No fue el mejor científico de su tiempo. ¿Cómo lo podría haber sido quien fue coetáneo de, entre otros, Lavoisier, Laplace, Faraday, Gauss, Lyell o Darwin? De hecho, llegó a conocer a los tres últimos, lo mismo que a Cuvier, Lamarck, John y William Herschel, Gay-Lussac, Volta, Babbage, Arago o Haeckel, también a Goethe, el literato con pretensiones científicas, y a Napoleón, Simón Bolívar, los presidentes de Estados Unidos Thomas Jefferson y James Madison. Pero sí fue el más ambicioso, el que quiso conocer todo.
Me estoy refiriendo al alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), a quien bien se puede aplicar la sentencia de Terencio: “Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno”, aunque tal vez en su caso se podría modificar la frase adjudicándole la de: “Nada de la naturaleza, ni de la ciencia que pretende describirla, me fue ajeno”. La geología y la geofísica, la física, la astronomía y la química, la botánica, la meteorología, al igual que la antropología, la historia y la lingüística, todas le deben algo.
La ambición por conocer, el ansia de totalidad que implica desear no dejar nada al margen, tomarlo todo en consideración, puede ser una maldición pues limitados y mortales somos, pero si alguno de los que figuran en los anales de la historia se acercó a ese imposible ideal, ese fue Humboldt. “La historia de la contemplación física del mundo –escribió en su obra más ambiciosa, Cosmos– es la historia del conocimiento de la naturaleza tomada en su conjunto; es el cuadro del trabajo de la humanidad que intenta abarcar la acción simultánea de las fuerzas que obran en la Tierra y en los espacios celestes”.
De Cosmos, por cierto, Humboldt escribió el 14 de julio de 1833 al astrónomo Friedrich Wilhelm Bessel: “Es el trabajo de mi vida, debería reflejar mi concepción y visión de las relaciones sin explorar que se dan en la naturaleza, según mis propios experimentos y lo que con tanto trabajo he averiguado a través de lecturas en muchos idiomas”.
Tras dedicar algunos años de su juventud al Servicio de Minas de Prusia, un empleo no ajeno a sus intereses pues le permitía viajar e investigar la geografía terrestre y sus fenómenos, Humboldt decidió aprovechar la fortuna que heredó al fallecer su madre en 1796 (su padre había muerto siendo él un niño), para ampliar sus horizontes sin ninguna atadura. Europa no era para él sino un pequeño rincón del gran escenario terrestre.
Humboldt atravesó junglas, cordilleras y planicies interminables, ascendió a la cima de montañas y volcanes nunca antes alcanzados y siempre, siempre, midiendo y anotando
“Teniendo un ardiente deseo de ver otra parte del mundo y de verla con la referencia de la física general –señaló en unas notas autobiográficas que preparó en 1799–, de estudiar no solamente las especies y sus caracteres […] sino la influencia de la atmósfera y de su composición química sobre los cuerpos organizados; la formación del globo, las identidades de las capas (estratos) en los países más alejados unos de otros”, consiguió permiso de Carlos IV para viajar a los dominios españoles en América, un territorio que podía satisfacer su inagotable ansia de conocer y estudiar lo que antes nadie o pocos habían explorado.
“Para prepararme a un viaje –anotó también en aquellas notas autobiográficas– cuyos fines debían ser tan variados, reuní una escogida colección de instrumentos de astronomía y de física, para poder determinar la posición astronómica de los lugares, la fuerza magnética, la declinación y la inclinación de la aguja imantada, la composición química del aire, su elasticidad, humedad y temperatura, su carga eléctrica, su transparencia, el color del cielo, la temperatura del mar a una gran profundidad, etc”.
Durante cinco años, desde el verano de 1799 hasta su regreso en 1804 estuvo viajando por el Nuevo Mundo en compañía del botánico francés Aimé Bonpland. Atravesó junglas, cordilleras y planicies interminables, ascendió a la cima de montañas y volcanes nunca antes alcanzados y siempre, siempre, midiendo y anotando.
Fruto de aquellos años de viajes por América fueron obras como los 34 volúmenes de Voyages aux régions équinoxiales du Nouveau Continent (1805-1834), o su magistral Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826).
Pero si estos días escribo sobre este Humboldt (y digo “este” porque no se debe olvidar a su hermano Wilhelm, estadista y lingüista, recordado especialmente por haber fundado la Universidad de Berlín), es para celebrar la publicación en español (la versión original estaba en francés), por primera vez completa, de otro de los libros memorables de Humboldt: Examen crítico de la historia de la geografía del Nuevo Continente (1836-1839), publicado en una espléndida edición de gran formato que incluye numerosas ilustraciones, por la pequeña pero selecta editorial de Aranjuez, Doce Calles, en colaboración con la Fundación Ramón Areces y la Universidad Autónoma de Madrid.
Reconforta que de vez en cuando se recupere –para eso que tal vez ahora no parece demasiado valorado, como es el legado histórico de la cultura universal– una obra como esta, en cuya preparación y escritura Humboldt empleó treinta años, compatibilizándolo, cierto es, con otras tareas.
Cristóbal Colón y su viaje de 1492 es el eje en torno al cual pivota este monumental libro, que cual árbol frondoso despliega un ramaje en el que se analizan cuestiones como la “prehistoria” del descubrimiento colombino, esto es, las causas –las lejanas al igual que las cercanas– que prepararon y produjeron el descubrimiento del Nuevo Mundo, el por qué hizo Colón lo que hizo, cuáles eran sus conocimientos cartográficos y de técnica marítima, la influencia del descubrimiento de América en la civilización, o quién era Américo Vespucio y cómo es que el Nuevo Mundo llegó a tomar su nombre.
En el Imperio español, ya simplemente España, se terminó poniendo el sol, pero podemos encontrar algún consuelo recordando lo que este antiguo país –en tiempos lejanos, Hispania, la culta al-Ándalus posteriormente– ha aportado a la civilización. No el menor de esos dones un idioma que, plenamente vivo, comparten hoy más de 500 millones de personas.