A propósito de la Noche Europea de los Investigadores es oportuno reflexionar sobre lo que significa “investigar”. Es, ocioso debería ser recordarlo, la “mano que mece la cuna” de nuestra cada vez más tecnificada civilización, una tecnificación surgida en su mayor parte por los avances del conocimiento científico. Celebrar a los investigadores, aunque sea solo una noche, constituye un acto de justicia.
Pensemos cuán diferentes son los reconocimientos que reciben los hombres y mujeres que cultivan la literatura, el cine, el teatro o las artes plásticas, y los que reciben los científicos. Me irrita, lo confieso, que algunas de esas personas, respetables sin duda como son, tomen el papel de portavoces de opiniones sobre cuestiones sociales y que reciban, no sé si el aplauso popular pero sí una amplia atención de los medios de comunicación.
Por supuesto que la defensa de causas sociales justas debe ser bienvenida, independientemente del nivel económico de quienes las defienden, pero soy de los que opinan que existe una cierta paradoja en que sean personas en general bastante privilegiadas, tanto en lo económico como en el reconocimiento público, las que, con cierta frecuencia, algunos al menos, se conviertan en defensores de una mayor justicia social. Ahora que el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, pleno de fastos, ha estado en la palestra de las noticias, recuerdo la sempiterna demanda de la comunidad del cine español reclamando constantemente ayudas públicas, como si el bienestar social dependiera especialmente de ir o no ir a ver una película española.
Y la comparo con la situación de los investigadores científicos de nuestro país. Vivimos, lo sé, en lo que Mario Vargas Llosa etiquetó sabiamente como “la civilización del espectáculo”, espectáculos que entretienen a muchos –¿buscando refugio en vidas anodinas?– y benefician a pocos, como bien saben los británicos, pues no se puede comprender de otro modo el mayúsculo teatro que han sido las exequias de la reina Isabel II; los grandes beneficiados han sido la monarquía británica y la imagen “turística” del Reino Unido.
Pero vuelvo a lo que significa “investigar”, una tarea muy exigente, que ocupa casi constantemente los pensamientos del científico y que en la inmensa mayoría de las veces no conduce a resultados espectaculares, de esos que llegan a las noticias de los medios, pero sin los cuales esos resultados importantes no podrían llegar a ser. La investigación es un mundo con muchas caras.
Andrew Wiles es una 'rara avis'. Si hay algo que merezca la pena llamar “pureza científica” es su esfuerzo por resolver el ‘ultimo teorema de Fermat’
Con frecuencia se la clasifica como teórica o experimental, pero esta división no es, no puede ser, radical. El teórico es incapaz de imaginar el mundo sin escudriñarlo: la naturaleza tiene más “imaginación” que el humano más imaginativo. ¿Quién podría haber ideado –por poner un ejemplo particularmente conocido– que existieran esos sumideros cósmicos llamados “agujeros negros”?
Está muy extendida la imagen del científico teórico que se esfuerza por encontrar leyes codificadas en ecuaciones matemáticas; el modelo, por ejemplo, de Albert Einstein en la física. Pero el papel de las matemáticas no es el mismo en todas las ciencias: Francis Crick y James Watson descubrieron la estructura del ADN, la molécula de la herencia, analizando datos experimentales sobre los enlaces químicos de sus componentes, estudiando fotografías de cristales de esa molécula obtenidas mediante la difracción de rayos X, y probando con modelos compuestos de bolitas y barras (representando unidades químicas y enlaces entre esas unidades).
Una particularidad de la ciencia experimental, en la que se debe hacer hincapié, es su dependencia de la instrumentación. En general, el avance de la ciencia depende de disponer de aparatos “de última generación”, a veces desarrollados por los propios científicos pero en muchas otras ocasiones por industrias. Y es que la relación “ciencia-industria” –industria dependiente de la I+D+d (Investigación-Desarrollo-innovación)– es muy importante; de hecho, uno de los problemas en España es la deficiencia que existe de ese tipo de industrias.
Galileo necesitó de un nuevo instrumento, el telescopio, para sustanciar la cosmología copernicana; Cajal de buenos microscopios para descubrir la estructura neuronal del sistema cerebral; los gigantescos aceleradores de partículas o el nuevo telescopio espacial James Webb no son sino prodigios tecnológicos dedicados a la investigación científica.
Decía antes que la investigación exige mucha dedicación. Un caso particularmente singular es el del matemático de origen británico Andrew Wiles, que consiguió demostrar uno de los grandes problemas históricos de la matemática, el denominado “Último Teorema de Fermat”. Más que un teorema se trataba de una conjetura, que el matemático y jurista francés Pierre de Fermat propuso en 1637, en el margen de su ejemplar del Libro II de la Aritmética escrita por Diofanto hacia el año 250.
A partir del curso 1985-86, Wiles decidió abandonar todas sus investigaciones previas e intentar demostrar el teorema. Prácticamente desapareció de la vida profesional, excepto para dar sus clases en Princeton, o para cumplir con las mínimas obligaciones que tuvo que aceptar durante los dos años que pasó en Oxford (1988-1990). Se recluyó durante siete años en el ático de su casa de Nueva Jersey o en los lugares que ocupó en Oxford, sin que nadie –salvo un colega de Princeton– supiese a qué se estaba dedicando.
Finamente, en septiembre de 1994 lograba demostrar el teorema. Pero disfrutó con aquella situación (los científicos, como todos los buenos profesionales, disfrutan con su trabajo, aunque también les pueda angustiar): “Amé todos los minutos de los primeros siete años que trabajé en este problema, a pesar de lo duro que fue. Hubo retrocesos, cosas que parecían insuperables, pero se trataba de una especie de batalla privada y muy personal en la que yo estaba involucrado”.
Fue la suya una empresa gigantesca y arriesgada en grado sumo; de hecho, Wiles es una rara avis en el mundo de los investigadores, un mundo que busca resolver problemas cuanto más interesantes mejor, sí, pero no a costa de aislarse del mundo. Si hay algo que merezca la pena llamar “pureza científica” es el solitario esfuerzo de Wiles. Festejemos la ciencia y la investigación científica, y a quienes la hacen posible, los científicos, pero no una sola noche, por mucho que ésta sea hermosa, sino cada día.