Si hay algo de lo que depende nuestra civilización es de la electricidad. Si por algún motivo esta fallara, colapsaría. No dispondríamos de luz para evitar la oscuridad, pero esto no sería tan importante como lo que sucedería con cadenas de suministro y conservación de alimentos, sistemas de transporte y comunicación, industrias de todo tipo, sin olvidar los omnipresentes teléfonos inteligentes y demás dispositivos informáticos.
Rodeados de imponentes construcciones, aparatos y objetos deslumbrantes por sus “habilidades”, retrocederíamos a, cuando menos, las primeras décadas del siglo XIX. Precisamente por esta dependencia es conveniente saber algo de cómo surgió esta “civilización eléctrica”, o mejor, “electromagnética”, cuáles fueron sus pilares y quiénes sus creadores.
Se trata de una historia en la que ciencia y tecnología, científicos e inventores, se aliaron. Fueron muchos los protagonistas, pero entre los inventores hay uno cuyo recuerdo no solo no se ha ido difuminando con el paso del tiempo sino que ha adquirido mayor presencia y relevancia, más incluso que Guglielmo Marconi, otro de los grandes nombres de la tecnología radioeléctrica: el ingeniero croata, nacionalizado estadounidense, Nikola Tesla (1856-1943), al que CaixaForum Madrid está dedicando una magnífica exposición, Nikola Tesla. El genio de la electricidad moderna, inaugurada el pasado 29 de septiembre.
“Considerado uno de los genios de la ciencia y la tecnología más importantes de la historia –como reza uno de los textos de esta exposición– dicen que fue uno de los inventores del siglo XX. Hoy es un icono popular. ¿Quién fue realmente Nikola Tesla?”. Es sin duda una buena pregunta, a la que es más fácil responder en lo que se refiere a sus logros técnicos –en la exposición de CaixaForum Madrid se muestran módulos electromecánicos y algunos de los espectaculares experimentos que se suelen asociar a Tesla– que en lo relativo a su compleja personalidad.
Si hubiera que seleccionar uno de los logros de Tesla elegiría el transformador que inventó en 1883, que convertía la corriente continua en alterna
Si hubiera que seleccionar uno de sus logros, yo elegiría el transformador que inventó en 1883 y que convertía la corriente continua en alterna. Como se señala en CaixaForum Madrid, fue su legado más permanente, y por el que tuvo que luchar contra Thomas Edison, el adalid de la corriente continua.
Afortunadamente, George Westinghouse, el principal competidor de Edison, compró las patentes de Tesla, convirtiéndose de esta manera en la mano ejecutora de la victoria de la corriente alterna, que culminó en 1896 cuando la Compañía del Niágara logró abastecer de electricidad a la ciudad de Buffalo, situada a 209 kilómetros de distancia de la central productora de electricidad.
Fue la primera transmisión a larga distancia, aunque lo que el visionario Tesla pretendía era mucho más ambicioso: la transmisión de energía eléctrica a cualquier distancia sin cables. En un artículo que publicó en 1900 –reproducido en Nikola Tesla, Yo y la energía (Turner, 2011)– escribía: “De esta manera, los hombres podrían asentarse en cualquier sitio, fertilizar y regar el suelo con poco esfuerzo y convertir desiertos estériles en jardines, y así todo el planeta podría transformarse y convertirse en una morada más adecuada para el hombre”.
No es sorprendente, por consiguiente, que en un película de 2006, The prestige (El truco final, en España), Tesla aparezca como el inventor de una máquina capaz de transportar a uno de los magos desde el escenario a las gradas superiores del teatro en pocos segundos. Y tampoco lo es, aunque sea en otro ámbito, que hoy Tesla dé nombre a una empresa, Tesla, Inc., fundada en 2003 con la intención de “crear un mundo alimentado por energía solar, que funcione con baterías y que se desplace en vehículos eléctricos”. Un nombre muy apropiado para uno de los padres del mundo electromagnético, como también es apropiado que la unidad de flujo magnético se denomine “tesla”.
Siendo justos todos estos reconocimientos, no puedo dejar de sentir una cierta incomodidad, incluso de perplejidad, ante lo que sucede con otros de los padres del “mundo electromagnético”, en especial con el físico escocés James Clerk Maxwell, uno de los grandes nombres de toda la historia de la ciencia, quien en la década de 1860 creó la gran síntesis teórica que reunió tres fenómenos que se consideraban independientes: electricidad, magnetismo y óptica (el estudio de la luz).
Se basó, cierto es, en resultados previos: en 1820 Hans Christian Oersted había demostrado que la electricidad afectaba al magnetismo, y entre 1821 y 1831, Michael Faraday mostró el efecto recíproco, que la variación del magnetismo afecta a la electricidad. Este resultado condujo a la primera dinamo, que generaba corriente eléctrica sólo con el movimiento de un conductor de cobre en un campo magnético.
Si la máquina de vapor había proporcionado la energía necesaria para aumentar la producción de carbón que alimentó las maquinas que dieron paso a la Revolución Industrial que cambió la sociedad, la producción de corriente eléctrica en grandes cantidades terminó produciendo efectos similares.
Maxwell reunió en una teoría todos esos resultados sobre la relación entre electricidad y magnetismo, pero hizo algo más: demostrar que la luz es en realidad un fenómeno electromagnético, algo que constituyó una sorpresa incluso para él mismo. Se dio cuenta de que así era cuando calculó la velocidad con que se desplazaban las perturbaciones (ondas) electromagnéticas, encontrando que coincidía con la ya conocida velocidad de la luz.
Cuando leo lo que Maxwell escribió en uno de sus artículos fundacionales, publicado en 1861, puedo imaginar la emoción que debió sentir al dar con semejante resultado: “Difícilmente podemos evitar la inferencia de que la luz consiste de ondulaciones transversales del mismo medio que es la causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos”.
No obstante, ser uno de los científicos más notables de la historia, y de ahí mi incomodidad-perplejidad, el nombre de Maxwell apenas es conocido. En mi Diccionario de la ciencia (Planeta) incluí una anécdota que posteriormente he confirmado en otros casos. Expliqué allí que en cierta ocasión, cuando le dije a un amigo mío, notable investigador y escritor, que estaba preparando una edición de escritos de Maxwell, me comentó: “¿Maxwell, quien fue Maxwell?”. A lo que yo, sorprendido, le contesté: “Es como si me estuvieses hablando de Homero, y yo te dijese: ¿Homero, quien fue Homero?”. Así son las cosas en lo que se refiere a la ciencia como parte de la cultura.