En una democracia bien establecida todos somos iguales ante la ley, pero no siempre ante la vida. Las condiciones de partida, la cuna, la situación económica y cultural de la familia en que se nace, influyen poderosamente en el “camino de la vida”. Por eso se habla de “naturaleza versus educación”. La “naturaleza” puede ser la que sea, pero la “educación” suele verse favorecida por esa cuna inicial. Esta es la razón por la que es tan importante asegurar una buena educación pública –accesiblea todos y no condicionada por ideologías excluyentes–, sin que ello implique, en un afán igualatorio (no somos iguales, aunque tengamos los mismos derechos), rebajar los estándares de enseñanza.
Una muestra magnífica de las consecuencias que pueden acarrear los distintos puntos personales de partida la proporcionan Charles Darwin (1809-1882) y Alfred Russel Wallace (1823-1913). Estudiando los seres vivos que existen en la naturaleza –también los que existieron (fósiles)–, ambos llegaron a la misma conclusión: que las especies evolucionan, cambiando impulsadas por las diferentes circunstancias en las que se desarrolla su vida (la “lucha por la supervivencia”). Pero comparemos sus biografías.
Wallace, un “inglés nacido en Gales” como gustaba denominarse a sí mismo, era el octavo de los nueve hijos de una familia de escasos recursos, insuficientes para que pudiera cursar una carrera universitaria. Obligado por la situación económica de su familia, tuvo que ganarse pronto la vida como agrimensor, maestro de dibujo, cartografía y agrimensura, y, junto a algunos de sus hermanos, promotor de pequeñas empresas, hasta que finalmente, y gracias a sus lecturas de obras de Humboldt, de Darwin (el libro en el que este narraba su viaje de cerca de cinco años en el Beagle) y del geólogo Charles Lyell, accedió al estudio de la naturaleza.
Pero para convertirse en un naturalista no le quedó más remedio que vender especímenes que recogía en sus largos viajes (el primero, entre 1848 y 1852, por América, luego, 1854 a 1862, por el Archipiélago Malayo). Fue durante este último viaje, en febrero de 1858, mientras soportaba un ataque de fiebre en Gilolo (o Halmahera), la mayor isla del archipiélago de las Molucas, cuando llegó a, esencialmente, la misma idea de la causa de la selección natural que comúnmente se adjudica en exclusiva a Darwin. Y desde otra de esas islas, Ternate, envió a Darwin el manuscrito que preparó: “Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original”. Lo que pasó con aquel manuscrito y cómo influyó en que Darwin se decidiera a completar su gran libro de 1859, El origen de las especies, es otra historia. Pero el artículo de Wallace se publicó.
Quién sabe si, de tener puntos de partida similares, Alfred Russel Wallace hubiese realizado una obra comparable a la de Charles Darwin
Por su parte, Darwin fue el segundo hijo varón de un respetado y rico médico, Robert Waring Darwin, y de Susannath hija mayor de Josiah Wedgwood, el fundador de la célebre dinastía de ceramistas. Fue, por consiguiente, un hombre de medios, una circunstancia que le permitió realizar la obra que llevó a cabo sin necesidad de ganarse la vida con un trabajo “formal”. Por si fuera poco, su abuelo paterno, Erasmus Darwin, también un próspero médico, además de poeta, filósofo y botánico, es considerado uno de los precursores de la teoría evolucionista.
Charles, por supuesto, fue a la universidad. Primero a la de Edimburgo, para estudiar Medicina, pero comprobó que no podía soportar las duras experiencias de esa carrera, de manera que su padre le propuso, para evitar que se “convirtiera en un señorito ocioso”, que se hiciera párroco rural, una idea que no le desagradó. Para prepararse, logrando una cierta cultura general, se matriculó en 1828 en la Universidad de Cambridge, en donde no fue un estudiante sobresaliente. Terminando ya su estancia en Cambridge, en 1831, le llegó una oportunidad única: embarcarse en una nave de la marina británica de nombre Beagle, que iba a realizar un largo periplo marítimo por Sudamérica, el archipiélago de las Galápagos, Tahití, Nueva Zelanda y Australia. Es más que dudoso que, aunque ya le atraía el estudio de la naturaleza, si no hubiese realizado aquel viaje hubiera llegado a la conclusión de que las especies evolucionan. Además fue entonces cuando adquirió hábitos de análisis y argumentación que harían de él un verdadero científico. No es sorprendente que en su autobiografía, escribiese: “El viaje del Beagle ha sido, con mucho, el acontecimiento más importante de mi vida y determinó toda mi carrera”
Ahora bien, el que dispusiese de aquella oportunidad fue consecuencia de las relaciones a las que pudo acceder gracias a formar parte del elitista grupo social de los estudiantes de la Universidadde Cambridge. En realidad, lo que el capitán del Beagle, Robert Fitz Roy, quería, como le informó uno de sus amigos del campus, era “un hombre que sea más un compañero que un mero recolector, y no aceptará a nadie por muy buen naturalista que sea sino se le recomienda también como un gentleman”. Más aún, él (su familia) tendría que pagar los gastos que ocasionara su viaje. Una situación completamente diferente a la de Wallace.
Es absolutamente cierto que las evidencias y argumentaciones que reunió Darwin –un hombre de inteligencia superior– en El origen de las especies eran abrumadoramente superiores a las que poseyó y desarrolló Wallace, quien cuando regresó a Inglaterra continuó teniendo que “ganarse la vida” (nunca consiguió un puesto universitario), mientras que Darwin gozó de una situación desahogada en la finca que adquirió en 1842 en el pequeño pueblo de Downe (Kent). Allí, junto a su esposa (una de sus primas, otra Wedgwood) aumentó su familia y continuó investigando el resto de su vida.
Ignoramos si en igualdad de condiciones Alfred Wallace hubiera realizado una obra comparable a la de Darwin –creo que no– pero el hecho es que nunca estuvieron en situaciones comparables. Así que, ¿quién sabe?