Hace poco un amigo me envió una viñeta en la que se ve a un grupo de monos derribando una estatua de Charles Darwin. No es sorprendente que enseguida me viniera a la mente la película El planeta de los simios (1968), protagonizada por Charlton Heston, con su estremecedor final en el que se ve la Estatua de la Libertad semienterrada en el mar, cerca de la orilla. Si tenemos en cuenta que los caminos que ha seguido la evolución y transformación de las especies ha sido si no aleatorio sí sujeto a todo tipo de contingencias (la supervivencia de quienes eran capaces de adaptarse a las circunstancias), y que cuando los dinosaurios desaparecieron hace unos 65 millones de años los mamíferos eran unos seres minúsculos, bien podría haber sucedido que el Homo sapiens no hubiera llegado a acontecer y que los primates semiinformes (monos) pululasen con mayor libertad en la Tierra, aunque dudo que fueran capaces de inventar y fabricar, por ejemplo, un telescopio.
Pero dejando de lado estas disquisiciones, la viñeta mencionada es apropiada en vista de las actuaciones recientes de todos esos nuevos inquisidores que en su celo –¿no será mejor decir “ignorancia”?– derriban estatuas de Colón o Fray Junípero Serra, e incluso llegan a “adornar” una estatua de Cervantes en San Francisco con la palabra “Bastardo”. Si estos nuevos Torquemadas leyeran El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha se encontrarían con frases tan admirables como “Don Quijote soy, y mi profesión la de andante caballería. Son mis leyes, el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía”.
Como bien saben los historiadores, no hay peor pecado a la hora de mirar al pasado que juzgarlo con los ojos, con los valores, del presente; esto es, el anacronismo. Aunque también somos hijos de nuestro pasado, somos más, o deberíamos ser, padres del futuro y, sin embargo, como he apuntado aquí algunas veces, no parece que asumamos con firmeza esta responsabilidad, entendida en un plano más allá de lo meramente personal.
En esta época en la que los “derechos” oscurecen a los “deberes”, las masas, algunas masas, se mueven con impunidad
No quiero decir con esto que debamos aceptar, sin más, las herencias recibidas, entre ellas monumentos a dictadores, explotadores o xenófobos –¡hay tanto aborrecible del pasado!–, sí que para ejercer semejante repudio es preciso, al menos, conocer realmente cuál fue ese pasado, no vayamos a incluir a Cervantes y similares en la nómina. Pero, lo confieso, no soy demasiado optimista: el gregario que todos los humanos llevamos dentro no facilita la independencia de juicio y de actuación. Nos gusta ser protagonistas, aunque sea como miembros anónimos de una masa. Me viene al recuerdo en este punto un pasaje de La rebelión de las masas (1929) de José Ortega y Gasset: “Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo’, y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás”. En esta época en la que los “derechos” oscurecen hasta casi aniquilar a los “deberes”, las masas, algunas masas, se mueven con particular libertad e impunidad.
Una forma entretenida de acercarse al pasado se halla en las novelas históricas bien informadas. Dos buenas muestras recientes son El sueño de Hipatia (Harper Collins Ibérica, 2020), de José Calvo Poyato, y El médico de la reina (Laetoli, 2020), de José M. Carrera.
De Hipatia (siglos IV-V), un icono para los movimientos feministas, han sobrevivido tantas luces como sombras (no se ha conservado ninguna de las obras que escribió), pero aun así se sabe mucho más que de otros “fantasmas del pasado”. Si nos fiamos de las huellas que han sobrevivido en los escritos de algunos de sus discípulos, fue una brillante matemática y, aunque en menor medida, una astrónoma teórica. Nació, vivió y murió (asesinada) en la mítica Alejandría, la de la gran biblioteca fundada en el siglo III a. C. por Ptolomeo I (nada que ver con el Ptolomeo autor del Almagesto). Ambos, Biblioteca e Hipatia, compartieron destino, el del fanatismo religioso, que Calvo Poyato describe con detalle y acierto (es uno de los logros de la novela). El fanatismo de los cristianos, que se asomaban a un poder que les había sido tan esquivo hasta entonces. Da que pensar que las otrora víctimas de persecuciones sangrientas se convirtieran en perseguidores, actitud de la que algún ejemplo prominente todavía queda. Fue ese fanatismo, y no la discriminación por ser mujer, el responsable, impulsado por unas masas, del asesinato de Hipatia. Porque ella fue una privilegiada en aquel lejano tiempo: hija única de un distinguido y bien instalado astrónomo Teón, que cuidó con esmero su educación y sus relaciones.
El médico de la reina transita por una época posterior, y por consiguiente mejor documentada, como demuestra la narración de Carrera. El personaje en torno al cual se desarrolla la historia es el médico, teólogo y consejero-embajador político valenciano Arnau de Vilanova (1240-Génova 1311), del que existe una abundante bibliografía y notables estudiosos de su obra, entre los que quiero recordar a uno de los mejores historiadores de la medicina española, Luis García Ballester (1936-2000). La historia que narra Carrera, un prestigioso médico especialista en obstetricia y ginecología, que hace honor a la tradición de médicos que cultivaron con rigor y buen estilo literario la narrativa y la historia, como Gregorio Marañón, Luis Martín Santos o Carlos Castilla del Pino, permite apreciar bien la interrelación entre medicina, religión-teología y política que ocupó la mayor parte de la biografía de Arnau.
Dos novelas cuyas historias no se deben tomar literalmente, pero que se libran en no poca medida del mencionado pecado del anacronismo.