Son muchas las maneras que existen de tratar de entender la historia de la humanidad. Un elemento fundamental en este sentido es la aparición de nuevas formas de afrontar las necesidades de la vida, esto es, de nuevas técnicas y tecnologías. La utilización de materiales como el sílex o el cuarzo (Edad de Piedra) para fabricar herramientas o armas constituye un ejemplo temprano de novedades tecnológicas, como también lo es, aunque en fechas posteriores, la paulatina transformación de los humanos de cazadores y recolectores a agricultores y ganaderos, que llevó asociada otro tipo de técnicas, con tecnologías en desarrollo permanente (pensemos, por ejemplo, en el arado, utilizado ya en Mesopotamia en el siglo V a. C.).
El mundo actual, se dice de forma despectiva, el de las ubicuas aplicaciones multiusos, los big data, tuits, blogs, etcétera, no es para los “neorrancios”
Desarrollos como estos muestran con claridad que la introducción de nuevas tecnologías ocasiona cambios profundos en la vida de las personas, que repercuten directamente en el conjunto de la humanidad, en sus estructuras y en las relaciones entre los diversos grupos humanos. ¿Habría sido posible la aparición de las ciudades, con las subsiguientes divisiones de trabajos que estas implicaban sin el paso de cazadores-recolectores a agricultores? No, evidentemente.
La tecnología es, en definitiva, una gran mano que ha mecido y mece la cuna de la historia de la humanidad. No olvido, por supuesto, la importancia de las ideas sociopolíticas o filosóficas en esta historia, pero solo con éstas no habría sido posible haber llegado a la situación en que se ha encontrado la humanidad a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Otra forma de acercarse al estudio de la historia, menos precisa y en general válida únicamente en períodos de grandes cambios ideológicos o tecnocientíficos, es la que se realiza en términos de “generaciones”, entendiendo este término en el sentido que recoge el Diccionario de la Lengua Española de la RAE en una de las acepciones de este vocablo: “Conjunto de personas que, habiendo nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, adoptan una actitud en cierto modo común en el ámbito del pensamiento o de la creación”.
Expresa bien la rapidez, variedad y profundidad de los cambios sociales que han tenido lugar a lo largo de los últimos cien años, el que se hable de “generación silenciosa” (los nacidos entre 1928 y 1945), de los baby boomers, o simplemente boomers (1945-1965), de “generación X” (1965-1981), “generación Y” o “del milenio”, sobre cuyos límites no existe acuerdo. Podría seguir (Z, alfa…), pero me ha atraído más un neologismo creado recientemente, “neorrancio”, con el que se pretende calificar a las “personas que muestran apego hacia costumbres pasadas” y, se añade en alguna definición, “cuestionan e incluso ridiculizan las reivindicaciones modernas del progresismo”. “Coloquial y despectivo” se antepone como marca a esta última definición.
Efectivamente, como el propio nombre sugiere esta nueva etiqueta tiene un tinte despectivo. Y no es difícil adivinar la idea de que el mundo actual, el de las ubicuas aplicaciones multiusos, los big data, tuits, blogs, etcétera, no es un mundo para los “neorrancios”, ni para los mayores que reclaman –“Somos viejos, no idiotas”– a los bancos atención personal y no un mero cajero y una aplicación online. La generación de los “nativos digitales” existe gracias a que en 1947 tres físicos que trabajaban en los Laboratorios Bell inventaron un dispositivo, hijo de la física cuántica, al que se puso el nombre de “transistor”, sin el cual no existirían los circuitos integrados y demás elementos optoelectrónicos actuales.
He repetido muchas veces que la tecnología siempre gana y que no hay posible vuelta atrás al mundo precedente; ahora bien, esto no significa lo que subyace en denominaciones despectivas como “neorrancio”, esto es, que los valores y costumbres de los más mayores, de los que nacieron antes del reino de las “redes sociales” –y no sólo de los que nacieron antes, sino también de los que no las utilizan, entre otras razones porque aprecian algo hoy poco valorado, la privacidad–, no sean merecedores de atención. La historia muestra los frecuentes choques generacionales que se han producido en el pasado, pero la ruptura que parece implicar esta a la que me estoy refiriendo ahora –“Abajo lo neorrancio, viva la imaginación”, se ha llegado a exclamar– es peligrosa al sustituir el argumento por una cuestión de edad y costumbres. ¿Solo por ser joven se es imaginativo?
Al hacer posibles situaciones antes inimaginables (por ejemplo, modificaciones en el genoma humano), la tecnología puede cambiar valores, pero ni todo lo nuevo es necesariamente aceptable por ser eso, nuevo, ni lo pasado no merece atención. Recuerdo en este punto –puede que constituya un buen ejemplo del “espíritu del tiempo”– que en cierta ocasión el entonces futuro vicepresidente del Gobierno de España, Pablo Iglesias, cuando le llegó su turno de saludar al rey Felipe VI le regaló la serie de televisión Juego de tronos; nada de, por ejemplo, Amartya Sen, Yuval Harari o Thomas Piketty, no digamos, claro, Montaigne.
Se adjudica a Max Planck, el iniciador en 1900 –muy a su pesar– de la física cuántica, la frase de que “una nueva teoría científica no suele ser aceptada por sus adversarios, apegados éstos a formulaciones anteriores, pero que termina imponiéndose porque estos mueren antes y surge una nueva generación acostumbrada a ella”. Así ha sucedido en ocasiones, no siempre, pero esto no impide que se dé un diálogo entre teorías –el análogo para lo que trato de señalar, a generaciones– “viejas” y “nuevas”: la mecánica de Newton (1687) conserva validez en un cierto rango, y se continúa y continuará utilizando, aunque haya sido superada por la teoría de la relatividad especial (1905), y otro tanto sucede con la teoría de la gravitación universal newtoniana frente a la teoría general de la relatividad, con la electrodinámica de Maxwell con respecto a la electrodinámica cuántica o con la química clásica aunque, en principio, ésta pueda reducirse a reacciones entre elementos químicos regidas por la mecánica cuántica.
Tenía pensado tratar hoy, relacionándolo con lo precedente, del recientemente fallecido paleontólogo Richard Leakey, sucesor generacional de también famosos progenitores, pero el espacio no da para más, así que tendrán que esperar a la semana que viene. Si tienen paciencia (conmigo) e interés.