La llamada narrativa de no ficción se ha establecido como una tendencia firme de nuestra última literatura. Más de una vez he expresado mis reticencias al respecto. Tiene algo de producto de moda y, por tanto, fungible y efímero. Hay en ella, también, un punto de engaño al cobijarse bajo el género comercial por excelencia, la novela. Además, me parece signo de cierta falta de creatividad, un rasgo de nuestro tiempo. Sin embargo, una y otra vez leo con placer este tipo de obras. Pienso en libros recientes de Julio Llamazares, Santiago Lorenzo, Antonio José Ponte, Sergio del Molino o Gabi Martínez. A sus escritos añado ahora el también artístico y gratificante El pan que como, de Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954).
En una primera persona que es la propia autora, Díaz-Mas habla del acto de comer, del hábito común y en cierto sentido del rito que lo acompaña. Ella ha vuelto del trabajo a casa y, sin ganas de cocinar, antes ha comprado un plato tradicional, una sopa de triple vuelco, en un restaurante familiar de comida para llevar. En casa, dispone lo necesario para consumar el almuerzo: prepara la mesa, pone bebida, separa para calentarlos los ingredientes del plato único y vario que va a tomar… La autora se demora en todos esos elementos, los alimenticios y los circunstanciales.
A cada uno de ellos le saca un buen partido por medio de un recurso que sugiere el racimo enmadejado de cerezas. Tira de una, pongamos el vaso, y se remonta al origen del recipiente, explica su historia y hace diversas clases de consideraciones. Todo guiado por un gusto por referir variedad de noticias, lo cual lleva incluso a algún exceso. Así ocurre, en el rosario noticioso, en un par de ocasiones en que acude a la apoyatura de testimonios literarios. Un sombrero puede servir de vaso, y resume el episodio en el robledal de Corpes del Cantar de Mio Cid en que tal cosa ocurre. O, a propósito del pan, intercala un cuento de los Milagros de Gonzalo de Berceo.
Se trata, en cualquier caso, de materiales jugosos y atractivos en torno al acto de comer. La astucia de arrancar con un cocido abre el extensísimo campo de viandas que este contundente plato congrega: legumbres, verduras, diferentes carnes… El remate, con fruta y la incertidumbre entre té, chocolate o café, agrega un nuevo y amplio territorio anecdótico a las felices capacidades divagatorias de la autora. Las cuales, por otra parte, no son monocordes y explayan, como en un sugerente abanico, múltiples relaciones. Y aquí reside, quizás, el secreto principal del libro, la fuente de su alta capacidad comunicativa.
La finura de Díaz-Mas para captar lo nimio y corriente y la sencilla claridad de su expresión remiten a los “primores de lo vulgar” con que Ortega se refería a Azorín
En efecto, Díaz-Mas se extiende en consideraciones históricas, culturales, literarias, sociales, laborales, tecnológicas, fabriles… Además, añade a su exposición una carga nada leve de carácter emocional a través de la proyección en el discurso de vivencias relacionadas con la comida en la época de sus padres y suyas propias en los años finales del franquismo. El relato de la comida se carga, pues, de complejidad: sale una veta de denuncia al señalar los esfuerzos requeridos para conseguir alimentos y la situación de posguerra; aparece una fibra sentimental algo elegíaca en los recuerdos de juventud; se añaden notas etnográficas y, por otro lado, todo el texto está galvanizado por una reivindicadora perspectiva de género.
La finura de Díaz-Mas para captar lo nimio y corriente y la sencilla claridad de su expresión remiten a los “primores de lo vulgar” con que Ortega se refería a Azorín. Pero la autora supera la visión estática y costumbrista y cierra el libro con nervio de cuento o relato: cocinar y comer llegan a la excelencia en compañía de la pareja, preludio de otro placer solo insinuado. Tal broche aporta a una narración de aspecto inocente valor antropológico al hacer bueno el dicho aristotélico que suscribía el Arcipreste de Hita: dos cosas mueven al hombre, “aver mantenençia y yuntamiento con fembra plasentera”.