Son pocas las personas cuyo recuerdo no termina sumergido en el mar del olvido. Quiero creer que uno de esos pocos elegidos es, y continuará siendo, Louis Pasteur (1822-1895), de cuyo nacimiento se cumplirán doscientos años el próximo 27 de diciembre.
Muchos son los motivos para recordar a Pasteur, pero el que yo más valoro es el que, no siendo médico, figure entre los grandes benefactores de la humanidad por lo que nos enseñó sobre la manera de comprender y las formas de enfrentarse a algunas enfermedades.
Estudió química y física, doctorándose en 1847 con una investigación que abrió el camino a una nueva rama de la ciencia: la estereoquímica, que estudia las formas tridimensionales alternativas de las moléculas. Ya doctor, comenzó un período de su vida, dominado por este tipo de investigaciones, en el que se fue estableciendo profesionalmente. Después de pasar por el Liceo de Dijon, las Facultades de Ciencias de las universidades de Estrasburgo y Lille, fue en 1857 a París, a la École Normale Supérieure.
Conociendo la importancia de los gérmenes en los procesos microscópicos, era natural que aplicase el nuevo planteamiento al origen de las enfermedades
Con su instalación en la capital, el centro neurálgico de la vida francesa, los intereses profesionales de Pasteur pasaron a los dominios de la fermentación y de la generación espontánea, a los que estuvo dedicado plenamente hasta 1865. Después vendrían otras etapas de su vida científica, protagonizadas por investigaciones en enfermedades del gusano de seda (1865-1870), estudios sobre la cerveza o el vino (1871-1876) y enfermedades infecciosas (1876-1895).
Existe, de hecho, una línea continua que lo llevó de unas líneas de investigación a otras. Así, sus estudios sobre disimetría molecular le condujeron a ocuparse del alcohol amílico, un compuesto que desempeña un papel importante en la fermentación láctica. De esta manera, se vio inducido a investigar la fermentación, un hecho que él mismo reconoció y que explicó en su primer artículo en este campo, “Memoria sobre la fermentación llamada láctica” (1858), que habitualmente se considera que marca el inicio de la bacteriología como ciencia.
En él se lee: “Creo que es mi deber indicar con algunas palabras cómo me he visto conducido a ocuparme de investigaciones sobre las fermentaciones. Habiendo aplicado hasta el presente todos mis esfuerzos a tratar de descubrir los vínculos que existen entre las propiedades químicas, ópticas y cristalográficas de ciertos cuerpos, con el fin de aclarar su constitución molecular, quizá pueda asombrar verme abordar un tema de química fisiológica, muy alejado en apariencia de mis primeros trabajos. Sin embargo, están relacionados de forma muy directa”.
En sus trabajos sobre la fermentación, Pasteur demostró que era resultado de la acción de organismos vivos microscópicos, y que no se producía cuando los microorganismos se excluían o aniquilaban (sometiéndoles, por ejemplo, a la acción del calor, la forma más primitiva de un proceso que, tras ser perfeccionado, recibió en honor suyo el nombre de pasteurización).
Al llegar a semejantes conclusiones, Pasteur se había adentrado en una cuestión tan básica como de larga historia: la de la posible existencia de la generación espontánea, a la que puso punto final. En primer lugar demostró que hay microorganismos que viven en el aire y que pueden contaminar incluso el cultivo más estéril.
A continuación mostró que si un caldo de cultivo estéril se introducía en un recipiente sellado al vacío, en el que no podía penetrar el aire, no surgía en él ningún microorganismo. “No, no hay ninguna circunstancia hoy conocida –manifestaba orgullosamente en una conferencia que pronunció en la Sorbona en 1864– en la que se pueda afirmar que los seres microscópicos han venido al mundo sin germen, sin padres semejantes a ellos. Los que lo pretenden han sido juguetes de ilusiones, de experiencias mal hechas, plagadas de errores que no han sabido percibir o que no han sabido evitar”.
Establecido este punto, y sabiendo además de sus estudios sobre la fermentación de la importancia de los gérmenes en los procesos microscópicos, era natural que pensase en aplicar el nuevo planteamiento al origen de las enfermedades. Su convicción fue la que llevó finalmente a Pasteur a la investigación médica, como él mismo reconoció en una conferencia que pronunció en 1878, titulada “La teoría de los gérmenes y sus aplicaciones a la medicina y la cirugía”: “Después de mis primeras comunicaciones en 1857-1858 sobre las fermentaciones, puede admitirse que los fermentos propiamente dichos son seres vivos, que en la superficie de todos los objetos, en la atmósfera y en las aguas abundan gérmenes de organismos microscópicos, que la hipótesis de una generación espontánea es una quimera, y que el vino, la cerveza, el vinagre, la sangre, la orina y todos los líquidos del organismo no sufren ninguna de sus alteraciones comunes en contacto con el aire puro”. Y añadía, “la medicina y la cirugía han dirigido sus ojos a estas novedades tan evidentes”.
En primer lugar estudió el ántrax o carbunco, cuya causa asoció con un microorganismo. Pasó después, 1880, a aislar el microbio responsable del cólera de las gallinas (un mal que podía llegar a matar hasta el noventa por ciento de las gallinas de un corral). A continuación, y siguiendo la técnica de vacunación que había introducido el inglés Edward Jenner (1749-1823), inyectó en las gallinas microbios debilitados. Estimulado por los resultados favorables que obtenía, aplicó el principio de la debilitación de los gérmenes para preparar una vacuna contra la rabia.
Solo había experimentado con perros cuando en 1885 le llevaron un niño de nueve años, Joseph Meister, que había sido mordido por un perro rabioso. A pesar de no ser médico, y de exponerse si fracasaba a las denuncias de los médicos, celosos de sus éxitos, aceptó el desafío y experimentó con éxito la vacuna en el niño. Había nacido la vacunación moderna. (La primera gran modificación que se produjo posteriormente fue la introducción de vacunas obtenidas por ingeniería genética, que se inició en 1983 y cuyo primer producto comercializado fue la vacuna contra la hepatitis B, en 1986; con las vacunas basadas en el ARN mensajero, como las preparadas para enfrentarse a la Covid, llegó la segunda).
Joseph Meister, por cierto, trabajó de adulto como vigilante en el Instituto Pasteur de París. En 1940 se suicidó, apesadumbrado por la invasión alemana.