Hace unos días falleció Freeman Dyson (1923-2020), el último de los científicos que todavía vivía de los que participaron en la creación de una de las piezas esenciales de la física cuántica: la electrodinámica cuántica; esto es, la adecuación a los principios cuánticos de la electrodinámica que había formulado James Clerk Maxwell en la década de 1860. Una teoría que con su predicción de la existencia de ondas electromagnéticas abrió las puertas aun mundo tecnológico, social y económico completamente nuevo. Y aunque ya me ocupé de él en estas páginas (el 24 de marzo de 2017), su adiós permanente merece que vuelva a recordarle.
En la historia formal, esa que asigna créditos recordando únicamente galardones recibidos, la creación de la electrodinámica cuántica se adjudica a tres científicos: Sin-Itiro Tomonaga (1906-1979), Julian Schwinger (1918-1994) y Richard Feynman (1918-1988), que compartieron por ello el Premio Nobel de Física en 1965. Pero las formulaciones de los tres eran muy diferentes y reinaba una gran confusión acerca de lo que significaban. Fue Dyson quien las relacionó (demostrando que eran equivalentes) en un artículo que publicó en 1949, permitiendo de este modo dar con una manera fructífera de aplicarla, en la que dominó la presentación à la Feynman, muy “visual”. Existe consenso en la comunidad científica sobre que Dyson fue merecedor de compartir el Premio Nobel, pero que sólo lo impidió la norma de que no puede repartirse entre más de tres personas. No parece, sin embargo, que Dyson se lo tomase mal; en una carta que envió a sus padres el 23 de octubre de 1965 – recogida en el libro Maker of Patterns (Liveright Publishers)– escribía: “Todos estamos excitados porque mis tres amigos, Tomonaga, Schwinger y Feynman han ganado el Premio Nobel. Acaso recordaréis que fue justo después de sus grandes trabajos de 1947 cuando comencé mi carrera desarrollando lo que ellos habían iniciado. Estoy feliz de que el premio se divida por igual entre los tres. En alguna medida yo puedo reclamar algún crédito en esto, porque Schwinger recibió toda la atención y Tomonaga y Feynman lucharon contra la oscuridad. Fue mi largo artículo, ‘Las teorías de radiación de Tomonaga, Schwinger y Feynman’ el que primero hizo justicia a los tres”.
Como antiguo físico teórico no puedo sino admirar este logro de Dyson, al que siguieron otros muchos dentro de la física. Pero todavía admiro más su enorme polivalencia, su capacidad de transitar por campos diferentes. Educado en la Universidad de Cambridge, allí mostró pronto su talento como matemático, dominio en el que se le auguraban éxitos importantes. En el otoño de 1947 decidió abandonar Inglaterra por Estados Unidos, en principio por un período limitado que terminó siendo permanente (en el Instituto de Estudios Avanzado de Princeton). Eligió la Universidad de Cornell, en la que se encontró con Feynman, mucho más accesible que los que enseñaban e investigaban en su alma mater, a la cabeza de ellos el gran Paul Dirac, uno de los creadores de la mecánica cuántica. Cornell constituyó su particular epifanía, su transmutación de matemático a físico teórico. Aun así, en matemáticas realizó contribuciones a la teoría de números, análisis, topología y matemáticas aplicadas; en la física publicó trabajos -electrodinámica cuántica aparte– en teoría de campos, física estadística, del estado sólido, nuclear y atómica, óptica, gravitación; y también cultivó la biología y la ingeniería.
Cuando su creatividad como investigador original se secó, Dyson frecuentó durante décadas, hasta casi su final, el ensayo sobre asuntos científicos, que después solía reunir en libros, la mayoría disponibles en su traducción al castellano; obras como El científico rebelde (Debate), El infinito en todas direcciones (Tusquets), El Sol, el genoma e Internet (Debate), De Eros a Gaia (Tusquets) o Mundos del futuro (Crítica). En todos ellos se pueden encontrar muestras de su imaginación, enmarcada en su gran cultura y atractivo estilo literario. Gustaba, creo, de llevar su desbordante imaginación a los límites, afición que en ocasiones le condujo a puertos equivocados. Recuerdo, por ejemplo, que defendió que el calentamiento global, que aceptaba pero con reservas, tendría como consecuencia el florecimiento de la vida vegetal terrestre –¿un mundo “verde”, de bosques?– ya que el dióxido de carbono alimenta a las plantas: lo atrapan, se quedan con el carbono y liberan oxígeno. Desgraciadamente, hace unos días se publicó la noticia de que unos investigadores de la Universidad de York han demostrado que los bosques tropicales ya no pueden consumir tanto dióxido de carbono como el que existe en la atmósfera y que el resultado de este exceso es que los árboles se desarrollan más deprisa y se hacen más grandes, pero son menos resistentes a sequías y aumento de temperatura por lo que mueren antes.
Dyson defendió –y trabajó en él– el Proyecto Orión, en el que se pretendía fabricar un vehículo capaz de viajar por el espacio impulsado mediante reiteradas explosiones nucleares, que se producirían a distancia y por detrás de él. Nunca aceptó su fracaso. En De Eros a Gaia escribió: “La historia de Orión es significativa porque es la primera vez en la historia moderna que un avance importante de la tecnología humana ha sido frenado por razones políticas. Quizá lo más prudente sea que los avances radicales de la tecnología, que pueden ser empleados con fines buenos o con fines perversos, se retrasen hasta que la especie humana esté mejor organizada para digerirlos. Pero quienes han trabajado en el proyecto Orión no pueden compartir este punto de vista”. Y poco más adelante añadía que esas personas no pueden olvidar “el sueño de que las bombas que mataron y mutilaron en Hiroshima y Nagasaki pueden abrir un día los cielos a la humanidad”. Para mí, sin embargo, el cielo, ese cielo al que Dyson –Hawking pensaba algo parecido– se refería, solo está en la Tierra y que es ahí, aquí, donde nos debemos esforzar por encontrarlo y defenderlo.