesor e investigador que lo fue todo en la ciencia de la España de su tiempo.
Fue catedrático de Electricidad y Magnetismo de la Universidad de Madrid, de la que también fue rector, cargo que desempeñó igualmente en la Universidad Internacional de Verano de Santander, sucediendo a Ramón Menéndez Pidal. También fue director del mejor centro de investigación en ciencias físicas-químicas existente entonces en España –el Laboratorio de Investigaciones Físicas (luego Instituto Nacional de Física y Química)– que había creado la benemérita Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907-1939), sobre la cual se levantó posteriormente –por la fuerza de las armas, en aquella, como se la ha denominado, Edad de Plomo que sustituyó a una ilusionada e ilusionante Edad de Plata– el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No hay que olvidar su condición de académico de número de las reales academias Española y de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la que fue presidente, como también lo fue de la Sociedad Española de Física y Química. A veces los títulos no significan más que habilidad para relacionarse, aparentando lo que no se posee. Son personas que no dejan prácticamente huella en lo que importa: hacer mejor a la sociedad. No fue así con Blas Cabrera, que, al igual que otros de su época, engtre ellos Ignacio Bolívar, Nicolás Achúcarro, Enrique Moles, José Casares, Gonzalo Rodríguez Lafora, Miguel Catalán, Julio Rey Pastor o Pío del Río Hortega, contribuyó a hacer realidad lo que el gran Santiago Ramón y Cajal había reclamado en un artículo publicado en el periódico El Liberal en 1898, poco después de la pérdida de Cuba, la última de las colonias de lo que había sido el imperio en el que “nunca se ponía el sol”. Lo tituló, significativamente, 'La media ciencia causa de ruina'. Decía en que “hay que crear ciencia original en todos los órdenes del pensamiento: filosofía, matemáticas, química, biología, sociología, etcétera. Tras la ciencia original vendrá la aplicación industrial de los principios científicos, pues siempre brota al lado del hecho nuevo la explotación del mismo, es decir la aplicación al aumento y a la comodidad de la vida. Al fin, el fruto de la ciencia aplicada a todos los órdenes de la actividad humana, es la riqueza, el bienestar, el aumento de la población y la fuerza militar y política”.
Blas Cabrera ejemplifica la ilusión por demostrar que en España se podía hacer ciencia valiosa. Él y sus colegas pusieron las primeras piedras
La historia de Cabrera ejemplifica lo mejor y lo peor del tiempo que le tocó vivir. Lo mejor fue la ilusión por demostrar que en España se podía hacer ciencia valiosa y original, aunque él y sus colegas no pusiesen sino unas primeras piedras, sólidas eso sí, para alcanzar plenamente semejante destino. Conseguir que se cumpliesen aquellas esperanzadas palabras con las que el polifacético José Echegaray había recibido a Cabrera cuando éste entró en 1910 en la Real Academia de Ciencias: “¡Ojalá que lleguen pronto los tiempos del trabajo alegre y de la alegría trabajadora!”. Buena muestra del reconocimiento internacional que alcanzó Cabrera es que fuera elegido, en 1928, miembro de la Comisión Científica Internacional del Instituto de Física Solvay (de la que formaban parte Langevin, Bohr, Marie Curie, De Donder, Einstein, Guye, Knudsen y Richardson). Como tal participó en dos de los Consejos Solvay (1930 y 1933), selectos congresos que se celebraban en Bruselas y en los que participaban, por invitación, los mejores físicos del mundo. Por otra parte, Cabrera también se ocupó de difundir la física en la sociedad. Además de pronunciar numerosas conferencias, publicó algunos libros de carácter general, como ¿Qué es la electricidad? (1917), Principio de relatividad (1923) y El átomo y sus propiedades electromagnéticas (1927). Los dos primeros fueron frutos de cursos que dio en la Residencia de Estudiantes, y que ésta publicó. Y formó parte del círculo de José Ortega y Gasset, aconsejándole en temas científicos para la Revista de Occidente, en la que él mismo publicó artículos.
En cuanto a “lo peor” del aquella época, la que estalló, cual tormenta funesta, en julio de 1936, quiero resaltar el ánimo vengativo de los vencedores. Cabrera abandonó España muy poco después de aquel terrible julio; a comienzos de octubre ya se encontraba en París, acompañado por su esposa, alojado en el Colegio de España de la Cité Universitaire, que sería su residencia, al igual que la de otros intelectuales españoles exiliados en París, durante toda su estancia en la capital francesa. Allí se ganó la vida trabajando en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, como secretario del Comité que supervisaba las tareas que se llevaban a cabo. Finalizada la guerra, el gobierno presidido por el general Franco, que consideraba a Cabrera como uno de sus enemigos (fue expulsado de su cátedra por una Orden publicada en el BOE el 14 de febrero de 1939), se esforzó para que abandonase su puesto en el Comité métrico. Tanto insistió, amenazando con dejar de pagar sus cuotas, que Cabrera –que solicitó regresar a España– presentó su dimisión. Finalmente, y ya muy debilitado por un trastorno del sistema nervioso que padecía (la enfermedad de Parkinson), se instaló en la acogedora ciudad de México –nunca deberíamos olvidar lo que hizo–, donde la Universidad Autónoma lo acogió como profesor. Allí enseñó física atómica e historia de la física. Falleció el 1 de agosto de 1945.