El 22 de marzo se celebra el Día Mundial del Agua. No soy muy aficionado a las constantes celebraciones de “Días Mundiales de…”, pero en esta ocasión recordar la importancia del agua sí merece una celebración especial. Se trata de un compuesto auténticamente vital para nosotros, los humanos, pues en torno al 65 por ciento de nuestro cuerpo es agua.
Y no olvidemos el papel fundamental que, según la teoría más extendida, desempeñó el agua en la aparición de las primeras formas de vida, que pudieron surgir en los océanos hace aproximadamente 3.800 millones de años, cuando la composición de estos y de la atmósfera era muy diferente de la actual.
Las fumarolas volcánicas submarinas –muy comunes, se cree, durante el Período Arcaico, que abarca desde la formación de la corteza terrestre, hace 4.000 millones de años, hasta los 2.500 millones– pudieron ser la fuente de la vida. Otra teoría sostiene que algunos “ladrillos de la vida”, como aminoácidos o hidrocarburos, acaso llegaron en cometas o meteoritos, pero aun así, esos constituyentes debieron desarrollarse en escenarios acuosos.
Si el agua es la puerta de la vida, entonces se puede comprender por qué los astrobiólogos buscan detectarla en otros planetas
El agua fue imprescindible para la vida, porque durante largo tiempo no existía una capa de ozono que protegiese a las nacientes unidades protovitales de la nociva radiación ultravioleta procedente del Sol; el agua servía de escudo, permitiendo que tuvieran lugar en su seno las reacciones químicas que dieron lugar a organismos de los que surgió la vida.
Fue en los océanos donde se pasó de entidades unicelulares a multicelulares. Poco a poco, especialmente en el denominado periodo Cámbrico (hace entre 542 y 488 millones de años), los mares se poblaron de artrópodos, braquiópodos (semejantes a los moluscos) y de unos animales que poseían una espina dorsal longitudinal y un esqueleto cartilaginoso, de los que surgieron, hace en torno a 480 millones de años, los peces, y de ellos, unos 90 millones de años después, una variedad capaz de vivir tanto en el agua como en la tierra, los anfibios, de los que brotó la cadena que condujo a los mamíferos y, dentro de ellos, a nuestra especie, Homo sapiens.
Para que esos anfibios de los que descendemos se aventurasen tierra adentro tuvo que producirse otro fenómeno: la aparición de un proceso similar a la actual fotosíntesis que, hace unos 3.000 millones de años, produjo el oxígeno que cambió la atmósfera terrestre, además de proveer a la tierra de la vegetación necesaria para alimentar a los “invasores” procedentes del agua. Fue, asimismo, esencial que parte de ese oxígeno reaccionase formando ozono (O3, tres átomos de oxígeno), que se reunió en la capa superior de la atmósfera bloqueando la radiación ultravioleta.
Ahora bien, ¿por qué es necesaria el agua para prácticamente todas las formas de vida conocidas en la Tierra? (existen algunas excepciones, relativas, como el tardígrado, u oso de agua, un invertebrado microscópico que puede permanecer – el proceso se denomina “criptobiosis”– hasta 10 años sin agua, pasando de tener 85 por ciento de agua a sólo 3).
La respuesta es: por su capacidad como solvente químico. Recordemos que las reacciones metabólicas (las reacciones que tienen lugar entre moléculas dentro de los organismos vivos) se producen generalmente en soluciones. Y el agua, en efecto, disuelve más compuestos que cualquier otro solvente conocido; disuelve sustancias que van desde la sal a moléculas orgánicas, incluyendo muchas proteínas.
Ahora bien, existen, y esto es muy importante para la vida, sustancias que no se disuelven en el agua, como los lípidos, moléculas orgánicas formadas en su mayor parte por carbono e hidrógeno. Y resulta que la membrana que separa el interior de una célula, el citoplasma, del exterior y, en los organismos multicelulares, la que separa una célula de otra, está compuesta por lípidos.
Si el agua no tuviera esta propiedad, no podrían existir en principio seres pluricelulares. Si la llave que abre la puerta de la vida –al menos tal y como la conocemos en la Tierra– es el agua, entonces se puede comprender por qué los astrobiólogos buscan detectarla en otros planetas de nuestro sistema solar, o en los exoplanetas.
Parece que en el sistema solar existieron en el pasado grandes zonas de agua líquida en Marte y Venus, y que en algunas lunas, como Europa, de Júpiter, y Encelado, de Saturno, existe actualmente, pero cubierta por profundas capas de hielo. ¿Se encontrarán allí alguna vez formas de vida?
Pese a que lo que acabo de comentar es, sin duda, importante, ya que forma parte de preguntas que no podemos dejar de plantearnos, es aún más importante conservar el patrimonio del agua que la larga historia de nuestro planeta nos ha legado. Conservar la salud de ríos, lagos y, sobre todo, por su extensión –el 70 por ciento de la superficie terrestre está cubierta de agua– los océanos, proteger la innumerable vida y ecosistemas que estos albergan, y que necesitamos, sin olvidar el papel fundamental que desempeña el agua en el mantenimiento de los equilibrios atmosféricos y climáticos.
[Curiosity encuentra evidencias de agua salada en Marte]
Aprovechando la coyuntura de que la UNESCO declaró el periodo 2021-2030 “Decenio de las Ciencias Oceánicas para el Desarrollo Sostenible” y que en 2021 el Institut de Ciències del Mar y la Unitat de Tecnologia Marina, con sede en Barcelona, cumplían setenta años de historia, la Editorial del Consejo Superior de Investigaciones Científicas publicó en 2022 un libro colectivo, El océano que queremos: ciencia oceánica inclusiva y transformadora, en el que se puede encontrar una buena y amplia panorámica de los problemas a los que se enfrentan nuestros océanos.
Como la creciente contaminación que, cito de uno de sus capítulos, “será insostenible para el océano y pone en peligro los ecosistemas, los medios de subsistencia y por lo tanto la salud humana a nivel global”. Fuentes contaminantes que no paran de crecer: los plásticos; los residuos de actividades terrestres que por la falta de una gestión adecuada, por la acción del viento y de la lluvia o terminan llegando a mares y océanos; o metales pesados, como el mercurio, el plomo o el cadmio. “Es necesario –se lee en una de las primeras páginas de esta obra– un cambio profundo en la relación entre la sociedad y el océano” Yo sólo puedo añadir: “Amén”. Aunque sea, lo reconozco, un “amén” poco optimista.