El mundo de Carlos López-Otín y la fragilidad de la salud mental
- Para que la ciencia pueda permear en la mente humana no solamente hace falta enseñarla, sino también conmover con ella.
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En uno de los pasajes de mi ya lejano discurso de entrada en la Real Academia Española (2003) decía que querría partir el corazón a quienes me estaban escuchando; “ser capaz de crear con mis palabras mundos que hicieran que vuestros corazones reventaran de dolor, de angustia, de ansia; que lloraran de tristeza y se rebelaran”.
Que querría producir, “con los frutos de mi palabra y mi pensamiento, reacciones similares a las que sin duda produjeron en todos sus lectores personajes literarios como Azarías, aquel de ‘milana bonita, milana bonita’, al que dio vida Miguel Delibes. Romperos el corazón igual que a Azarías se lo rompió el señorito Iván, incapaz de escuchar, él que como todos los de su calaña únicamente saben escucharse a sí mismos, la voz implorante de Azarías: ‘¡Señorito, por sus muertos, no tire!’”.
Deseaba lograr esto porque era y soy consciente de que para llevar la ciencia –una de las facultades que más y mejor nos distingue del resto de las especies que pueblan la Tierra– al conjunto de la sociedad, en especial a quienes, por una razón u otra (generalmente por limitaciones en la educación recibida), son ajenos a los tesoros que alberga, hace falta algo más que educar a todos, y en todas las edades, en la ciencia.
Si solo enseñamos o presentamos –en la forma que sea, incluyendo la divulgación– los métodos y los contenidos de la ciencia, difícilmente penetrará realmente en las mentes y espíritus de todas las personas. Sabrán algo de ella, pero continuará siendo para ellos, que no la viven diariamente, un cuerpo extraño. ¿Por qué? Porque le faltará vida.
Los humanos, nunca es ocioso recordarlo, no somos solo cerebro racional, cognitivo, sino también sentimientos, emociones, y por ello nunca podrá darse un hermanamiento completo, una comprensión profunda, entre la ciencia y la “humanidad”, si no sabemos llevar la ciencia al corazón de las personas. Es necesario educar en la ciencia, sí, pero también conmover con la ciencia.
Algo de esto he intentado, pero conozco mis limitaciones. Y me alegro cuando encuentro textos que cumplen con lo que a mí me gustaría ser capaz de lograr. No son muchas estas obras; de hecho, recuerdo pocas: la Apología de un matemático (1940) de Godfrey Harold Hardy, aquel matemático inglés que amaba tanto la belleza que ni siquiera soportaba verse en un espejo (los tapaba con toallas), él que fue bien parecido y de una gran elegancia natural.
Sin estar dotada de la belleza literaria que el libro de Hardy, en mi canon de obras que conmueven, al tiempo que enseñan, también se encuentra la Autobiografía de mi admirado Charles Darwin. Y poco más, en este aspecto, porque libros que admiro hay muchos.
El libro que ahora ha alegrado y conmovido mi corazón, es una obra que muestra que la ciencia –una ciencia rigurosa y actual– no tiene por qué estar divorciada de la belleza literaria, ni de los sentimientos más “nuestros”, más propios de los humanos. Su autor es el bioquímico y biólogo molecular Carlos López-Otín, y su título La levedad de las libélulas (Paidós, 2024).
Las libélulas como metáforas de la fragilidad de nuestra salud mental y de la dificultad de adaptarse al mundo. Al contrario que tantos otros libros sobre biomedicina, que se centran casi, o totalmente, en la base biológica, celular o genómica del funcionamiento del cuerpo humano, y en cómo estas afectan a la salud, el enfoque de López-Otín es más integrador: “El gran progreso científico alcanzado en el estudio de las cuestiones relacionadas con la salud y las enfermedades –escribe– ha derivado fundamentalmente de investigaciones reduccionistas sobre los cambios específicos que acontecen en unas u otras moléculas del submundo celular durante el desarrollo de unas u otras patologías”.
La levedad de las libélulas muestra que la ciencia no tiene por qué estar divorciada de la belleza literaria
Reconoce, ¿cómo no hacerlo?, lo fructífero que ha resultado este método, pero también que “para progresar necesitamos avanzar en la formulación de nuevos marcos de pensamiento humanista que adopten miradas amplias en cuestiones tan complejas como las relacionadas con la salud y las enfermedades”.
Y señala que la actualmente dominante idea de que hay que buscar la causa de las enfermedades en mutaciones o variantes de algún gen es muy limitada si no se considera nuestro medio ambiente: “La mayoría de las enfermedades metabólicas, inflamatorias, autoinmunes, cardiovasculares, degenerativas y emocionales surgen en alguna medida por alteraciones en la continua conversación de nuestro genoma con el ambiente en el que se desarrolla nuestra vida”. “Conversar” con nosotros y con “lo que hay ahí fuera”.
Para establecer uno de esos “nuevos marcos de pensamiento humanista”, López-Otín nos embarca en un viaje, mitad imaginado, mitad real, centrado en París, en particular en el del Jardín de Luxemburgo, donde él vio, o creyó ver, una de las libélulas que propiciaron su libro (aunque yo creo que la libélula es él).
Un viaje que aúna la realidad de sus experiencias, como uno de los científicos españoles más reconocidos internacionalmente, y un mundo nacido de su imaginación, poblado por los espectros de personajes como Leonardo da Vinci, Vitrubio, Euler, Goethe, Claude Bernard, Einstein, Bohr, Schrödinger, o Alois Alzheimer, el de la desgarradora “enfermedad del olvido”. Un viaje que es al mismo tiempo una fiesta del lenguaje, de la buena literatura, de las frases cargadas de belleza y de profundo sentido. Un ejemplo: “El sueño es un maravilloso elixir de salud”.
Quiero resaltar la atención, sensibilidad y preocupación por el mundo emocional que se da en este libro. Un mundo en cuyo trasfondo también se encuentra algo que tal vez no sea conocido por muchos de los lectores, el hecho de que el propio autor ha sufrido de esos pesares al ser víctima de injustas acusaciones de mal comportamiento científico, acusaciones que finalmente se han demostrado ser rotundamente falsas (aunque, aun así, todavía hay quienes persisten en el infundio).
“Llegué por el dolor a la alegría. / Supe por el dolor que el alma existe”, rezan los versos iniciales de uno de los poemas del gran José Hierro, uno de esos raros alquimistas que conocieron el secreto de la transmutación del resentimiento en generosidad para con los demás. Versos que bien pueden aplicarse a Carlos López-Otín, que tanta alegría y conocimiento nos ha dado y da.