Musk ha continuado este 2024 protagonizando muchos titulares del ámbito científico. China y su progreso en el campo aeroespacial también ha ganado relevancia este año.

Musk ha continuado este 2024 protagonizando muchos titulares del ámbito científico. China y su progreso en el campo aeroespacial también ha ganado relevancia este año.

Entre dos aguas LO MEJOR DE 2024

Los hitos científicos de 2024: Musk en el cerebro, China en la Luna y el chorro colosal de un agujero negro

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Al repasar los logros de la actividad científica durante el año que ahora termina, mejor dicho, aquello que alcanzo a conocer, pues el conjunto de la productividad de los científicos es inabarcable, hasta el punto que hace tiempo que es difícil, si no imposible, que investigadores de un campo puedan entender lo que se hace en un campo diferente; al repasar, digo, lo que sé, me encuentro con que el año comenzó en enero con una noticia que tiene sus aspectos positivos y negativos: la compañía Neuralink, de Elon Musk, anunció que había implantado el primer microchip en un cerebro humano.

Lo positivo es que este tipo de intervenciones, aliadas con el desarrollo de microchips multifuncionales más avanzados, pueden ayudar a muchas personas con capacidades físicas u orgánicas disminuidas.

Lo negativo, en mi opinión, seguramente no compartida por muchos, es que semejante vital avance se haya conseguido en una empresa privada, más aún, en una cuyo propietario –el hombre más rico del mundo– tiene una “agenda propia”, algunas de cuyas metas no comparto: (1) el turismo espacial, que promueve a través de su compañía Space X (yo defiendo que debería estar prohibido), cuyos cohetes, por cierto, han demostrado este año una espléndida cualidad, la de aterrizar verticalmente, lo que los hace reutilizables; y (2) su deseo de que se establezcan colonias humanas en Marte, impulsando de esa manera la idea de que el futuro de nuestra especie está fuera de la Tierra.

Musk, cuyo poder se va a incrementar notablemente con la ayuda de Donald Trump, es el paradigma de lo que se puede denominar “externalización de la ciencia”, al menos de algunas ramas de la ciencia, una externalización que se manifiesta en que la NASA depende ya en buena medida de los cohetes de Space X.

Se ha defendido, con buenas razones, que los gobiernos no pueden financiar toda la investigación científica que se hace o puede hacerse, que es demasiado cara, y que es buena la iniciativa privada. Y esto es cierto… si no se desboca, si no es la empresa privada la que establece la agenda en ámbitos que afectan al conjunto de la humanidad, como es el uso del espacio, o intervenir sin control en el cerebro humano.

Y en este punto es inevitable pensar en el desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), el tema no solo de este año sino también de los venideros. En mayo, por ejemplo, la empresa OpenAI presentó el modelo GPT-4o con capacidades multimodales (mejoras en la escritura creativa y en trabajar con archivos cargados). Da idea del estatus que la IA tiene en la actualidad el que el Premio Nobel de Física de este año se haya otorgado a John Hopfield y a Geoffrey Hinton, “por sus descubrimientos e inventos fundacionales que permiten el aprendizaje de máquinas con redes neuronales artificiales”.

Lo he dicho muchas veces, el desarrollo tecnológico es imparable, pues siempre beneficia a, al menos, amplios grupos de la sociedad. Pero no se sabe a dónde puede conducir, y esta tecnología no es cualquiera, no es la máquina de vapor, no afectará únicamente al mercado de trabajo, sino que compite, y lo hará cada vez más intensamente, con la inteligencia humana.

Además, se “alimenta” de los datos de todos; su voracidad no tiene límites, es la fuente de su “vida” y crecimiento. Por eso hay que controlarla. Y ha sido una buena noticia el que la Unión Europea aprobase en marzo un reglamento para garantizar que los sistemas de inteligencia artificial se desarrollen y utilicen de manera responsable. Se trata de la primera norma jurídica del mundo dirigida a regular la IA.

Lo que he reseñado hasta aquí refleja que mucho del desarrollo científico actual no se puede entender al margen de la industria y de los intereses privados. El que tampoco se encuentra al margen de la política continúa poniéndolo en evidencia China, que cada año que pasa se convierte en una mayor potencia científica. Este año lo ha demostrado con la sonda espacial Chang’e 6, que, lanzada el pasado 3 de mayo, alcanzó la cara oculta de la Luna el 1 de junio.

Su misión consistía en la recogida de muestras del suelo lunar mediante un robot, para traerlas de vuelta a la Tierra, lo que consiguió: aterrizó el 25 de junio en un lugar de Mongolia Interior. No sé, por supuesto, si el análisis de esas muestras revelará algo nuevo, pero lo que sí demuestra es el poderío científico-tecnológico de China. Si existe una carrera espacial entre China y Estados Unidos, reminiscente de la que se libró en el pasado entre el país norteamericano y la Unión Soviética, quienes han tomado la delantera, al menos por el momento, son los chinos.

Explorar la Luna tiene un interés limitado en lo que se refiere a conocer el Universo, que, estoy convencido, todavía esconde grandes sorpresas. En septiembre, por ejemplo, se detectaron unos ultragigantescos chorros emitidos por un agujero negro situado a 7.500 millones de años luz de la Tierra, en una galaxia diez veces más masiva que la Vía Láctea. La longitud total de los chorros –una megaestructura que ha recibido el nombre de Porfirión– es de 23 millones de años luz, equivalente a alinear 140 galaxias como la nuestra. Es, sencillamente, colosal, difícilmente imaginable.

Un plástico que se degrada en los océanos no es un hallazgo que quedará inscrito en los libros de historia de la ciencia pero sí en los de historia de la humanidad

Pero, preocupado como estoy por el medioambiente, y en particular por la invasión de los plásticos, de los microplásticos –ya traté de ello en uno de estos artículos–, me ha alegrado mucho la reciente noticia (octubre) de que científicos de la Institución Oceanográfica Wood Hole, en Estados Unidos, han desarrollado un plástico que se degrada en los océanos quince veces más rápido que el papel.

Utilizando una técnica llamada de “espumado”, esos científicos han conseguido que el diacetato de celulosa, un polímero derivado de la celulosa, que está presente en plantas como el algodón y la pulpa de madera, y que se ha estado utilizando desde hace más de un siglo, se degrade en cuestión de minutos en contacto con el agua salada del mar. No es un descubrimiento “fundamental”, de esos que quedarán inscritos en los libros de historia de la ciencia del futuro, pero sí, acaso –¡ojalá!–, en los de la historia de la humanidad. Y ¿qué es más importante?