El marqués de Condorcet, el matemático que creyó en la Revolución Francesa
El aristócrata y "célebre" científico apoyó las ideas del nuevo régimen, pese a que terminó siendo víctima de su lado más oscuro.
La Revolución Francesa constituye un hito en la historia de la humanidad. El grito al que está asociada, Liberté, Égalité, Fraternité, todavía se mantiene como uno de los más hermosos programas políticos alumbrados. Pero junto a las luchas por abolir privilegios y mitos a la luz del deseo de un futuro mejor, no faltó la oscuridad y el terror.
La nómina de las víctimas de aquel convulso período de la historia es tan amplia como estremecedora. Entre los científicos sobresale el nombre del químico Lavoisier, cuya cabeza rodó víctima de la guillotina. Menos conocido es Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794) que, aunque aristócrata, había hecho suya con entusiasmo la revolución de 1789.
Se tiende a pensar que los títulos dan alguna idea de la personalidad de quien los posee, o cuanto menos de cómo éste es considerado. De Condorcet se puede decir que fue miembro de la Académie des Sciences, de la Académie Française, diputado de la Convención Nacional, y de las de Berlín, Turín, Bolonia, San Petersburgo y Filadelfia; que formó parte de la Municipalidad, que fue comisario de la Tesorería Nacional y miembro de la Asamblea Legislativa.
Condorcet mostraba su esperanza de que llegaría un día en el que la educación alcanzaría a todas las personas, evitando así desigualdades
Pero para apreciar su espíritu progresista bastan dos ejemplos: en la Asamblea Legislativa defendió la introducción del laicismo en la enseñanza, y en 1790 publicó un ensayo Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía, en el que escribió: “Los derechos de los hombres únicamente proceden de que son seres sensibles, susceptibles de adquirir ideas morales y de razonar sobre estas ideas. Como las mujeres tienen estas mismas cualidades, poseen necesariamente los mismos derechos.”
El que formase parte de la Académie des Sciences estaba plenamente justificado. No falta quien le consideró “el matemático más célebre de Francia”, lo que no quiere decir el más importante: coetáneos suyos fueron Legendre, Monge o Laplace, también astrónomo.
En 1765 publicó su primer trabajo matemático, un libro titulado Ensayo sobre el cálculo integral, pero mucho más importante y pionera es una obra que representa bien el espíritu que animaba a su autor; la ciencia, en este caso la matemática, como servicio a la sociedad y a la política: su Ensayo sobre la aplicación del análisis a la probabilidad de las decisiones sometidas a la pluralidad de votos (1785), en el que analizaba las consecuencias que tenían las votaciones para la gobernación en un sistema democrático.
Con él abrió una nueva puerta a las matemáticas, de la que se sirvieron también la sociología y la política, como queda patente en el “Discurso preliminar” que inicia el libro: “Un gran hombre [Turgot, 1727-1781], cuyas lecciones, ejemplos, y sobre todo amistad echaré siempre de menos con tristeza, estaba convencido de que las verdades de la Ciencias morales y políticas, son susceptibles de la misma certidumbre que las que forman el sistema de las Ciencias físicas, e incluso que las ramas de estas Ciencias, como la Astronomía, que parecen aproximarse a la certidumbre matemática. Esta opinión le era muy querida, porque conducía a la esperanza consoladora de que la especie humana hará necesariamente progresos hacia la bondad y la perfección, como los ha hecho en el conocimiento de la verdad".
Cuando el 10 de junio de 1793 la Convención presentó la nueva Constitución, Condorcet pidió abiertamente que el pueblo no la aprobara: “La integridad de la representación nacional –manifestó entonces– acaba de ser destruida al arrestar a veintisiete miembros girondinos. La discusión no ha podido establecerse libremente. Una censura inquisitorial, el pillaje de las imprentas, la violación del secreto de las cartas, deben ser considerados como obstáculos insuperables a la manifestación del sentimiento popular”.
La consecuencia fue que la Asamblea decretó que Condorcet fuera arrestado. Los jacobinos, con Robespierre y Saint-Just a la cabeza, se habían impuesto. Avisado, se refugió en una casa comprensiva, la de madame Vernet, viuda del escultor Louis-François Vernet, donde permaneció nueve meses, hasta que ante el peligro que acechaba cada vez más a madame Vernet, abandonó aquel protector hogar el 25 de marzo de 1794. Tres días más tarde fue localizado y llevado a una cárcel, en donde al día siguiente fue encontrado muerto.
Ciento noventa y cinco años después, el presidente de la República Francesa, François Mitterrand, presidía el traslado al Panteón de París de un féretro en el que se suponía se encontraban las cenizas de Condorcet. No lo estaban, pues había sido enterrado en una fosa común del antiguo cementerio de Bourg-la-Reine, que fue eliminado en el siglo XIX, pero fue un hermoso acto simbólico.
Un hermoso acto simbólico, sí, pero que no puede hacernos olvidar que con no poca frecuencia los en el pasado “compañeros de ideas” no perdonan a los que “no se amoldan a los cambios que impone “la realidad”, su “realidad”. Sucedió con Condorcet y continúa sucediendo.
Durante su reclusión voluntaria, y animado por su esposa –de la que tuvo que divorciarse para que no le fueran confiscadas sus propiedades– y por algunos amigos que en secreto se comunicaban con él, Condorcet compuso su célebre Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (fue traducido al español en 1980 por la desaparecida Editora Nacional).
[La Revolución Francesa, otra mirada a la creación de un nuevo mundo]
Publicado póstumamente, en él Condorcet mostraba su esperanza de que llegaría un día en el que la educación habría alcanzado a todas las personas, evitando así desigualdades en derechos. Y en esa educación, la ciencia tendría que desempeñar un papel destacado. Así, en el Bosquejo... las menciones a desarrollos científicos son muy numerosas.
Sobre, por ejemplo, “la ingeniosa idea de las escalas aritméticas, ese afortunado método de representar todos los números con un pequeñísimo número de signos”, decía que constituía “el primer ejemplo de los métodos que duplican las fuerzas del espíritu humano, y con ayuda de los cuales puede ir alejando indefinidamente sus límites, sin que sea posible fijar un término en el que, al fin, deba detenerse”. No podía imaginar el buen Jean-Antoine Nicolas que llegaría un día en el que esos principios pasarían de las manos e intelecto humano a las estructuras de análisis lógico de las máquinas.