La población mundial acaba de superar una nueva barrera: ya somos 8.000 millones los humanos que poblamos la Tierra. En 1950, éramos 2.600 millones, los 5.000 llegaron en 1987 y los 6.000 en 1999. Es como si estuviéramos asistiendo, como protagonistas, a una carrera sin freno ni límites. Una carrera en la que no todos los países participan de la misma manera: en 2019, aproximadamente, Europa aportaba 750 millones; Asia, 4.700 (China, 1.440 e India, 1.390); África 1.420; Latinoamérica y el Caribe, 650; Norteamérica, 370; y Oceanía, 43. Extensión del territorio, niveles de riqueza o pobreza, historia, religión, ayudan a comprender estas cifras.
En los países de la todavía próspera Europa de los 27, el índice de fecundidad (número medio de hijos por mujer) está disminuyendo drásticamente, está en torno al 1,5 (la incorporación de las mujeres al mercado laboral ha sido determinante en este sentido), un cifra que no asegura el mantenimiento poblacional, mientras que es en el continente más pobre, África, donde más crece la población. Pero además del índice de fecundidad hay que tener en cuenta el aumento de la longevidad, por lo que se estima que hacia finales del siglo XXI se habrán superado los 10.000 millones de habitantes, llegando probablemente a los 11.000.
La gran pregunta es si la Tierra y la humanidad pueden resistir semejante crecimiento. Aunque nos pongamos en el escenario más favorable, el de que las naciones hoy pobres terminarán alcanzando un desarrollo comparable al de los países ricos en lo que se refiere al índice de natalidad (número de nacimientos vivos por año por cada mil habitantes) esto tardará tiempo, y el proceso –si es que se llega a consumar– entrañará efectos secundarios que no ayudarán al planeta, como son el aumento del consumo de todo tipo de bienes y la demanda creciente de energía. Y, a menos que se altere la forma actual de consumo, este lleva asociado aspectos tan negativos como son, entre otros, la generación de montañas de basura y la contaminación de playas, ríos y mares, a través de las aguas residuales.
Se estima que hacia finales del siglo XXI se habrán superado los 10.000 millones de habitantes, llegando probablemente a los 11.000
No menos relevante es la cuestión de si será posible alimentar a tantos millones de seres humanos. En el pasado, no faltaron previsiones según las cuales el aumento de población mundial conduciría a grandes hambrunas. Sin embargo, la aplicación de conocimientos más avanzados de genética y de la nutrición y fisiología de las plantas, junto al perfeccionamiento y la adecuación de las prácticas agronómicas, ha conducido a importantes aumentos de los rendimientos agrícolas; por ejemplo, entre 1966 y 1981 la India triplicó su producción anual de trigo de 11 a 36,5 millones de toneladas.
Mejoras como estas formaron parte de la que se denominó “Segunda Revolución Verde”, pero posteriormente llegó la “Tercera Revolución Verde”, basada en la utilización en las plantas de las técnicas de ingeniería genética que, aunque suscitó y suscita oposiciones –no siempre por cómo se entiende el concepto de “natural”, sino también por las tácticas monopolistas de las empresas que comercializan las semillas– abre posibilidades antes insospechadas, como pueden ser la resistencia a plagas y enfermedades, así como a factores adversos del suelo y del clima. Posibilidades que será imperativo utilizar cuando el cambio climático en curso afecte negativamente – ya lo está haciendo– a las cosechas de multitud de países.
En un libro, Geopolitica da fome, publicado en 1951 (en español, Geopolítica del hambre, 1972), el médico, nutriólogo y gran estudioso del hambre en el mundo, el brasileño Josué de Castro (1908-1973), que llegó a presidir en 1952 el Consejo Ejecutivo de la ONU para Agricultura y Alimentación, manifestaba: “El mundo no encontrará el camino de la salvación esforzándose por eliminar los excedentes de población o controlando los nacimientos como prescriben los neomalthusianos, sino trabajando para hacer productivos a todos los hombres que viven sobre la superficie de la Tierra. Si en el mundo existe hambre y miseria no se debe a que haya demasiados hombres, sino a que hay pocos hombres para producir y muchos para comer”.
De Castro, nativo de un país entonces profundamente subdesarrollado –situación que a pesar de su riqueza, aún no ha abandonado, en mi opinión, completamente pues abunda la pobreza– hablaba de la explotación humana, de la infrautilización de la fuerza laboral o de su aprovechamiento para la producción de bienes al alcance de pocos. Pero aunque eliminemos semejantes abusos, ya no es tan fácil dejar de lado el que “haya demasiados seres humanos”. Tenemos un grave problema, agravado por una filosofía absurda, que contradice no sólo la Física sino el sentido común, la del “crecimiento económico sostenido”. Crecimiento sostenido en un sistema finito como es el planeta Tierra.
El pasado agosto supe que Australia está padeciendo de nuevo una plaga catastrófica, la de conejos que han invadido la mayor parte del continente produciendo un impacto desastroso en sus ecosistemas, que amenaza trescientas especies de plantas y animales. Análisis genómicos han demostrado que esta inmensa población de conejos muy probablemente procede de la llegada a Melbourne, el día de Navidad de 1859 (el mismo año que, en noviembre, se publicó El origen de las especies, de Charles Darwin, en el que, por cierto, las tesis malthusianas desempeñaban un importante papel), de dos docenas de conejos salvajes ingleses.
Se podría decir que como en la celebrada frase del meteorólogo Edward Lorenz, “el aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas”, unos pocos conejos (el aleteo de una mariposa) pueden terminar produciendo consecuencias terribles (un tornado ecológico).
En algún sentido, la historia de nuestra especie, Homo sapiens, sigue una pauta similar. Pequeños grupos que competían con otras especies de homínidos, como los neandertales, llegaron a poblar la Tierra, imponiéndose no solo a esas otras especies sino también a innumerables otras de animales. Incluso llegó, gracias a su talento, a abandonar “el solar patrio terrestre” pisando la Luna. Y con gran seguridad, en un futuro no lejano, Marte. Otra cosa es, claro, que podamos explotar “hogares” extraterrestres como hemos hecho con la Tierra, aunque eso sea, precisamente, lo que muchos “emprendedores espaciales” pretenden.