Acaba de inaugurarse en el Espacio Fundación Telefónica la exposición Cerebro(s) que “explora cómo el arte, la ciencia y la filosofía han representado al cerebro a lo largo de la historia”. Y es que si hay órganos que merecen protagonismo, el cerebro, el gran responsable de que seamos lo que somos, es sin duda uno de ellos.
Órgano de extrema complejidad, el cerebro construye nuestra percepción del mundo, crea y regula nuestros pensamientos y emociones, controla nuestras acciones, las voluntarias, como andar, y las de otros tipos (la digestión de la comida, por ejemplo). Es “la casa” del lenguaje, del pensamiento abstracto, de la imaginación, de la conciencia y de la consciencia –incluida la consciencia de sí mismo–, de la memoria, los recuerdos o los sueños.
Se suele hablar de “mente”, pero esta no es sino un conjunto de operaciones que tienen lugar en el cerebro. La dualidad alma-cuerpo, como entidades diferentes, idea en la que tantos pensadores del pasado creyeron, no existe, aunque no sepamos todavía explicar muchas de las extraordinarias capacidades del cerebro humano, ni cómo llegó a obtenerlas, o cuáles son las diferencias con las de otros animales. Cómo llegó a obtenerlas, sí, porque el cerebro humano es, también él, producto de la evolución, y, al igual que sucede con otros rasgos anatómicos, conserva rastros de su pasado.
¿Cuál es el sustrato neural que hace que las personas sean humanas? ¿Mediante qué mecanismos se extrae de la memoria una percepción almacenada?
Coincide la exposición del Espacio Fundación Telefónica con la publicación de un libro de uno de los mejores especialistas españoles del cerebro, Javier DeFelipe, De Laetoli a la Luna. El insólito viaje del cerebro humano (Crítica, 2022), título que alude a dos “rastros” que representan momentos memorables en la historia de la humanidad. El primero, las huellas de pisadas bípedas que la antropóloga Mary Leakey descubrió en 1976 en Laetoli (Tanzania), atribuidas a la especie Australopithecus afarensis, y que se han datado en 3,66 millones de años de antigüedad.
Gracias a ellas, sabemos que, como muy tarde entonces, una especie de primates dejó de utilizar las manos para desplazarse, iniciando así un camino que llevaría a otra especie bípeda, la nuestra, a dejar, en julio de 1969, otras huellas, estas en la Luna. Si dejásemos volar la imaginación, podría pensarse que en un futuro (inferior a 5.000 millones de años, cuando el Sol comience a evolucionar, convirtiéndose en una gigante roja que “absorberá” a la Tierra y la Luna), cuando tal vez haya desaparecido nuestra especie junto a todos los animales superiores, si llegasen extraterrestres inteligentes a nuestro satélite y encontrasen las huellas que dejaron allí los astronautas pasados y futuros, deducirían –arqueología espacial– que existieron unos seres bípedos en ese rincón del universo.
muy al inicio de su libro, DeFelipe plantea un conjunto de cuestiones que resumen bien los problemas a los que se enfrenta el estudio del cerebro. Son tan importantes y, cuando se conocen, tan evidentes, que creo conveniente mencionarlas de manera abreviada: ¿Cuál es el sustrato neural que hace que las personas sean humanas? ¿Cómo emerge la capacidad de permitir a un individuo percibirse de forma reflexiva a sí mismo, sus actos y el mundo externo? ¿Mediante qué mecanismos se extrae de la memoria una percepción almacenada? ¿Cómo integra el cerebro simultáneamente la información procesada en distintas regiones cerebrales para producir una percepción unificada, continua y coherente? ¿Cómo se regula nuestra vida emocional? ¿Cómo y por qué surge la cualidad subjetiva de la experiencia individual, como la tristeza de una mala noticia, el verdor del color verde o lo caluroso del calor? Y finalmente: ¿es posible crear un cerebro humano artificial con todas sus propiedades? “Si la respuesta es afirmativa –señala De Felipe–, ¿deberíamos otorgar derechos al cerebro artificial, como a los humanos?”
No es preciso esperar a que los cerebros artificiales existan, si es que llegan a existir, para plantearse la cuestión de los posibles problemas éticos que suscitarían, pues el desarrollo de la neurociencia está abriendo la posibilidad de revolucionar la capacidad de manipular la actividad neuronal. El avance en el conocimiento de la dinámica de los circuitos neuronales posibilitará la introducción de nuevos enfoques para el tratamiento de las enfermedades mentales y neurológicas, pero también el desarrollo de mecanismos que afecten a lo que constituye la identidad humana como recuerdos o emociones.
En definitiva, a la personalidad individual. Ya existen métodos que permiten manipular la actividad neuronal, y subsiguientemente el comportamiento, en animales como los gusanos, el pez cebra, la mosca Drosophila o incluso ratones, métodos que utilizan compuestos químicos ópticamente activos y nanopartículas. Es decir, que no recurren a intervenciones genéticas. En humanos, un campo activo de investigación es la denominada “estimulación cerebral profunda”, que utiliza dispositivos como electrodos implantados en el interior profundo o en la superficie del cerebro.
[Juan Lerma: "El cerebro es esclavo de las emociones"]
Experimentos de esta clase ya han dado origen a movimientos que reclaman la introducción de medidas destinadas a controlar los posibles efectos de los avances de la neurociencia en las personas, como la creación de una comisión internacional que se reúna periódicamente y que valore los desarrollos neurotecnológicos con el fin de proporcionar guías éticas.
‘Neuroderechos. Nuevos derechos humanos en la edad de la neurotecnología’ es el apropiado título de un artículo publicado en el invierno de 2021 en la revista Horizons, firmado por el español, catedrático de la Universidad de Columbia (Nueva York), Rafael Yuste, junto con Jared Genser y Stephanie Herrmann, artículo que concluye con el siguiente párrafo: “Las Naciones Unidas no pueden permitirse no actuar ante esta profunda y transformadora tecnología. Debe actuar urgentemente para reforzar la protección de los derechos humanos incorporando los neuroderechos en el sistema de protección de los derechos humanos”.
No fue la ONU pero sí el Senado chileno quien aprobó en 2012 un proyecto de ley para incluir en la Constitución que se estaba preparando los derechos del cerebro o “neuroderechos”. Pero, como es sabido, la nueva Constitución chilena no fue aprobada en el plebiscito popular que se celebró hace unos meses. Ojalá en la próxima que se elabore continúen estando presentes.