Los científicos, al igual que cualquier persona, forme parte del grupo social que sea, obedecen a muy diferentes idiosincrasias, comportamientos o creencias. La “racionalidad” asociada, y desde luego necesaria, a la práctica de la investigación científica no es incompatible con una amplia variedad de personalidades. Ha habido y hay científicos con opiniones y modos de vida muy diferentes; por ejemplo, sobre la creencia o no en algún tipo de Dios.
Isaac Newton creía firmemente en un Dios único (rechazaba la idea de una Trinidad), mientras que el biólogo evolutivo Richard Dawkins es un ferviente ateo. A partir de un cierto momento, Charles Darwin se convirtió en poco menos que un recluso en su casa de Down, en parte –solo en parte– por sus problemas físicos.
Isaac Asimov, que además de imaginativo y prolífero escritor de novelas de ciencia ficción fue profesor de Bioquímica en la Universidad de Boston, no soportaba viajar en avión, por lo que sus desplazamientos fueron muy reducidos, en claro contraste con la mayoría de los científicos actuales, que viajan constantemente para asistir a congresos o colaborar con colegas.
En la era de internet y de las redes sociales, Peter Higgs es una rara avis, eso sí, con un Nobel. Y es que para sus trabajos de 1964 no necesitó nada de eso. Testigo de otro tiempo
Paul Dirac, creador de una elegante versión de la mecánica cuántica y responsable de la introducción de la idea de antimateria, era, por decirlo suavemente, de “pocas palabras”. De él se cuentan innumerables anécdotas; una que me gusta es que después de pronunciar una conferencia uno de los asistentes se levantó y dijo: “Profesor Dirac, no entiendo esa expresión matemática” (una de las que había escrito en la pizarra). Silencio. Dirac no decía nada. Y como su silencio continuaba, el moderador pregunto: “Profesor Dirac, ¿no querría responder a esa pregunta?”. A lo que éste contestó: “No era una pregunta, sino una declaración”.
El matemático francés Évariste Galois era un revolucionario y ferviente republicano, mientras que su coetáneo, pero bastante mayor, el también matemático Augustin-Louis Cauchy, a quien se debe la formulación rigurosa de la noción de límite, era un firme conservador, anti-revolucionario y devoto –casi fanático– católico. Georg Cantor, creador de una de las ramas más originales de la matemática, la de los números transfinitos (hay diferentes clases de “infinitos”), defendió apasionadamente la teoría de que el verdadero autor de las obras de William Shakespeare había sido en realidad el político, filósofo y ensayista inglés Francis Bacon.
A Richard Feynman, uno de los tres creadores de la electrodinámica cuántica, le apasionaba tocar el bongo, arte que aprendió cuando decidió pasar un año en Brasil, y eso que no le faltaban ofertas de las mejores universidades estadounidenses, mientras que Max Planck y Werner Heisenberg eran buenos pianistas y, como es bien sabido, a Einstein le encantaba tocar el violín. Linus Pauling, Premio Nobel de Química en 1954, dedicó parte de su tiempo a oponerse a la proliferación nuclear, por lo que recibió otro Premio Nobel, el de la Paz, en 1962.
Y el gran lógico Kurt Gödel, que en 1931 mostró que existen proposiciones matemáticas cuya verdad o falsedad es imposible demostrar, sufría de no pocas manías; de hecho murió, envuelto en la demencia (se negó a ser alimentado), y cuando se inspeccionó la caja en la que guardaba sus tesoros más preciados, no se encontraron los manuscritos matemáticos que se esperaban sino billetes de autobús, facturas y otras menudencias.
Un caso que me resulta particularmente atractivo es el del brillantísimo físico Wolfgang Pauli, Premio Nobel de Física en 1945 por descubrir el principio de exclusión, una pieza esencial de la física cuántica. Pauli poseía una personalidad hipercrítica y una lengua afilada, que empleaba a menudo. Como en el caso de Dirac, de él se cuentan numerosas anécdotas; hay una que, cambiando algo, bien puede aplicar cualquiera en algún momento: en cierta ocasión, el físico Paul Ehrenfest dijo a Pauli, “Profesor Pauli, me gusta más su física que su personalidad”, a lo que éste respondió: “En mi caso es justamente lo contrario”.
Reacio a madrugar, amante de frecuentar cabarets (su primera esposa fue una bailarina; el matrimonio duró muy poco), Pauli prestó bastante atención al subconsciente y mantuvo una intensa relación con el psiquiatra Carl Gustav Jung, llegando a publicar juntos un libro: Naturerklärung und Psyche (La interpretación de la naturaleza y la psique, 1952), que incluía un ensayo de Pauli sobre “La influencia de ideas arquetípicas en las teorías científicas de Kepler” y otro de Jung titulado “Sincronicidad: un principio de conexión acausal”.
Podría continuar ofreciendo ejemplos de especificidades de científicos, pero quiero terminar con uno ligado a un físico que alcanzó fama mundial cuando el CERN, la organización europea de investigación en física subnuclear, anunció el 4 de julio de 2012 en una reunión magníficamente publicitada, que se había conseguido detectar en el gigantesco acelerador de partículas, el Gran Colisionador de Hadrones, el denominado bosón de Higgs, la, como también se la conoce, “Partícula de Dios” (o “divina”), cuyo campo asociado es responsable de dotar de masa a las partículas elementales básicas.
Cincuenta años atrás, el físico británico Peter Higgs había postulado la existencia de tal partícula. Nadie dudaba que una vez confirmada la existencia de ese bosón, Higgs recibiría el Nobel de Física, seguramente compartido con otros físicos que habían llegado a ideas parecidas de manera independiente Y, efectivamente, el 8 de octubre de 2013 la Academia Sueca decidió concedérselo a Higgs y a François Englert.
La novedad es que los suecos no pudieron, como es su costumbre, telefonear a Higgs con antelación para informarle. Éste, sospechando lo que se avecinaba, había decidido alejarse ese día de Edimburgo, donde vive. Y resulta que Higgs no tiene móvil. Tampoco utiliza internet (los correos electrónicos se le envían a su departamento en la Universidad) ni tiene televisión en su domicilio. En la era de internet, de las redes sociales y demás, Higgs es un anacronismo, una rara avis, eso sí, una con un Nobel. Y es que para sus seminales trabajos de 1964 no necesitó de ninguno de esos medios de comunicación. Testigo de otro tiempo.