He seguido consternado las noticias sobre la pretensión del Ministerio de Educación de eliminar la matemática como asignatura obligatoria en las ramas del Bachillerato de Ciencias y Tecnología y en la de Humanidades y Ciencias Sociales en el texto de la Ley Orgánica de modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLE), actualmente en curso de tramitación en el Congreso de los Diputados. También estoy enterado de que después de que más de dos decenas de sociedades científicas manifestasen el 4 de mayo su desacuerdo contra esta decisión, la ministra Isabel Celaá decidió crear un comité de matemáticos para rediseñar la asignatura. Siempre hay que dar crédito a la hora de reconocer errores pero lamentablemente, por encima de tal reconocimiento, no puedo ignorar la ineptitud e ignorancia de quienes efectuaron la recomendación de eliminar la matemática en esos planes de estudio. Y de quien como ministra la avaló. En otras palabras: he perdido completamente la confianza en ese equipo y la ministra.
Todos conocemos la dificultad de encontrar hueco para las posibles asignaturas en los planes de estudio de bachillerato, y las constantes reclamaciones que plantean muchos colectivos, pero si tuviera que seleccionar unas pocas asignaturas básicas, las imprescindibles, la matemática estaría en ese selecto grupo sin lugar a dudas. (Otra asignatura obligada sería la lengua, pues, ¿qué somos sin capacidad de expresarnos con claridad y precisión?) Las matemáticas tienen una virtud que ninguna otra disciplina posee: la fiabilidad. Se compone de sistemas construidos siguiendo las reglas intemporales de la lógica. Iniciarse en su estudio enseña a razonar con disciplina y seguridad. Pocas materias pueden competir con la matemática a la hora de tomar conciencia de las habilidades intelectuales, cognitivas, que posee nuestra especie. Sostengo que las matemáticas dan lugar a experiencias inolvidables al alcance de cualquier inteligencia normal, experiencias como pueden ser: comprender que la raíz cuadrada de 2 no se puede escribir en base a los familiares números enteros (ni siquiera como un cociente de ellos), o entender la demostración del teorema de Pitágoras (“en un triángulo rectángulo, la suma de los cuadrados de los catetos –los “lados más cortos”– es igual al cuadrado de la hipotenusa”).
Un país, un gobierno que no fomenta el acceso a la matemática produce una cultura miope, torpe y limitada
La inmensa mayoría de nosotros distamos de ser un Einstein o un Bertrand Russell, pero no es difícil comprender una sensación que unió a ambos en su juventud. “A la edad de once años”, escribió Russell en su Autobiografía (Edhasa) “comencé [los Elementos de] Euclides, con mi hermano como tutor. Este fue uno de los grandes sucesos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor. No había imaginado que existiese en el mundo algo tan delicioso”. Y casi a la misma edad, Einstein experimentó una sensación similar cuando cayó en sus manos “un librito sobre geometría euclidea del plano”. En sus Notas autobiográficas (Alianza) dejó constancia de la impresión que le produjo: “Había allí asertos, como por ejemplo la intersección de las tres alturas de un triángulo en un punto que, aunque en modo alguno evidentes, podían probarse con tanta seguridad que parecían estar a salvo de toda duda. Esta claridad, esta certeza ejerció sobre mí una impresión indescriptible”.
Y no solo lo anterior, la matemática es un instrumento imprescindible para un conjunto innumerable de disciplinas, prácticas y profesiones, bien sean científicas (la física a la cabeza), tecnológicas o sociales. De entre estas últimas sobresalen, en cuanto a la necesidad que tienen de la matemática, la economía y la sociología. Ocioso debería ser hacer hincapié en que uno de los términos más frecuentemente utilizado en los últimos tiempos es el de “algoritmo”, que no es sino un conjunto de operaciones matemáticas que permite resolver amplios tipos de problemas. Nadie debería completar su educación básica sin poseer conocimientos básicos de aritmética y geometría, así como de los fundamentos y posibilidades que abre el cálculo diferencial (derivadas) e integral. Nadie es igual después de haber pasado por semejantes experiencias; en cierto sentido le cambian a uno la vida, porque se da cuenta de lo que es capaz de hacer, de que existe un universo mental al que puede acceder, aunque sólo sea asomándose a territorios que indudablemente esconden más tesoros, muchos, la mayoría, inaccesibles sin someterse, ahora ya sí, a un largo y exigente proceso educativo.
Territorios que si se exploran conducen a paraísos del pensamiento. Aprovechándome de un libro publicado recientemente, George Cantor. Obra matemática (Universidade da Coruña-Real Sociedad Matemática Española, 2019) de Carlos Gómez Bermúdez, profesor de la Universidad de La Coruña, quiero recordar uno de esos paraísos, insospechado hasta que fue descubierto: el de la existencia de diferentes grados de infinito. George Cantor (1945-1918), el descubridor de ese paraíso, fue un hombre peculiar. Baste recordar,como ejemplo de su carácter polémico y de su ansia de “verdad”, un enfrentamiento que mantuvo con otro grandísimo matemático, Leopold Kronecker, del que se suele recordar una de sus frases: “Dios creó los números enteros; el resto es obra del hombre”. En cierta ocasión, tras enterarse Cantor de que Kronecker pensaba publicar una crítica a sus trabajos en la revista Acta Mathematica, escribió al editor de ésta: “Quizá sus bodrios [de Kronecker] necesiten del efímero poder que él ha sabido acumular. Para mis trabajos reclamo la toma de partido, no a favor de mi efímera persona, sino a favor de la verdad, que es eterna y contempla con desprecio a los intrigantes que osan imaginarse que a la larga podrán afectarla con su miserable palabrería”.
Un país, un gobierno, que no comprende, dificulta (por ejemplo, manipulando formas de contar), o no fomenta el acceso a los beneficios que abre la matemática produce una cultura miope, torpe, limitada. Unos padres que no se esfuerzan para que sus hijos puedan disfrutar de todo lo que las matemáticas elementales ofrecen, les sirven mal, no importa que se desvivan por poner a su alcance algunas de las “maravillas”que la sociedad actual ha creado... con ayuda de, precisamente, la matemática.